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Esta es la verdad. Fue como si un cuchillo hubiera cortado la flor a modo de señal. Supe inmediatamente que me casaría con aquel hombre. No experimenté ninguna alegría al pensar en ello, pero me maravilló el hecho de saberlo.

Pronto empecé a oír que mi padre, mi tío y el nuevo marido de mi tía mencionaban a aquel hombre. Durante la cena me echaban su nombre en mi cuenco junto con el cucharón de sopa. Un día le descubrí mirándome desde el otro lado del patio de mi tía, y decía a otros: «Mirad, no puede volver la cabeza. Ya es mía».

Es cierto que no volví la cabeza. Sostuve su mirada, le escuché con la cabeza alta, husmeando el hedor de sus palabras cuando me dijo que mi padre probablemente no concedería la dote que él iba a pedirle. Me debatí tanto para apartarle de mis pensamientos que al final perdí pie y caí en un lecho nupcial con él.

Mi hija no sabe que me casé con aquel hombre hace tanto tiempo, veinte años antes de que ella naciera. No sabe lo bella que era yo cuando me casé con él. Era mucho más guapa que mi hija, que tiene pies de campesina y una nariz grande como la de su padre.

Incluso hoy mi piel es todavía suave y mi figura esbelta como la de una muchacha. Pero hay profundas arrugas alrededor de mi boca, donde antes sólo había sonrisas. ¡Y mis pobres pies, en otro tiempo tan pequeños y bonitos! Ahora están hinchados, llenos de callos y agrietados en los talones. Mis ojos, tan vivaces y brillantes a los dieciséis años, ahora están amarillentos, velados.

Pero sigo viéndolo casi todo con claridad. Cuando quiero recordar, es como si mirase el interior de un cuenco y descubriera los últimos granos de arroz que no acabaste.

Recuerdo una tarde en el lago Tai, poco después de que me casara con aquel hombre. Fue entonces cuando llegué a amarle. El me había vuelto el rostro hacia el sol poniente. Sostuvo mi barbilla, me acarició la mejilla y dijo:

– Tienes ojos de tigre, Ying-ying. Por el día recogen fuego y por la noche tienen un fulgor dorado.

No me reí, aunque ése era un poema que él recitaba muy mal. Lloré con sincera alegría. Me sentía como si estuviera en el agua, debatiéndome para salir pero, a la vez, deseando quedarme dentro. Así llegué a quererle, así sucede cuando una persona une su cuerpo al tuyo y una parte de tu mente se debate para unirse a esa persona contra tu voluntad.

Me convertí en una extraña para mí misma. Realzaba mi belleza para él. Si me calzaba zapatillas, elegía un par que a él sin duda alguna le gustaría. Cada noche me cepillaba el pelo noventa y nueve veces, a fin de atraer la suerte a nuestro lecho nupcial, con la esperanza de concebir un hijo.

La noche que él engendró un hijo en mí, una vez más lo supe antes de que ocurriera. Supe que era un varón, vi su cuerpecillo en mi matriz. Tenía los ojos de mi marido, grandes y muy separados, tenía los dedos largos, gruesos lóbulos en las orejas y un pelo liso y brillante que se iniciaba muy arriba para revelar la frente ancha.

Precisamente porque mi alegría fue tan grande, llegué a experimentar tanto odio. Pero cuando estaba en el apogeo de mi felicidad, tuve una preocupación que comenzó exactamente encima de mi frente, en el lugar donde conoces las cosas. Más adelante esa preocupación fue deslizándose hacia mi corazón, donde sientes las cosas y se vuelven reales.

Mi marido empezó a realizar muchos viajes de negocios al norte. Estos viajes se iniciaron poco después de que nos casáramos, pero se hicieron más largos después de que yo quedara embarazada. Recordé que el viento del norte había soplado suerte y marido hacia mí, por lo que de noche, cuando él estaba ausente, abría de par en par las ventanas de mi dormitorio, incluso cuando hacía frío, para que el viento me trajera de nuevo su espíritu y su corazón.

Lo que no sabía era que el viento del norte es el más frío. Penetra en el corazón y arrebata el calor. El viento adquirió tal fuerza que se llevó a mi marido de mi dormitorio haciéndole salir por la puerta trasera. Mi tía más joven me comunicó que mi marido me había dejado para vivir con una cantante de ópera.

Más tarde todavía, cuando superé mi aflicción y llegué a no albergar en mi pecho más que desesperación y odio, mi tía más joven me habló de otras mujeres, bailarinas y señoras norteamericanas, prostitutas, una prima incluso más joven que yo y que se marchó misteriosamente a Hong Kong, poco después de que mi marido desapareciera.

Así pues, le hablaré a Lena de mi vergüenza. Le diré que fui rica y bella, demasiado buena para un hombre cualquiera, y que me convertí en una mercancía abandonada. Le diré que, a los dieciocho años, la belleza desapareció de mis mejillas y que pensé en arrojarme al lago como otras mujeres deshonradas. Y le diré que maté al bebé por el odio que llegué a sentir hacia aquel hombre.

Saqué al bebé de mi matriz antes de que pudiera nacer. En aquel tiempo, en China, matar a un bebé antes de que naciera no era nada malo. Pero incluso entonces pensé que sí lo era, porque un terrible deseo de venganza fluyó de mi cuerpo con los jugos del hijo primogénito de aquel hombre.

Cuando las enfermeras me preguntaron qué debían hacer con el bebé sin vida, les arrojé un periódico y les dije que lo envolvieran como a un pescado y lo arrojaran al lago. Mi hija cree que no sé lo que significa no desear un bebé.

Cuando mi hija me mira, ve a una vieja menuda, porque sólo me ve con los ojos externos. No tiene chuming, conocimiento interior de las cosas. Si tuviera chuming vería a una mujer que es como un tigre, y sentiría prevención y temor.

Nací en el año del Tigre. Fue un año muy malo para nacer, pero un año muy bueno para ser un Tigre. Aquel año entró en el mundo un espíritu maligno. Los habitantes del campo morían como pollos en un día tórrido de verano, mientras que los de la ciudad se convirtieron en sombras, entraron en sus hogares y desaparecieron. Los recién nacidos no engordaban. La carne se desprendía de sus huesos al cabo de unos días y morían.

El espíritu maligno permaneció cuatro años en el mundo. Pero yo procedía de un espíritu más fuerte todavía y viví. Eso es lo que me dijo mi madre cuando tuve edad suficiente para saber por qué siempre ponía tanto empeño en salirme con la mía.

Entonces me contó por qué el tigre es dorado y negro. Este animal tiene dos aspectos. El lado dorado salta con su corazón feroz, mientras que el lago negro permanece inmóvil, lleno de astucia, ocultando su oro entre los árboles, viendo sin ser visto, esperando con paciencia a que lleguen las presas. Yo no aprendí a usar mi lado negro hasta que aquel mal hombre me abandonó.

Me volví como las mujeres del lago. Cubrí con paños los espejos de mi dormitorio para no ver mi aflicción. Perdí las fuerzas, hasta tal punto que ni siquiera podía levantar las manos para ponerme alfileres en el pelo. Y entonces floté como una hoja muerta sobre el agua, hasta que salí de la casa de mi suegra y regresé al hogar de mi familia.

Me fui al campo, en las afueras de Shanghai, para vivir con la familia de un primo segundo. Me quedé en aquella casa diez años, y si me preguntas qué hice durante esos largos años, sólo puedo decir que esperé entre los árboles. Dormía con un ojo cerrado y el otro abierto y vigilante.

No hacía ningún trabajo. La familia de mi primo me trataba bien porque yo era la hija de la familia que los mantenía. La casa era de aspecto pobre y en ella se hacinaban tres familias. No era cómodo vivir allí, yeso era lo que yo quería. Los bebés gateaban por el suelo entre ratones. Los pollos entraban y salían como los toscos invitados campe,¡nos de mis familiares, Comíamos en la cocina, en medio del pringue depositado en todas partes por las frituras. ¡Y las moscas! Si dejabas un cuenco con unos granos de arroz, por pocos que fueran, no tardarías en encontrarlo cubierto de ávidas moscas, hasta tal punto que parecería un cuenco viviente de sopa de alubias negras. Así de pobres eran aquellos campos.