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Cuando mi madre me dijo esas cosas, yo era pequeña todavía. Y aunque dijo que parecíamos iguales, yo quería parecerme más. Si ella levantaba los ojos con una expresión de sorpresa, yo quería que los míos hicieran lo mismo. Si su boca adoptaba un rictus de desdicha, yo también quería sentirme desdichada.

Era muy parecida a mi madre. Eso ocurría antes de que las circunstancias nos separaran: una inundación que obligó a mi familia a dejarme atrás, mi primer matrimonio en el seno de una familia que no me quería, guerra en todas partes y, más tarde, un océano que me llevó a un nuevo país. Ella no vio cómo cambiaba mi rostro en el transcurso de los años, cómo empezaba a languidecer mi boca, cómo empecé a preocuparme pero aun así no perdía el pelo, cómo mis ojos empezaron a adoptar las expresiones norteamericanas. No me vio fruncir la nariz en un traqueteante y abarrotado autobús en San Francisco. Tu padre y yo íbamos camino de la iglesia para agradecer a Dios todas nuestras bendiciones, pero tuve que restar un poco de agradecimiento por mi olfato.

Es difícil mantener tu semblante chino en Estados Unidos. Al principio, antes incluso de llegar, tuve que ocultar mi verdadero yo. Pagué a una muchacha china de Pekín, que se había educado en Norteamérica, para que me enseñara cómo hacerla.

– En Estados Unidos no puedes decir que quieres vivir allí para siempre -me dijo-. Si eres china, debes decir que admiras sus escuelas, su manera de pensar, debes decir que quieres estudiar y luego regresar y enseñar a los chinos lo que has aprendido.

– ¿Qué debo decirles que quiero aprender? Si me hacen preguntas y no sé responderlas…

– Religión, debes decir que quieres estudiar religión -dijo aquella muchacha tan lista-. Cada norteamericano tiene una idea diferente sobre la religión, por lo que no hay respuestas correctas y erróneas. Diles que te interesa difundir la palabra de Dios y te respetarán.

Por otra suma de dinero, aquella muchacha me dio un formulario lleno de palabras inglesas. Tuve que copiar aquellas palabras una y otra vez, como si fuesen palabras inglesas formadas en mi cabeza. Al lado de la palabra NOMBRE, escribí Lindo Sun, a lado de FECHA DE NACIMIENTO, anoté 11 de mayo de 1918, que según aquella muchacha era lo mismo que tres meses después del nuevo año chino lunar. Al lado de LUGAR DE NACIMIENTO indiqué Taiyuan, China, y al lado de la palabra OCUPACIÓN escribí estudiante de teología.

Di a la muchacha más dinero por una lista de direcciones en San Francisco, gente con buenas conexiones. Y finalmente me dio, sin cobrarme nada, instrucciones para cambiar mis circunstancias.

– Primero debes encontrar un marido -me dijo-. Un ciudadano norteamericano es lo mejor. -Al ver mi expresión de sorpresa, se apresuró a añadir-: ¡Chino! Naturalmente, debe ser chino. «Ciudadano» no significa de raza blanca. Pero si no es ciudadano, debes pasar de inmediato al número dos. Mira, aquí está: debes tener un hijo, chico o chica, eso no importa en Estados Unidos. Ni uno ni otra se ocuparán de ti cuando seas vieja, ¿no es cierto? -Ambas nos echamos a reír-. Pero ten cuidado -añadió-. Las autoridades te preguntarán si tienes hijos o si piensas tenerlos. Debes decir que no. Debes parecer sincera y decir que no estás casada, que eres religiosa y sabes que, en tu caso, no sería correcto tener un hijo.

Debí de mostrarme perpleja, porque ella amplió su explicación:

– Escucha, ¿cómo puede saber un bebé no nacido lo que no debe hacer? Y, una vez que nazca, será ciudadano norteamericano y podrá hacer lo que quiera, como pedirle a su madre que se quede en el país. ¿No es cierto?

Pero no fue ésta la razón de mi perplejidad. Me intrigó lo que había dicho sobre la sinceridad. ¿Cómo no iba a parecer sincera cuando dijera la verdad?

Mira qué sincero parece todavía mi semblante. ¿Por qué no te transmití este rasgo? ¿Por qué siempre dices a tus amigos que llegué a Estados Unidos en un barco que navegó lentamente desde China? Eso no es cierto. Yo no era tan pobre. Vine en avión. Había ahorrado el dinero que me dieron los familiares de mi primer marido cuando se deshicieron de mí, así como el dinero que recibí por mi trabajo de telefonista durante doce años. Pero es cierto que no tomé el avión más rápido. Me pasé tres semanas volando, haciendo escala en todas partes: Hong Kong, Vietnam, las Filipinas, Hawaii. Y así, cuando llegué, no parecía sinceramente contenta de estar aquí.

¿Por qué dices siempre a la gente que conocí a tu padre en la Casa de Catay, que partí una galleta de la suerte y supe así que me casaría con un hombre guapo y moreno, y que cuando alcé la vista, allí estaba, el camarero, tu padre? ¿A qué viene esa broma? Eso no es sincero. ¡Eso no es cierto! Tu padre no era camarero, jamás comí en ese restaurante. La Casa de Catay tenía un letrero que decía «Comidas Chinas», por lo que sólo la frecuentaban norteamericanos antes de que la derribaran. Ahora es un restaurante McDonald's con un gran letrero chino que dice mai dong lou, «trigo», «este», «edificio». Una estupidez. ¿Por qué sólo te atrae la estupidez china? Debes entender mis circunstancias reales, cómo llegué, cómo me casé, cómo perdí mi semblante chino, por qué eres como eres.

Cuando llegué, nadie me hizo preguntas. Las autoridades miraron mis documentos, pusieron un sello y me dejaron pasar. Decidí ir primero a una dirección de San Francisco que me había dado aquella muchacha de Pekín. El autobús me dejó en una calle ancha, por la que circulaban tranvías. Era la calle California. Subí por aquella cuesta empinada y vi un edificio alto. Era el templo Old St. Mary. Bajo el letrero indicador de la iglesia, en caracteres chinos escritos a mano, alguien había añadido: «Ceremonia china para salvar a los fantasmas de la inquietud espiritual, de 7 a 20:30 horas». Me aprendí de memoria esta información, por si las autoridades me preguntaban dónde practicaba mi religión. Entonces vi otro letrero en la acera de enfrente. Estaba pintado en el exterior de un edificio bajo: «Ahorre hoy para mañana en el Banco de América». Y pensé que allí era donde los norteamericanos practicaban su religión. [7] ¡Ya ves que ni siquiera entonces era tan tonta! Hoy esa iglesia tiene el mismo tamaño, pero donde estaba aquel pequeño banco hay ahora un alto edificio de cincuenta pisos, donde tú y tu futuro marido trabajáis y miráis a los de abajo por encima del hombro.

Mi hija se rió cuando le dije esto. Su madre es capaz de hacer un buen chiste.

Así pues, seguí subiendo la cuesta. Vi dos pagadas, una a cada lado de la calle, como si fuesen la entrada a un gran templo budista. Pero cuando miré detalladamente, vi que la pagoda no era más que una construcción con varios tejados, sin muros ni nada debajo. Me sorprendió que intentaran dar a todo el aspecto de una antigua ciudad imperial o de la tumba de un emperador, pero si mirabas a cada lado de aquellas falsas pagadas, veías que las calles eran estrechas, oscuras y sucias, llenas de gente. Me pregunté por qué habían elegido lo peor de las ciudades chinas para el interior. ¿Por qué no habían construido jardines con estanques en vez de aquel hacinamiento? Cierto que aquí y allá había algo parecido a una célebre caverna antigua o una ópera china, pero el in terior era siempre pobre y de mal gusto.

De manera que cuando encontré la dirección que me había dado la muchacha de Pekín, sabía que no podía esperar gran cosa. Era un enorme edificio verde, muy ruidoso, con niños que subían y bajaban corriendo las escaleras exteriores y pululaban en los pasillos. En el número 402 encontré a una anciana, la cual me dijo sin preámbulos que había perdido el tiempo esperándome durante toda la semana. Anotó rápidamente varias direcciones y me las dio, manteniendo la mano extendida con la palma hacia arriba después de que yo cogiera el papel, por lo que le di un dólar. Ella lo miró y me dijo:

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[7] Confusión debida a las distintas acepciones de save, entre ellas «salvar y «ahorrar». (N. del T.)