Antes de que frene el tren, los pasajeros cogen sus pertenencias de los portaequipajes. Por un momento hay un peligroso chaparrón de pesadas maletas cargadas de regalos para los parientes, cajas medio rotas, atadas con kilómetros de cordel para evitar que caiga su contenido, bolsas de plástico repletas de madejas de lana y verduras, paquetes de setas deshidratadas y cámaras fotográficas. Entonces nos vemos en medio de un torrente de personas apresuradas que nos empujan, nos llevan con ellos, hasta que nos encontramos en una de las varias colas, quizás una docena, que esperan para pasar por la aduana. Me siento como si estuviera subiendo al autobús número 30 de Stockton, en San Francisco, y he de recordarme que estoy en China. Por alguna razón, la multitud no me molesta, me parece natural que haya tanta gente, y también yo empiezo a abrirme paso empujando.
Saco los formularios de declaración y mi pasaporte. «W00», dice en la primera línea, y debajo «June May», que nació en «California, EE.UU.», en 1951. Tal vez los aduaneros me preguntarán si soy la misma persona de la foto. En esta foto el cabello, que me llegaba a la barbilla, está recogido atrás y peinado con elegancia. Llevo pestañas postizas, tengo los ojos sombreados y los labios perfilados. El maquillaje me realza las mejillas. Pero no había previsto este calor en octubre. Ahora el pelo me cuelga lacio a causa de la humedad. No llevo maquillaje. En Hong Kong el rímel se licuó, formando círculos negruzcos, y el resto del maquillaje me producía la sensación de estar embadurnada con varias capas de grasa. Por eso hoy no llevo nada en la cara, ningún adorno salvo la pátina brillante de sudor en la frente y la nariz.
Sabía que, incluso sin maquillaje, no podría pasar por una china auténtica. Mido un metro sesenta y ocho y mi cabeza sobresale por encima de la muchedumbre, mis ojos sólo están a la altura de los de otros turistas. En cierta ocasión mi madre me dijo que debo mi altura al abuelo, originario del norte y tal vez con algo de sangre mongola.
– Eso es lo que tu abuela me contó una vez -dijo mi madre-, pero ahora es demasiado tarde para preguntarle. Todos están muertos, tus abuelos, tus tíos, sus esposas e hijos, todos murieron en la guerra, cuando cayó una bomba en nuestra casa. Tantas generaciones desaparecidas en un solo instante.
Dijo esto con tanta naturalidad que tuve la impresión de que había superado su pesadumbre mucho tiempo atrás. Entonces me intrigó que supiera con tanta certeza que todos habían muerto.
– Quizá salieron de la casa antes de que cayera la bomba -le sugerí.
– No -dijo mi madre-. Toda nuestra familia ha desaparecido. Sólo quedamos tú y yo.
– ¿Pero cómo lo sabes? Es posible que algunos se salvaran.
– No puede ser -replicó, ahora casi enojada. Entonces una expresión de perplejidad alisó su ceño fruncido, y empezó a hablar como si tratara de recordar dónde había extraviado algo-. Regresé a la casa, me quedé mirando el lugar donde se levantó. Ya no era una casa, por encima del suelo sólo había el espacio vacío, y bajo mis pies estaban sus cuatro pisos reducidos a ladrillos y madera quemados. A un lado, en el patio, había varios objetos arrojados allí por la explosión, nada valioso. Una cama que alguien usaba y que, en realidad, no era más que un armazón metálico torcido hacia arriba en un ángulo, y un libro, no sé de qué clase, porque todas sus páginas estaban carbonizadas. Vi una tetera intacta pero llena de cenizas, y entonces encontré mi muñeca, con las manos y las piernas rotas y el pelo chamuscado… De pequeña lloré por aquella muñeca, al veda solitaria en el escaparate de la tienda, y mi madre me la compró. Era una muñeca americana con el pelo amarillo, brazos y piernas que podían doblarse. Los ojos se movían arriba y abajo. Cuando me casé y abandoné la casa de mi familia, regalé la muñeca a mi sobrina más pequeña, porque era como yo y lloraba si aquella muñeca no estaba siempre a su lado. ¿Te das cuenta? Si ella estaba en la casa con aquella muñeca, sus padres y todos los demás también estaban allí, esperando juntos, porque así era nuestra familia.
La funcionaria de aduanas examina mis documentos, me echa un breve vistazo, con dos rápidos movimientos sella el visado y con un gesto adusto me invita a seguir adelante. En seguida mi padre y yo nos encontramos en una gran extensión llena de gente y maletas. Me siento perdida y mi padre es incapaz de tomar ninguna decisión.
– Perdone -le digo a un hombre que parece norteamericano-. ¿Sabe usted dónde puedo encontrar ahora un taxi?
El murmura algo, quizás en sueco u holandés.
– ¡Syau Yen! ¡Syau Yen! -oigo que grita a mis espaldas una voz aguda.
Una anciana tocada por un gorro de lana amarillo nos mira con un brazo alzado del que cuelga una bolsa de plástico rosa llena de envoltorios que parecen baratijas. Supongo que pretende vendernos algo, pero mi padre mira a esa mujercita menuda como un pájaro con los ojos entrecerrados. En seguida los abre y su rostro se ilumina con una sonrisa, como un chiquillo complacido.
– Aiyi! Aiyi!, ¡tía, tía! -exclama en tono afectuoso.
– ¡Syau Yen! -le arrulla mi tía abuela. Encuentro divertido que haya llamado a mi padre «pequeño ganso salvaje». Debe de ser el apodo que le pusieron de bebé, para ahuyentar a los espíritus que raptan a los niños.
Se cogen las manos, sin abrazarse, y permanecen así, diciéndose por turno:
– ¡Fíjate! ¡Qué viejo estás! ¡Cómo has envejecido! Ambos lloran abiertamente y ríen al mismo tiempo, mientras yo me muerdo el labio, procurando contener las lágrimas. Me da miedo experimentar su alegría, porque pienso en lo distinta que será mañana nuestra llegada a Shanghai, lo incómoda que me sentiré.
Ahora Aiyi sonríe alegremente y señala una foto Polaroid de mi padre, que tuvo el acierto de enviar fotografías cuando escribió anunciando nuestro viaje. «Mira qué lista soy», parece dar a entender mientras compara la foto con mi padre. El decía en su carta que la llamaría desde el hotel cuando llegáramos, por lo que es una sorpresa que hayan ido a recibirnos. Me pregunto si mis hermanas estarán en el aeropuerto.
Entonces me acuerdo de la cámara. Quería hacer una foto de mi padre y su tía en el momento de su encuentro. No es demasiado tarde.
– A ver, quietos un momento -les digo, alzando la Polaroid.
El flash destella y en seguida les ofrezco la instantánea. Aiyi y mi padre siguen juntos, cada uno sosteniendo un ángulo de la foto, contemplando cómo empiezan a formarse sus imágenes. Están casi reverentemente silenciosos. Aiyi sólo tiene cinco años más que mi padre, por lo que ronda los setenta y siete, pero parece ancianísima, encogida, una reliquia momificada. Su escaso cabello es de un blanco puro, los dientes estropeados, de color parduzco, y pienso en lo inverosímiles que son los relatos sobre mujeres chinas que parecen eternamente jóvenes.
Ahora Aiyi se dirige a mí en su tono arrullador.
– Jandale, qué grande eres ya.
Me mira de arriba abajo y luego inspecciona su bolsa de plástico rosa -sigo creyendo que contiene los regalos para nosotros- como si se preguntara qué podría darme, ahora que soy tan mayor. Y entonces cierra su mano en mi codo, como con una fuerte pinza, y me da la vuelta. Un hombre y una mujer cincuentones están estrechando la mano de mi padre, sonrientes, exclamando: «¡Ah! ¡Ah!». Son el hijo mayor de Aiyi y su esposa, y a su lado hay otras cuatro personas, más o menos de mi edad, y una niña de unos diez años. Las presentaciones son tan rápidas que sólo me entero de que uno de ellos es el nieto de Aiyi, con su esposa, y la otra es su nieta, acompañada de su marido. La pequeña es Lili, la biznieta de Aiyi.
Aiyi y mi padre hablan el dialecto mandarín de su infancia, pero el resto de la familia sólo habla el cantonés de su pueblo. Entiendo únicamente el mandarín, pero no sé hablarlo muy bien. Así, Aiyi y mi padre chismorrean a sus anchas en mandarín, intercambiando noticias sobre la gente de su antiguo pueblo, y sólo de vez en cuando hacen una pausa para hablamos a los demás, unas veces en cantonés y otras en inglés.