Cuando era una niña y vivía en China, mi abuela me contó que mi madre era un fantasma. Esto no significaba que mi madre hubiera muerto. En aquellos tiempos, un fantasma era cualquier cosa de la que se nos prohibía hablar. Supe, pues, que Popo quería que me olvidara expresamente de mi madre, y así es como llegué a no tener ningún recuerdo de ella. La vida que conocía se iniciaba en la gran casa de Ningpo, con sus fríos corredores y sus altas escaleras. Era la casa familiar de mis tíos, donde vivía con Popo y mi hermanito.
Pero a menudo oía relatos sobre un fantasma que intentaba llevarse a los niños, sobre todo a las chiquillas testarudas que eran desobedientes. Muchas veces Popo dijo a quien quisiera oírla que mi hermano y yo habíamos salido de las entrañas de una gansa estúpida, de dos huevos que nadie quiso y que ni siquiera eran bastante buenos para romperlos sobre unas gachas de arroz. Dijo tal cosa para que los fantasmas no nos arrebataran. Como ves, también para Popo éramos muy preciosos.
Siempre tuve miedo de Popo, y me asustó todavía más cuando cayó enferma. Sucedió en 1923, cuando yo tenía nueve años. Popo se había hinchado como una calabaza demasiado madura, tan llena que su carne se había ablandado y podrido y emitía mal olor. Me llamaba a su habitación, impregnada de aquel hedor terrible, y me contaba historias.
– An-mei -me decía, llamándome por el nombre que me daban en la escuela-. Escucha con mucha atención. -Y me contaba historias que yo no comprendía.
Una de ellas trataba de una muchacha codiciosa cuyo vientre se hinchaba más y más, y que se envenenó tras negarse a decir de quién era el niño que llevaba en su seno. Cuando los monjes le abrieron el cuerpo, dentro encontraron un gran melón blanco,
– Si eres codiciosa -me decía Popo-, lo que está en tu interior es lo que siempre te hace sentir hambrienta, insaciable, vacía.
En otra ocasión, Popo me habló de una muchacha que no quería escuchar a sus mayores. Un día esta criatura mala agitó la cabeza con tal vigor, al rechazar una sencilla petición de su tía, que una bolita blanca, casi insignificante le cayó de un oído y por allí le salieron los sesos, claros como caldo de pollo.
– Tus propios pensamientos están tan atareados nadando ahí dentro que echan afuera todo lo demás -me contó Popo.
Poco antes de ponerse tan enferma que ya no podía hablar, Popo me atrajo hacia ella y me habló de mi madre.
– Nunca pronuncies su nombre -me advirtió-. Decir su nombre es escupir en la tumba de tu padre.
Sólo conocí a mi padre por el gran retrato que colgaba en la sala principal. Era un hombre corpulento, de expresión severa, desdichado por estar tan quieto en la pared, Sus ojos inquietos me seguían por la casa, e incluso desde mi habitación, en el extremo del pasillo, podía ver los ojos vigilantes de mi padre. Según Popo, me vigilaba por si descubría en mí la menor falta de respeto, y por ello, a veces, cuando había tirado piedras a otros niños en la escuela, o había perdido un libro por descuido, pasaba rápidamente ante el n: trato de mi padre, con expresión de no saber nada, y me ocultaba en un rincón de mi cuarto donde él no pudiera verme me la cara.
La atmósfera de nuestra casa me parecía desdichada, pero mi hermanito no daba muestras de pensar lo mismo. Corría en bicicleta por el patio, persiguiendo a los pollos y a otros niños y riéndose de los que gritaban más. Cuando los tíos estaban ausentes, visitando a sus amigos en el pueblo, mi hermano entraba en la casa silenciosa y se ponía a saltar sobre los mejores sofás de plumas.
Pero incluso la felicidad de mi hermano se desvaneció. Un cálido día de verano, cuando Popo ya se encontraba muy enferma, estábamos fuera, mirando un cortejo fúnebre que pasaba ante nuestro patio. Cuando llegó a la puerta de nuestra casa, el pesado retrato enmarcado del muerto cayó de su peana y se estrelló contra el suelo polvoriento. Una anciana gritó y se desmayó. Mi hermano se echó a reír y mi tía le dio una bofetada.
Mi tía, que tenía muy mal genio con los niños, le dijo que carecía de shou, es decir, de respeto hacia los antepasados de la familia, como le ocurría a mi madre. Mi tía tenía una lengua como tijeras voraces que comen tejido de seda, y cuando mi hermano le dedicó una mirada torcida, ella le dijo que nuestra madre fue tan atolondrada que huyó al norte a toda prisa, sin llevarse los muebles que constituían la dote de su matrimonio con mi padre, sin coger sus diez pares de palillos de plata, sin presentar sus respetos ante la tumba de mi padre y de nuestros antepasados. Cuando mi hermano acusó a la tía de que nuestra madre huyó atemorizada por ella, la tía respondió a gritos que nuestra madre se casó con un hombre llamado Wu Tsing, el cual ya tenía una esposa, dos concubinas y varios hijos malos.
Y cuando mi hermano dijo a gritos que la tía era un pollo hablador decapitado, ella lo empujó contra la puerta del patio y le escupió a la cara.
– Me golpeas con palabras fuertes -le dijo la tía-, pero no eres nada. Eres el hijo de una madre con tan poco respeto que se ha convertido en una ni, una traidora a nuestros antepasados. Está tan por debajo de los demás que hasta el diablo tiene que bajar la vista para verla.
Fue entonces cuando empecé a comprender las historias que Popo me contaba, las lecciones que debía aprender de mi madre.
– Cuando alguien pierde su prestigio, An-mei -me decía Popo a menudo-, es como si el collar que lleva al cuello le cayera a un pozo. La única manera de recuperarlo es echarte de cabeza tras él.
Ahora podía imaginar a mi madre, una mujer atolondrada que reía y meneaba la cabeza, que introducía los palillos demasiadas veces en el cuenco para comer otro trozo de fruta dulce, dichosa al verse libre de Popo, de su desgraciado marido colgado de la pared y de sus dos hijos desobedientes. Me sentía desdichada porque esa mujer era mi madre, pero también porque nos había abandonado. Tales eran mis pensamientos mientras me ocultaba en el rincón de mi cuarto, donde mi padre no podía verme.
Estaba sentada en lo alto de la escalera cuando ella llegó. Supe que era mi madre aunque no la había visto jamás desde que tenía memoria. Se quedó de pie en el umbral, con el rostro oculto por la sombra. Era mucho más alta que mi tía, casi tanto como mi tío, y tenía un aspecto raro, como las señoras misioneras de nuestra escuela, insolentes y mandonas con sus zapatos de tacón muy alto, sus ropas extranjeras y el pelo corto.
Mi tía desvió en seguida la vista y no la llamó por su nombre ni le ofreció té. Una vieja criada salió corriendo, con expresión de disgusto. Procuré permanecer muy quieta, pero mi corazón era como una jaula de grillos que forcejearan para liberarse. Mi madre debió de oírlo, porque me miró, y cuando lo hizo vi mi propio rostro mirándome, con unos ojos muy abiertos que veían demasiado.
– Demasiado tarde, demasiado tarde -protestó mi tía en la habitación de Popo, mientras mi madre se acercaba a la cama. Pero sus palabras no la detuvieron.
– Ha vuelto, está aquí -murmuró mi madre a Popo-. Nuyer ha venido. Tu hija ha vuelto.
Popo tenía los ojos muy abiertos, pero ahora su mente corría en muchas direcciones distintas y no reposaba el tiempo suficiente para ver nada. De haber tenido claridad mental, habría alzado los dos brazos y echado a mi madre de la habitación.
Contemplé a mi madre, viendo por vez primera a aquella mujer bonita de piel blanca y rostro oval, no demasiado redondeado como el de mi tía ni anguloso como el de Popo. Vi que tenía el cuello largo y blanco, como la gansa de cuyo huevo nací, que parecía flotar, mecerse adelante y atrás como un fantasma, mientras humedecía paños fríos para aplicados al rostro hinchado de Popo. Miraba los ojos de la anciana y le susurraba suaves palabras de preocupación. Yo la observaba atentamente, pero era su voz lo que me confundía, un sonido familiar procedente de un sueño olvidado.