Aquella tarde, cuando regresé a mi habitación, la encontré allí, de pie, erguida, y al recordar que Popo me había dicho que no pronunciara su nombre, me quedé inmóvil y callada. Ella me cogió de la mano y me llevó al canapé. Se sentó a mi lado como si lo hubiéramos hecho todos los días.
Empezó a soltarme las trenzas y cepillarme el cabello con largos y amplios movimientos.
– ¿Has sido una buena hija, An-mei? -me preguntó, sonriente, con expresión confidencial.
Puse cara de no saber nada, pero por dentro temblaba.
Yo era la niña cuyo vientre contenía un melón incoloro.
– Sabes quién soy, An-mei -me dijo con una leve frialdad en su voz. Esta vez no la miré, por temor a que me lidiara la cabeza y los sesos me salieran por las orejas.
Dejó de cepillarme el cabello, y entonces noté que sus largos y suaves dedos me frotaban y buscaban algo bajo el mentón, hasta dar con la cicatriz en mi cuello. Me quedé muy quieta mientras ella la frotaba. Era como si aquel roce en mi piel me devolviera la memoria. Entonces dejó de acariciarme y se echó a llorar, llevándose las manos a su propio cuello. Lloró con un sonido quejumbroso, muy triste, y aquella voz me hizo recordar mi sueño.
Yo tenía cuatro años y el mentón me llegaba justo por encima de la mesa. Veía a mi hermano pequeño, entonces un bebé, en el regazo de Popo, llorando muy enfadado. Oía las voces que alababan la humeante y oscura sopa que estaba sobre la mesa, voces que murmuraban cariñosamente: «Ching! Ching!» (¡Come, por favor!).
Entonces dejaron de hablar. Mi tío se levantó de la silla y todos se volvieron hacia la puerta, donde estaba una mujer alta. Yo fui la única que habló.
– Mamá -grité, y me dispuse a saltar de la silla, pero mi tía me dio una bofetada y me obligó a sentarme de nuevo.
Ahora todos estaban de pie, gritando, y distinguí la voz de mi madre que también gritaba: «¡An-mei! ¡An-mei!». La voz aguda de Popo se impuso a las demás.
– ¿Quién es este fantasma? No es una viuda honrada, sino sólo una tercera concubina. Si te llevas a tu hija, se volverá como tú, una desprestigiada, incapaz de levantar nunca la cabeza.
A pesar de estas palabras, mi madre siguió llamándome a gritos. Ahora recuerdo su voz con toda claridad. ¡An-mei! ¡An-mei! Puedo ver el rostro de mi madre al otro lado de la mesa. Entre ella y yo se interponía la sopera, sobre su pesado soporte en forma de tubo de chimenea, meciéndose lentamente, adelante y atrás. Entonces uno de los gritos hizo que la oscura sopa hirviendo se derramara y cayera sobre mi cuello. Fue como si la ira de todos los reunidos se vertiera sobre mí.
Fue uno de esos dolores tan terribles que un niño pequeño no debería recordar jamás, pero sigue todavía en mi memoria de mi piel. Sólo lloré un poco, porque pronto mi carne empezó a arder por dentro y por fuera y me faltaba el aire para respirar.
No podía hablar a causa de aquella terrible sensación asfixiante. No podía ver debido a las lágrimas que derramaba para eliminar el dolor, pero oía el llanto de mi madre. Popo y mi tía gritaban. Y entonces el llanto de mi madre se extinguió. Más tarde, aquella noche, oí la voz de Popo.
– An-mei, escúchame atentamente. -Su voz tenía el mismo tono regañón que usaba cuando yo correteaba de un lado a otro del pasillo-. An-mei, te hemos hecho tus ropas y zapatos de moribunda. Son de algodón blanco.
Yo la escuchaba, asustada.
– An-mei -murmuró, ahora suavemente-. Tus ropas de moribunda son muy sencillas. No son lujosas porque todavía eres una niña. Si mueres, tu vida habrá sido corta y aún estarás en deuda con tu familia. Tu funeral será reducido, el tiempo que dedicaremos a llorarte será breve.
Y entonces Popo dijo algo que era peor que la quemazón en mi cuello.
– Incluso a tu madre se le han agotado las lágrimas y se ha ido. Si no te pones bien pronto, te olvidará.
Popo era muy lista. Regresé apresuradamente del otro mundo para encontrar a mi madre.
Cada noche lloraba tanto que no sólo me ardía el cuello sino también los ojos. Popo se sentaba junto a mi cama y me vertía agua fría en el cuello, con la semiesfera ahuecada de un pomelo grande. Me humedecía una y otra vez hasta que mi respiración se tranquilizaba y podía conciliar el sueño. Por la mañana, Popo utilizaba sus uñas afiladas como pinzas y retiraba las membranas muertas.
Dos años después mi cicatriz era pálida y brillante, y ya no me acordaba de mi madre. Así es como se cura una herida: empieza a cerrarse sobre sí misma, a proteger lo que duele tanto y, una vez cerrada, ya no ves qué hay debajo, eso que provocaba el dolor.
Adoraba a esa madre de mi sueño, pero la mujer que estaba junto a la cama de Popo no era la madre de mi recuerdo. No obstante, también llegué a amar a esa madre, no porque viniera a mí y me rogara que la perdonase, pues no hizo tal cosa. No tuvo necesidad de explicar que Popo la echó de casa cuando yo me estaba muriendo. Eso era algo que yo sabía. No tuvo que contarme que se casó con Wu Tsing para cambiar una infelicidad por otra. Eso también lo sabía.
He aquí cómo llegué a amar a mi madre, cómo vi en ella mi propia naturaleza verdadera, lo que había bajo mi piel, en el meollo de mis huesos.
Era noche cerrada cuando fui a la habitación de Popo. Mi tía dijo que a Popo le había llegado la hora de su muerte y que yo debía mostrar respeto. Me puse un vestido limpio y permanecí entre mi tía y mi tío al pie de la cama de Popo. Lloré un poco, no demasiado alto.
Veía a mi madre en el otro extremo de la habitación, serena y triste. Estaba haciendo sopa, vertiendo hierbas y medicinas en la olla humeante. Y entonces vi que se arremangaba y sacaba un cuchillo bien afilado, que aplicó a la parte más blanda de su brazo. Intenté cerrar los ojos, pero me fue imposible.
Mi madre cortó un trozo de carne de su brazo. Las lágrimas brotaron de sus ojos y la sangre se derramó en el suelo.
Mi madre cogió su carne y la echó en la sopa. Hacía un cocido mágico según la tradición antigua, tratando de curar a su madre por última vez. Abrió la boca de Popo, ya demasiado apretada por el intento de mantener su espíritu dentro. Le hizo tomar la sopa, pero aquella noche Popo huyó para siempre con su enfermedad.
Aunque yo era pequeña, comprendí el dolor de la carne y el valor del dolor.
Así es como una hija honra a su madre. Es un shou tan profundo que se alberga en la médula de tus huesos. El dolor de la carne no es nada. Debes olvidado, porque a veces ésa es la única manera de recordar lo que tienes en los huesos. Debes arrancarte la piel, y la de tu madre, y la de la suya, hasta que no quede nada, ni cicatriz ni piel ni carne.
LINDO JONG
Cierta vez sacrifiqué mi vida para cumplir la promesa que hice a mis padres. Esto no significa nada para ti, pues para ti las promesas no significan nada. Una hija puede prometerte que vendrá a comer, pero si le duele la cabeza, si se encuentra con un atasco de tráfico, si quiere ver una película favorita por televisión, su promesa finalmente se queda en nada.
Cuando no viniste me quedé mirando esta misma película. El soldado norteamericano le promete a la chica que volverá y se casarán. Ella llora con un sentimiento auténtico, y él le dice: «¡Te lo prometo! Mi promesa es tan buena como el oro, cariño mío». Entonces la empuja sobre la cama. Pero luego no regresa. Su oro es como el tuyo, es sólo de catorce quilates.
Para los chinos, el oro de catorce quilates no es oro de verdad. Toca mis brazaletes. Deben ser de veinticuatro quilates, oro puro por dentro y por fuera.
Es demasiado tarde para que cambies, pero te digo esto porque me preocupa tu bebé, me preocupa que algún día diga: «Gracias por el brazalete de oro, abuela. Nunca te olvidaré». Pero más adelante olvidará su promesa, olvidará que tuvo una abuela.