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– Hemos vivido muchas cosas desde entonces -dice Usnavys pestañeando. Levanta su vaso de vino blanco, meñique regordete alzado-. ¡Por nosotras!

– ¡Por nosotras! -replicamos al unísono.

Me acabo la cerveza, eructo haciendo que Becca Baca vuelva a arrugar la nariz, y le pido otra a la camarera. No recuerdo cuántas llevo. Supongo que es mala señal. Por lo menos no tengo que conducir. Sigo bebiendo una hora más mientras nos contamos historias.

– Míranos -balbuceo en español, convencida, como lo estoy cuando bebo, de que puedo hacer cualquier cosa, incluyendo hablar español sin apuñalar el idioma-. Qué bonitos somos.

– Bonitas -me corrige Rebecca. ¿Es eso una sonrisa triunfal?-. Es «Qué bonitas somos». Somos chicas.

– Lo que sea.

Rebecca se encoge de hombros, e interpreto en su gesto un: «Allá tú».

– Déjala -dice Elizabeth-. Lo hace lo mejor que puede.

– Al menos lo intentas -dice Usnavys con ojos llenos de piedad.

Pero es demasiado tarde. Me siento como una idiota. Y las palabras brotan.

– Mi vida es un desastre -digo-. Es verdad. Soy una estúpida. Becca Baca, ¿estás contenta? Soy una idiota. Tú eres perfecta, yo soy una mierda. Ya lo he dicho.

– No, no lo eres. Lauren, déjalo -dice Elizabeth-. Estás bien.

Sara pone su mano en el brazo de Elizabeth y asiente.

– Sí -dice-. Estás bien, Lauren. Corta ya.

Aunque juré no volver a estarlo, estoy borracha y no puedo evitarlo. Empiezo a dar demasiados detalles tristes de mi propia vida. Puedo sentir a Rebecca pensando que no hago bien en contar tanto. Me lanza esa mirada. Nadie se da cuenta y de nuevo me siento como una loca paranoica. Y patética. Pero no puedo evitarlo. Hay algo en mí -cerveza, sobre todo- que me hace hablar demasiado.

Lo cuento todo: que Ed el cabezón ha estado distante y evasivo, que sospecho que algo pasa, pero no estoy segura; que he intentado averiguarlo entrando en el contestador de su oficina que tiene la misma contraseña que su tarjeta del cajero, cuyo código recordaba porque una vez tuve que usarla para sacar dinero mientras él paraba un taxi. Les cuento que había un par de mensajes de una atractiva y jadeante voz, agradeciéndole la cena y la diversión. Les digo que no sé si merece la pena casarme con un tipo que no me gusta físicamente, que vive en Nueva York y gasta más dinero en una camisa hecha a medida que en mi último regalo de cumpleaños, un engreído texicano de San Antonio que lleva botas de cowboy con trajes de Armani y dice que se llama «Ed Ferry-mail-oh», en lugar de ser honrado y decir que su nombre es Eduardo Esteban Jaramillo, antiguo monaguillo en una polvorienta iglesia de adobe.

Les cuento que he intentado aumentar mi autoestima coqueteando peligrosamente con el ingenioso pero insustancial Jovan Childs en la redacción, que el otro día casi me robó un beso cuando me llevó a ver el partido de baloncesto de los Celtics, que estuvimos tan cerca que podía ver el empaste húmedo y amarillo de sus fundas dentales. Les digo que aunque he visto a Jovan en acción con otras mujeres -mide su valor por el número de féminas con las que sale al mismo tiempo- tengo la loca esperanza de curarle la fobia al compromiso, porque es el escritor más inteligente y hábil que he conocido, y cuando leo sus columnas mi corazón estalla en mil pedazos.

– Y odio el baloncesto, ¿de acuerdo? -digo.

Empiezo a llorar y miro fijamente al ahora grasiento mapa de Cuba. La Habana está empapada de aceite. Matanzas está cubierta con un trozo de carne de la ropa vieja que he tomado. Holgüín ha desaparecido bajo un frijol negro. Ninguna de las otras temerarias ha ensuciado tanto sus mantelitos. Claro que no. Miro mi suéter blanco, y, efectivamente, hay una mancha grasienta de salsa de tomate entre mis senos. Miro a las chicas y empiezo a hablar antes de comprender lo que estoy diciendo.

– Jovan puede escribir sobre una cancha de baloncesto y rompo a llorar convulsivamente: así es de bueno. Creo que lo amo, pero es un desastre para el amor. Es guapo pero, Dios, ¿cómo un escritor tan sensible puede ser un ser humano tan insensible? Es un mierda. Le odio.

Les hablo de mi creciente curiosidad por la peligrosa especie de tigre guapetón que merodea por este y otros vecindarios. Les digo que creo que los dominicanos son los hombres más atractivos del planeta. Les cuento mi sueño de salvar a uno de ellos, convertirlo en un profesional, pagarle la universidad o algo así.

– Al menos me gustaría tener uno, ¿sabéis a lo que me refiero? Sólo para ver lo que se siente.

Rebecca rompe su silencio, y sonriendo amablemente dice:

– Lauren, espero que no te moleste lo que te voy a decir. Te respeto mucho, pero tienes una vena realmente autodestructiva. Deberías cuidarte más. Tienes que dejar de sentirte atraída por esa clase de gánsteres que sólo pueden perjudicarte. No quiero tener que ir a identificar tu cuerpo al Hospital Municipal.

– Sólo porque sea negro americano no significa que Jovan sea un gánster -digo molesta-. Es escritor. Un escritor asombroso.

– Otra vez el tema racial -dice Liz-. Siempre estás con lo mismo.

– Eso es tan racista -le dice Amber a Rebecca-. Tendrías que analizar tus odios.

– Me refería a Ed -dice Rebecca con una tensa y diminuta sonrisa-. A Jovan ni siquiera lo conozco, aunque me gustan sus artículos. No soy racista.

– Y Ed no es un gánster -digo.

– Oh, por favor, doña «me-gustan-los-negros-pero-nunca-sal-dría-con-uno» -le dice Amber a Rebecca-. ¿Que no eres racista?

Y se ríe; me impresiona de nuevo el grave poder de su voz.

Rebecca la ignora, y arqueando una ceja perfectamente depilada inclina la cabeza como diciendo: «¿Estás segura?». Odio cuando hace eso.

– ¿Qué quieres decir? ¡No lo es! ¡Escribe los discursos del alcalde de Nueva York!

Algunas de las temerarias se ríen de semejante defensa.

– Ah, Ed está bien -dice Sara encogiendo los hombros-. Se portó de maravilla cuando fuimos a esquiar. Un verdadero caballero. Aférrate a él, cariño.

– Eh, por favor, ¿y tú cómo lo sabes? -bromea Elizabeth-. Oí decir que te pasaste el día deslizándote por las pendientes sobre tu culito.

– Ten cuidado, mi'ja -Usnavys bromea con Elizabeth-. Estás a punto de actuar de forma poco cristiana. No dejes que nadie, nadie, te pille.

Elizabeth pestañea despacio, molesta.

– Los cristianos también tienen derecho a divertirse.

– Es verdad -digo refiriéndome a lo del esquí de Sara-. Es una pésima esquiadora. Fui testigo. Fue realmente penoso.

– Por favor -dice Amber-. Es un falso indio. No os fiéis de los fabos indios.

– ¿Quién es un falso indio? -pregunta Usnavys.

– Ed -dice Amber.

– ¿Qué demonios es un «falso indio»? -pregunta Rebecca.

– Alguien como tú -dice Amber-, que niega sus maravillosas raíces oscuras.

– Otra vez no.

Rebecca pone los ojos en blanco. Se cruza de brazos.

– A mí me parece que Ed tiene… sus virtudes -susurra Usnavys, pero su expresión la delata.

Traga su mentira con un sorbo de vino y aparta la mirada.

– Di una -exige Elizabeth, sonriente, golpeando la mesa con la palma de la mano.

– ¡Ay, bendito sea! -protesta Usnavys, mirando a Elizabeth con fingida sorpresa y una mano en el pecho-. Por Dios, ¿qué clase de cristiana da esos golpes en la mesa?

– Hablo en serio -dice Elizabeth ignorando a Usnavys-. Decidme una buena cualidad de Ed. Sólo una. Es lo único que pido.