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Levanta los hombros hasta las orejas y extiende las manos como si esperara un regalo que sabe que no llegará.

Silencio. Sonrisas divertidas alrededor.

Risa. «Sois unas zorras demasiado sinceras.»

– ¿Ves? -pregunta Elizabeth. Relaja los hombros y se sacude las palmas de las manos. Me mira y me señala con un dedo muy largo-: Puedes conseguir algo mejor. Y debes hacerlo.

– ¡Callad, chicas! -grito-. Me voy a casar con él. ¿Os acordáis? ¡Mirad este anillo! No está mal, ¿no?

Amber pone los ojos en blanco. Elizabeth se muerde el labio para ahogar una risa. Rebecca mira el reloj. Sara oculta con la mano derecha su fantástico anillo de compromiso/boda y levanta las cejas con una sonrisa deliberadamente caritativa. Usnavys traga, sonríe y dice:

– Sí, seguro.

Pero se encoge de hombros.

– Es bisutería -digo.

Pongo el anillo bocabajo y lo tapo con una mano. Rebecca deja de mirar el reloj y aprieta los labios.

– Está bastante bien -media Sara, ocultando su mano con el anillo bajo la mesa-. Un anillo es un anillo.

– Ni siquiera me ha regalado un buen anillo -digo. Lo destapo y examino de nuevo la piedra-. Es posible que ni siquiera sea un verdadero diamante. Será un zirconio.

– Nena, es un anillo -dice Usnavys, exhibe su dedo anular desnudo y lo señala con la otra mano-. Eso es lo importante.

– Los anillos son símbolos de propiedad -dice Amber comiéndose las uñas, cortas y negras, y escupiendo trocitos al suelo-. ¿Por qué desear algo así?

– Ay, ¡por favor! -dice Rebecca toqueteando su carísimo repertorio de anillos-. No todo el mundo aspira a celebrar descalzo una boda maya a la que no invitar a los amigos.

Amber le lanza una mirada de odio:

– Azteca.

– Tiene el doctorado en Políticas por Columbia -digo-. Algún día presentará su candidatura. ¡Besa a los bebés! Da la mano. Conquistó a mi inconquistable abuela. ¡Es increíble!

A pesar de cubrirse la boca con la mano derecha y de su mirada comprensiva, Sara termina riéndose:

– Lo siento -dice-. Es tan gracioso…

– Hace mucho tiempo que los gánsteres administran Nueva York -dice Amber con una expresión triste en la mirada.

Saca un cuaderno de su bolsillo y empieza a garabatear.

– Odio que hagas eso -le digo-. Estamos intentando hablar y tú empiezas a escribir.

Amber me ignora.

– Es una artista -explica Usnavys-. Crea siempre que la musa le muerde su flaco culito.

– No creo que Nueva York pudiera funcionar de otra manera -añade Sara, colocándose una mano sobre la tripa-. Roberto tiene muchos amigos en Nueva York, y la mafia todavía lo controla todo, incluso ahora. Los muelles y demás, hasta los puentes. Es una isla: si controlas los puentes, controlas la ciudad.

– Sólo digo que tengas cuidado, Lauren -concluye Rebecca.

Sonríe presuntuosamente mientras coloca su esquelética mano sobre la mía. Su manicura es mejor. Hasta ahora lucía orgullosa mi manicura. Ahora me doy cuenta de que es vulgar; los bordes demasiado cuadrados y el color inapropiado. Rebecca produce este efecto en mí.

– Tienes todo a tu favor. Si dedicaras a tu vida personal la mitad de la energía que dedicas a tu escritura, estarías en forma.

– Secundo la moción -dice Elizabeth.

– Creía que me queríais -digo. El local gira como… como, pues como Brad-: Creía que erais mis amigas.

– Si no lo fuéramos, te diríamos que te casaras con ese tipo -dice Amber, resurgiendo de su limbo creativo con una mirada de sacerdotisa azteca sin pizca de humor. Feroz-. A veces necesitas que te guíen, porque sola te pierdes.

Usnavys ve el dolor en mi mirada, el aterrorizado dolor de quien ve su imagen reflejada en un espejo cuando peor aspecto tiene, y cambia de conversación.

– Eh -dice-. Tengo algo para vosotras.

Rebusca en los bolsillos de su abrigo de piel y saca cinco cajitas envueltas en papel de elegante diseño.

– ¿Qué es esto? -pregunta Sara, echándose hacia delante.

– Unas cositas -dice Usnavys distribuyéndolas, una para cada una.

Cojo una cajita y empiezo a agitarla. No sé por qué, pero tengo ganas de llorar.

– ¿A qué esperáis, sucias? -dice Usnavys, agitando la mano para simular desprecio-. ¡Abridlas ya!

Empezamos a desenvolver los regalos y descubrimos las caji- tas azul claro de Tiffany. Dentro hay un resplandeciente colgante en forma de corazón, de oro, con nuestras iniciales grabadas delante, y una sola palabra en la parte de atrás: «Temerarias». No tienen el precio puesto; no se devolverán. Estará pagándolos durante meses. Esta pequenez debe de haber costado diez veces más que el mejor regalo que me haya hecho Ed. Me empiezan a temblar las piernas, luego el torso, las manos y finalmente la cara, entonces rompo a llorar.

– Ay, Dios mío -dice Usnavys poniendo los ojos en blanco-. ¡Qué llorona!

Pero se levanta, se aproxima y me abraza.

– Mujer, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? Cuéntaselo a las temerarias. Estamos aquí para eso.

Miro alrededor de la mesa a estas personas, a estas increíbles, amorosas y generosas personas, y pienso en Ed, en Jovan, en todos los hombres a los que he cometido el error de dejar entrar en mi corazón, en lo vacía que cada uno de ellos me ha hecho sentir. Papi. Agito la cabeza y empiezo a sollozar.

– Es simplemente… -empiezo y me callo. Miro a Rebecca, y hasta ella me parece simpática-. Es tan bonito, tan amable. Es increíblemente increíble. Y es tan sólo…

Dentro de mi cabeza oigo cómo arrastro palabras ebrias, como si estuviera en otro sitio viendo cómo todo se derrumba. Una parte de mí se avergüenza, la otra no puede dejar de hablar, como de costumbre.

– Sólo una cosa: ¿por qué no hay ni un solo hombre en el mundo capaz de comprometerse como nosotras?.

Admiro a esas mujeres que compran los regalos de Navidad en julio y los guardan en cajas de Tupperware debajo de la cama, junto al papel de envolver (comprado cuando estaba rebajado el año pasado) y el celo. Mi amiga Rebecca es una de ellas. Ojalá tuviera esa capacidad organizativa. A juzgar por los enjambres de personas con las que batallé en el centro este fin de semana, supongo que la mayoría sois como yo: lo dejáis todo para más tarde. Sólo quedan trece días de compras. ¿Has encontrado lo que buscabas? Yo no. Pero ya he contado demasiado sobre mi vida amorosa. Hablemos de regalos.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Capítulo 2. REBECCA

Mi agenda:

5.15 h: Pomelo, dos vasos de agua, y una taza de café, negro.

5.40 h: Leotardos y mallas rojas de Dance France, calcetines rojos y zapatillas de deporte nuevas marca Ryka, parka North Face, guantes y bufanda. Salir de mi apartamento en la avenida Commonwealth y cruzar Copley Square para ir a la clase de steps de las seis en el gimnasio.

5.55 h: Reivindico mi sitio en primera fila. Saludo a las asiduas. Me intereso por sus trabajos y familias. Cuando preguntan por Brad, digo que todo va bien.

6.50 h: Recojo mi ropa del tinte. Echo la tarjeta religiosa de felicitación de cumpleaños en español para mamá en el buzón.

7.00 h: Comprar flores para el jarrón grande del comedor, tulipanes rojo oscuro a juego con el empapelado.

De camino a casa, admiro la decoración navideña de las tiendas, las guirnaldas con lazos rojos y verdes a cuadros y luces blancas intermitentes. Saco mi Palm Pilot y apunto una nota digital para acordarme de comprar un regalo a mi «pequeña», la niña que apadrino a través de la Asociación de Hermanas Mayores. Regalito para Shanequa, quizá una cámara digital.

Shanequa Ulibarri tiene trece años, nació en Costa Rica, y ahora pertenece a una pandilla de Dorchester. Quiere tener pronto un bebé para que alguien la quiera. «Su hombre» es un individuo de veintiocho años que, según ella, quiere hacerle un hijo. Le regalé uno de esos bebés de juguete, de los que lloran a intervalos regulares si no los alimentas, les cambias el pañal y los quieres. Le dije que si lograba hacerlo bien todo un fin de semana, le daría mi bendición para tener un niño. Estuvo de acuerdo, pero a la semana siguiente me confesó que había perdido el bebé en una fiesta.