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– Oh, por favor -dice Tracy, poniendo en blanco sus ojos inyectados en sangre-. Las chicas de hoy tienen sus primeras relaciones en quinto, Rebecca. Les viene el periodo con nueve años. No vamos a corromper a nadie. ¿Has oído la radio últimamente?

Sonrío. Tracy es a quien más respeto, porque tiene las agallas de decir lo que piensa. En esta organización necesito personas así, porque sé que no siempre tengo las mejores ideas.

– Probablemente -le digo a Tracy, pensando en Shanequa, que me dijo que tenía relaciones desde hacía cuatro años-. Pero no quiero ser parte del problema.

– Bien -dice Tracy-. Respeto eso. Pero sabes con lo que competimos. Sería absurdo ir de mojigata en este mercado. Sobre todo en San Valentín.

La mirada de Carmen se ilumina con admiración y asombro.

Tracy tiene razón, claro.

– De acuerdo -digo-. ¿Por qué no lo intentamos con algo menos sexual, que celebre el amor en general, pero que, sin embargo, resulte sexy? ¿De acuerdo?

Tracy se encoge de hombros, Carmen asiente.

– ¿Alguien tiene alguna otra sugerencia? -pregunto.

– Hombres desnudos -dice Tracy inexpresiva-. Hombres en tanga.

– Oooh -replica Erik, con una nueva muestra de amaneramiento-. Eso me gusta.

Todos nos reímos.

– ¿Alguna sugerencia seria? -pregunto.

– Podríamos hacer algo sexy, pero no explícito -sugiere Carmen con voz temblorosa-. Hacer saber a la gente que no tienen que quitárselo todo para llamar la atención en San Valentín.

– Eso está bien -digo apuntando con mi pluma en su dirección-. Me gusta.

– Nooo -bromea Tracy-. Quítenselo todo. Consigamos que los hombres se lo quiten todo, por una vez.

– ¿Qué tal -digo ignorando ahora a Tracy- si lo hacemos entero en rojo y rosa? Carmen, ¿por qué no hablas con los mejores diseñadores hispanos de Nueva York, L. A. y Miami, y les pides diseños basados en el rojo y el rosa para diferentes citas de San Valentín, desde una pareja que lleva treinta años casada, hasta una pareja de secundaria? Y si quieres puedes usar las modelos Ford para algunas fotos. Pero me gustaría ver también a personas normales. Atractivas, pero reales. Tal vez contactando agencias de actores encuentres gente más mayor, y mayor variedad.

– Muy buena idea, Rebecca -dice Lucy, que siempre me halaga.

– ¿Qué opinas, Carmen? -le pregunto.

– Me gusta -dice-. Suena bien. Siento la otra propuesta. Era una estupidez. Aún estoy adaptándome.

– Por favor, no te excuses -le digo-. Era una buena idea. Te contratamos porque nos gusta cómo piensas. Ésta es todavía tu idea, pero con un toque Ella.

Carmen se relaja y sonríe.

– Todavía me gusta la idea del hombre desnudo -dice Erik.

– Estoy segura -dice Tracy ahogando una carcajada.

Compruebo el reloj.

– Se está haciendo tarde -digo-. ¿Algo más antes de irnos?

Erik levanta la mano con confianza. Juraría que lleva brillo en las uñas. Contengo una risita. Tiene una cara de arrogante que no soporto. Soy mala, lo sé. Es un editor maravilloso, responsable, siempre resolutivo antes de la fecha límite. Pero es una diva. Tengo la sensación de que si pudiera, se haría cargo de la revista y me echaría. Siempre ocupaba la cabecera en la mesa de reuniones, hasta que le pedí expresamente que no lo hiciera. Le señalo.

– ¿Sí?

Cruza las manos remilgadamente e inclina la cabeza hacia un lado con sonrisa de niña.

– Rebecca -dice, enfatizando la «a»-. He visto que apareces en el último número de la revista Forbes como una de las empresarias jóvenes más prometedoras de los próximos diez años. Quería felicitarte -hace una pausa para dar más énfasis, frunce los labios, y todos aplauden-. También me preguntaba si podemos mencionarlo en la revista, con una foto tuya.

Me río y sacudo la cabeza como si la cosa no fuera para tanto.

– Gracias, Erik. Muy bonito. Pero no. No voy a aceptar la culpa de este desastre yo sola.

– ¿La culpa? -pregunta.

– Es una cagada de todo el equipo -bromeo.

Recojo mis papeles de la mesa en señal de que la reunión ha terminado. La arrogancia ha arruinado muchos buenos negocios.

Cuando vuelvo a mi oficina, mi ayudante me entrega una pesada taza de cerámica italiana, con una infusión sin azúcar con extracto de echinacea. Me recuerda que tengo una comida de negocios con el director de publicidad y el representante de una de las mayores empresas de cosmética. Ya han acordado un contrato a largo plazo, y quieren mi aprobación antes de firmarlo. He estudiado todos los detalles con el abogado y doy mi conformidad.

En mi mesa, bebo el té a sorbos y examino las pruebas del próximo número. He leído que esta mezcla de té ayuda a fortalecer el sistema inmunológico, y me lo creo. Hace más de un año que no enfermo, desde que empecé a tomarlo. Ayuda también el hecho de que he dejado de tomar carne, productos lácteos, azúcar, cafeína y grasa.

Al cabo de un rato, hago una pausa y miro por la ventana. El sol está saliendo a través de las nubes, derritiendo la nieve de los tejados. Resbala por mi ventana en gotas sensuales y juguetonas. Miro la foto de nuestra boda en la estantería. Nos casamos en Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Albuquerque, una humilde, pero sólida, iglesia de adobe en la parte más antigua de la ciudad, donde mi familia ha buscado guía espiritual durante más de tres generaciones. Por mi parte estaban todos: mis padres, mis hermanos y hermanas, mis tías y tíos, mis abuelos, todos mis primos y sobrinas y sobrinos, la familia de Truchas y Chimayó. Por parte de Brad había poca gente: su hermana, la directora de cine, que se ha convertido en una buena amiga, y tres de sus amigos del colegio.

Ni rastro de sus padres.

Me dijo que tenían obligaciones previas que no pudieron cambiar. No me dijo la verdad hasta que estuvimos casados: no contaba con la aprobación de sus padres, porque creían erróneamente que yo era inmigrante. No tienes ni idea de cuánto me dolió aquello. Mi familia lleva en este país desde antes de que la familia de Brad llegara a la isla de Ellis. ¡Pero tienen el valor de llamarme inmigrante! Es precisamente ese tipo de prejuicio con el que quiero acabar con mis obras de caridad, conseguir que mi nombre suene como una nueva filántropa, junto al de los Rockefeller y al de los Pugh.

Parecemos felices en esa foto. La cojo entre mis manos. Es más ligera de lo que recordaba. Intento evocar la felicidad de la novia, pero ella ya no existe. No recuerdo cómo se sentía. En la foto, Brad sonríe. Raramente lo hace. Recuerdo que me dijo que le encantaron la iglesia, mi familia y la forma en que adornamos todos los coches con flores de papel para la procesión de recién casados por el casco antiguo. Le gustó mucho el posole, y las enchiladas y el pastel de la boda, elaborado por un gran chef de Santa Fe. Lo dijo. Y yo le creí, ¿o no? Tuvimos una maravillosa y apasionada luna de miel en Bali.

¿Qué pasó? ¿Qué fue de aquel hombre?

Cierro la puerta de mi oficina y llamo a casa. Brad no contesta, supongo que todavía está durmiendo y marco de nuevo. Últimamente duerme a todas horas. Es uno de los síntomas de la depresión, lo sé. Esta vez contesta.

– Soy yo -digo.

– Ah, hola. -Suena defraudado. Frío.

– Quería recordarte que estuvieras en casa cuando Consuelo vaya hoy. La última vez se te olvidó.

– ¿Es todo?

No lo es, pero no sé cómo plantear estas cosas.

– Sí -le contesto.

– De acuerdo.

Colgamos y se me parte el corazón. Siento como si tuviera la piel demasiado fina. Me estremezco aunque la temperatura en la oficina siempre esté a veinticuatro grados.

Espero cinco minutos, mirando fijamente las correcciones en tinta roja que he hecho en las pruebas e intento controlar los malos presentimientos que me suben al pecho. No quiero que mi corazón se desboque, no quiero esta subida de adrenalina. Respiro profundamente. Marco otra vez el número de casa.