Выбрать главу

Juan me cubre de besos. Siempre quise casarme en Puerto Rico, y lo he hecho, como quise hacerlo en la iglesia del viejo San Juan, y lo he conseguido. No puedo creer que haya podido subir los escalones de la catedral con estos zapatos sin tropezar con la cola.

Todas las temerarias, menos Rebecca, han sido mis damas de honor. (Tuvo que trabajar hasta el último minuto y acaba de llegar.) Sé que no se deben tener tantas. Pero a veces una mujer tiene que romper con la tradición. Fue difícil escoger el color de sus vestidos ¿Qué color puede combinar con tantos tonos de piel y pelo? Me decidí por el melocotón.

Compré mi vestido en París, mi'ja. No soy una de esas mujeres que hace cola toda la noche a la puerta de Filene's para comprar un traje de novia de rebajas. Lo mío es París. No obligué a Juan a que me acompañara; fue él quien me pidió ir. Pero ¿crees que me permitió pagarle el viaje? No. Le dije que ya no importaba, porque lo que era mío iba a ser suyo pronto.

– Y lo mío será tuyo -dijo en plan cursi.

Me tuve que reír. No quise herir sus sentimientos, pero no creo que cambien mi vida los veintitrés míseros dólares de su cuenta corriente.

Se me echa encima, caliente y excitado.

– Quita, hombre -le digo, dándole una palmada en la muñeca-. ¿No puedes esperar?

– No, no puedo. Te deseo.

– Por Dios -digo mirándole fijamente-. Tranquilo, chaval.

Se ríe y me mordisquea el labio inferior. Le devuelvo el mordisco. Le amo locamente.

Después del discurso que me soltó en casa el año pasado, no sé exactamente qué es lo que pasó, pero sé que algo cambió. Lo de Sara me afectó. Ay, no, mi'ja. Tuve que darme cuenta de que no se trata sólo de dinero. Los hombres ricos también te dejan, sabes. Los ricos también vienen con un equipo completo de problemas debajo del brazo. O, lo que es peor, los ricos vienen con los mismos problemas que los pobres, pero nosotras actuamos como si fueran diferentes. Palomas blancas y palomas comunes.

El chofer espera a que todos los invitados estén dentro de los coches, y vamos como una serpiente gigante, haciendo sonar el claxon, hasta la playa, donde he reservado mi granito de arena.

Las blancas carpas se mueven con la brisa, rodeadas de exuberantes palmeras verdes. Mientras caminamos desde el aparcamiento hasta la arena, aumenta el ruido de las congas. No puedo creer que La India, mi cantante favorita, estuviera disponible, y que Rebecca, sintiéndose culpable por no poder estar en la ceremonia, le pagara para que actuara en mi banquete. Desde que sale con ese tipo suyo, se ha vuelto muy generosa. Tengo que agradecérselo luego.

Entramos en las carpas desmontables, y voy de un lado a otro asegurándome de que todos encuentran su asiento. Me detengo en una mesa, sin hablar. Mi madre y mi padre se sientan juntos, aunque ése no era el plan, y hablan de los viejos tiempos.

Ay, mi'ja. Así es como hemos llegado hasta aquí. Encontré el número de teléfono de mi padre en internet, le llamé y le dije cómo me sentía por todo lo que nos hizo, y después lo perdoné. Fue liberador. Me dijo que estaba borracho cuando nos abandonó, y que había encontrado a Dios y que ya no bebía, pero que estaba demasiado avergonzado para buscarme. No sé si creerme esa parte o no, pero me sentí muy bien después de soltarlo todo, perdonarle y dejar de castigar a Juan por todo lo que ese hombre nos había hecho a mí y a mi madre.

Mi padre vino a mi boda.

Ahora sólo tengo que decirle a Lauren que aprenda de él y deje de tontear con la bebida, antes de que le cause verdaderos problemas. No cree que tenga un problema, y yo no podría decir que lo tiene. Pero todas hemos hablado de ello, y hemos decidido intervenir de alguna forma. Ella es una sucia. Y no quiero que ninguna de nosotras vuelva a sufrir.

Nos sentamos todos en nuestras respectivas mesas, Juan y yo en la que está sobre una pequeña plataforma cubierta. Uno por uno, nuestros amigos se ponen de pie y brindan. Sé que es romper la tradición, pero cuando todos terminan, me pongo de pie y hago mi propio brindis por las temerarias.

– Sólo sé que esta boda no se habría celebrado sin vosotras -digo-. Habéis puesto mucho dinero. Y quiero daros las gracias.

¡Entre todas me dieron veinte mil dólares! En Estados Unidos habría costado el doble. Ya sé, ya sé, Puerto Rico es parte de Estados Unidos, no soy tonta. Pero si eres puertorriqueña, profundamente puertorriqueña, te refieres a Puerto Rico como país, porque lo sientes así. Lauren, con todos sus sermones, no lo entiende.

– Sois una pandilla de sucias ricachonas, ¿lo sabéis? -bromeo.

– Eh, yo no soy rica -dice Sara sonriendo-. Todavía.

Todos se ríen.

– ¡Y ahora, todos a comer! -grito.

Ataco. Caviar, langosta y pastelitos de hojaldre. También hay comida tradicional puertorriqueña. Ya me conocéis, pero por lo menos conseguí que la sirvieran unos tipos con grandes gorros blancos, en platos de porcelana. No puedo dar una fiesta sin mi arroz y mis frijoles.

Después de la cena, Juan y yo cortamos la tarta. Me la da en la boca, y yo se la doy a él. Los flashes brillan. ¡Sonríe! Bebemos champán. Y entonces, sorprendentemente, mi padre se acerca a la mesa.

– Es costumbre -dice con la cabeza agachada como un perrito-, bailar el primer baile con el padre.

Mis ojos se inundan de lágrimas cuando tomo su mano y bailamos. Su cuello todavía huele a madera.

– Papá -le digo-, te he echado mucho de menos.

– Perdóname -dice mi padre-. Por todo. Te has convertido en una gran mujer. Estoy orgulloso de ser tu padre.

Miro a Juan cuando pasamos cerca de él, y tiene los ojos húmedos. Sonríe y murmura:

– Te quiero.

Siento la tranquilidad de saber que Juan nunca me abandonará. No importa si acabamos viviendo en mi reformada casa victoriana de Mission Hill durante el resto de nuestras vidas. Le quiero. Es lo único que importa. Por favor, si todas esas estrellas de cine pueden casarse con humildes técnicos, o lo que sea, entonces yo puedo casarme con este maravilloso hombre que llevo adorando diez largos años. Eso es. Diez años. Ah, tenía corazón, mi'ja, todo este tiempo. Tenía corazón. Sólo que estaba hecho añicos.

Me han oído bien. A este hombre, con perilla y esmoquin arrugado, capaz de arreglar cualquier cosa en la casa, cegato, necio y de buen corazón, le he amado durante diez largos, estúpidos y locos años.

Y ahora me he lanzado y lo he hecho.

Ahora tengo que amarlo hasta que me muera.

No conseguí coger el ramo. Pero es por culpa de Usnavys. Esa ama de casa puertorriqueña lo lanzó como una niña.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Capítulo 22. LAUREN

En honor de su recientemente anunciado compromiso con el millonario del software André Cartier, y por esta vez, dejamos a Rebecca escoger el restaurante para la reunión de las temerarias. Muy en su línea, escoge Mistral, en el South End, cerca de la increíble casona que Sara ha hecho aún más increíble, decorándola con un estilo que denomina «Yanqui chic». Es lo suficientemente Victoriano para nuestra Señorita Estirada, pero muy simpático. No sé describirlo, ya sabéis que soy un desastre, pero es algo fantástico: arte moderno, alfombras persas y olor a limpio.

Llego pronto, como siempre, porque si llegas tarde, pierdes la historia. Llega tarde y te arriesgas a que algún blanco… bueno, creo que esto ya os lo he contado. Muchas cosas han cambiado en estos últimos seis meses. Pero ésa no es una de ellas, desgraciadamente.

Precisamente esta mañana, uno de los redactores vino a mi oficina para hablarme de las manifestaciones contra el Boston Herald, por culpa de un periodista tan ignorante que escribió que deberíamos detener el flujo migratorio de puertorriqueños a este país. Por si no te acuerdas, los puertorriqueños son ciudadanos americanos desde 1918, y Puerto Rico es territorio americano, para bien o para mal. Supongo que también he hablado de eso un par de veces antes. Perdón.