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– Vosotras esperad, pronto haréis cola para pedirme un autógrafo.

No se ríe cuando lo dice, porque desde que ha descubierto «el movimiento Mexica» ha perdido totalmente el sentido del humor. El movimiento, para quien no lo sepa, consiste en un grupo de mexicanos y mexicoamericanos que insisten en llamarse «americanos nativos», concretamente aztecas, en lugar de hispanos o latinos. Sara se ríe y habla, gesticulando con las manos para subrayar lo que dice. Sigue hablando, alto como siempre, cuando llegan a la mesa en busca de abrazos gritando nuestra consigna: ¡Sucia! No podrían ser más distintas si lo intentaran. Casi me da la risa.

Sara Behar-Asís viste como Martha Stewart, su ídolo. Así viste siempre. Uno pensaría que le gusta andar por su enorme casa en sudadera o similar, pero te juro que no es nadie si no va conjuntada. Se vuelve catatónica o algo parecido. Incluso en la universidad vivía pendiente de ello, y su familia -antiguos barones del ron cubano- le pasaba una cantidad superior al sueldo anual de profesor de mi papá para comprarse ropa. Yo alucinaba. Siempre heredaba encantada sus prendas usadas, y todavía me regala de vez en cuando algún jersey de cachemir.

Esta noche va perfectamente arreglada, por supuesto, conjuntada hasta en el colorete rosa de las mejillas, aunque seguro que piensa que va informal. Toques de corrector ocultan un par de arañazos bajo un ojo. Desastrosa, dice cuando Rebecca le pregunta por la última aventura de sus hijos con los palos de golf infantiles. Parece la perfecta, cuidadosamente informal y colosalmente patosa, mamá urbana. Lleva pantalones anchos de lana beige, un suéter de cuello vuelto blanco, y encima un suéter amarillo pálido, de un color que ella no dudaría en describir como «lavado al limón». No puedo asegurarlo, pero creo ver una mancha roja en la piel que asoma del cuello del suéter, el último recuerdo del nefasto viaje de esquí a New Hampshire con nuestros hombres. Mientras Roberto y Ed se tiraban por las pistas negras, riéndose y dándose palmadas en la espalda como hacen ese tipo de hombres, yo bajaba acobardada por las pistas azules mirando a través de las gafas de buzo cómo la ambiciosa de Sara, enfundada en un traje rosa pálido, sobrevolaba unos arbustos y se estrellaba contra unos pinos helados como si fuera un trapo mojado. Hubo incluso un momento en que se abrió paso a través de un grupo de cinco familiares, y embistió al más pequeño dejando atrás un coro de gritos paternales. No está, digamos, hecha para vivir al aire libre. Después de bajar media montaña patinando sobre su cara, de que sus esquís se separaran en el aire como dos antenas viejas de televisión, la recogí y fuimos al refugio a tomar un chocolate caliente y a ver una competición de aeróbic en ESPN durante el resto de la tarde. Esta noche lleva elegantes botas de senderismo que jamás han visto un sendero y, con suerte, no lo verán -igual que su todoterreno no saldrá de la carretera a menos que otro lo conduzca-, y una chaqueta de cuero negra. Su pelo rubio natural con mechas se parece al de Martha. El mismo color, corte y estilo. Es blanca, un detalle que seguro habría sorprendido a mis editores, pero no a cualquiera de Latinoamérica o Miami, donde los cubanos blancos aún desbancan a otro tipo de personas en sus organigramas sociales.

A pesar de su falta de gracia, es difícil no envidiar a Sara. Se casó con Roberto, su novio de la escuela secundaria, un abogado cubano, educado, alto, blanco y judío, de Miami, cuyos padres conocen a los suyos desde que vivían en la isla, y tiene dos hijos preciosos que acaban de empezar la guardería en el colegio más caro de la zona. Básicamente lo tiene todo. Un gran tipo, una gran casa, una gran familia, mellizos, un gran coche, un pelo maravilloso. No necesita trabajar para vivir. Los viajes de esquí le salen gratis, no como a mí. Ed gana mucho más que yo, pero ¿paga algo? No. A medias, dice guiñando un ojo. Es la única forma de saber que nuestro amor es verdadero, dice. A Roberto le daría un ataque al corazón si Sara quisiera pagar algo sola. Siempre le compra regalos. Y sólo porque la ama. Lleva con ella desde que iban a la escuela y todavía hace cosas así. Un Range Rover con un gran lazo blanco encima, porque la ama. Una muñequera de tenis de diamantes oculta en el fondo de una caja de bombones kosher, porque la ama. Un baño recién reformado, decoración incluida, porque la ama. Y no tiene una cabeza enorme y deforme, como otro que conocemos. De hecho, Roberto tiene una bonita cabeza, a juego con su muy bien formado todo lo demás. Es un guapo comestible, tipo Paul Reiser. Creo que todas las temerarias hemos tenido alguna vez fantasías con un Roberto. Todas deseamos a Roberto, pero como ya está cogido, queremos a alguien idéntico a él. El problema es que parece ser único. Un tipo fiel, honesto, rico, guapo, amable, divertido y que te conoce desde que eras una adolescente llena de granos que se cayó accidentalmente al canal de la parte trasera de la casa de tus padres justo a tiempo de que él y todos sus músculos se tiraran para salvarte de ti misma. Tendidos juntos sobre el césped, ves su pecho aterciopelado y piensas: ya está, es él. Un tipo maravilloso que seguirá salvándote de ti misma durante el resto de tu vida.

Debe de ser agradable.

Las temerarias nos alegramos por Sara, por supuesto, pero también la odiamos porque nuestras vidas no son tan ordenadas y perfectas. Le he dicho que podría ganarse bien la vida como diseñadora de interiores si dejara los jarrones y la alfarería para alguien menos patoso. Dice que podría interesarle estudiar una carrera cuando los chavales sean lo suficientemente mayores para «no necesitarme en casa»; no parece tener prisa. Dale un par de cortinas viejas y un contenedor de chatarra y hará algo fabuloso. Ni moderno, ni interesante, nada espectacular, simplemente fabuloso. A veces bromeamos con que podía haber sido un hombre gay.

Ahora, Amber. Uf. No sé por dónde empezar con esta muchacha. La conocí en el primer año de universidad, en un curso de redacción periodística. Era una «pocha» del sur de Cali, de piel color café y un vientre plano antinatural. Se había quitado las cejas y se las dibujaba con unas líneas finas y arqueadas. («Pocha», para quien no lo sepa, es ese tipo de mexicoamericano que no habla español y suda si come algo más picante que la salsa media de la marca Old El Paso.)

Por entonces, Amber llevaba melena negra con un espeso flequillo y el tipo de ropa holgada y pendientes de bisutería «de delfín» corrientes donde ella creció, pero que a nosotras nos parecían macarriles. Se crió en un pueblo costero cerca de San Diego, un pueblo lleno de impecables marines americanos, casi todos con apellido español y un Cámaro con una cinta de Bon Jovi gastada en el radiocasete. Apenas era consciente de ser hispana cuando se matriculó en la Universidad de Boston, y no pensó en ello hasta que conoció a Saúl, un escuálido y melenudo guitarrista de Monterrey, México. Él había estudiado música en Berklee College, y le dijo que era idéntica a una imagen de la Virgen de Guadalupe que se le había aparecido en un sueño, dejándose caer de rodillas a sus pies en medio de la plaza central de la universidad en plena tormenta de nieve. Ella pensó que era divertido y que Saúl, con su tez pálida, kilómetros de tatuajes y su liar de porros constante, era lo bastante raro para asustar a sus republicanos padres durante un tiempo. Él le regaló libros sobre chícanos y la lucha de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, y empezó a llevarla a reuniones y conciertos del movimiento. Ése fue el fin de la Amber que conocíamos.

Amber toca la guitarra, la flauta y el piano magníficamente, y siempre ha tenido una voz increíble. Durante los últimos seis años ha tratado de conseguir un contrato discográfico, pero no ha tenido suerte. Invariablemente nos llama (a cobro revertido) para que la animemos cuando la rechazan y nosotras siempre la complacemos. Podemos cuestionar su sentido de la moda, o su identidad étnica, pero ninguna de nosotras duda por un instante de que Amber tenga un talento excepcional.