Steve Berry
El Club de París
Traducción de Efrén del Valle
Título originaclass="underline" The París Vendetta
Dedicado a Gina Centrello, Libby McGuire,
Kim Hovey, Cindy Murray, Christine Cabello,
Carole Lowenstein y Rachel Kind
Con un sincero agradecimiento
El dinero no tiene patria; los financieros carecen de patriotismo y decencia: su único propósito son las ganancias.
NAPOLEÓN BONAPARTE
La historia demuestra que los banqueros han empleado todas las formas posibles de abuso, intriga, engaño y violencia para mantener su control sobre los gobiernos.
JAMES MADISON
Permítanme emitir y controlar la divisa de una nación y me dará igual quién redacta las leyes.
MAYER AMSCHEL ROTHSCHILD
Prólogo
meseta de giza, egipto, agosto de 1799
El general Napoleón Bonaparte se bajó de su caballo y contempló la pirámide. Otras dos se erguían cerca de allí, pero esta era la más grande de las tres. Qué gratificación tan imponente había procurado su conquista.
El día anterior, el trayecto desde El Cairo rumbo al sur, atravesando sembrados que jalonaban enlodados canales de irrigación, transcurrió sin incidentes. Lo escoltaban doscientos hombres armados, pues era una imprudencia adentrarse tanto en Egipto sin ir acompañado. Napoleón dejó a su contingente acampando a unos dos kilómetros de distancia. El día había sido árido y abrasador una vez más, así que esperó a que anocheciera para realizar la visita.
Había desembarcado cerca de Alejandría quince meses antes con 34.000 hombres, 1.000 cañones, 700 caballos y 100.000 proyectiles de munición. Avanzó rápidamente hacia el sur y conquistó la capital, El Cairo. Su propósito era aplastar cualquier resistencia recurriendo a la rapidez y el factor sorpresa. Luego combatió con los mamelucos cerca de allí, en un glorioso enfrentamiento que bautizó como la Batalla de las Pirámides. Esos antiguos esclavos turcos habían gobernado Egipto durante quinientos años y la imagen era digna de ver: miles de guerreros, enfundados en atuendos de colores vistosos y montados en magníficos sementales. Napoleón todavía alcanzaba a oler la cordita, a sentir el rugir del cañón y a oír el restallido de los mosquetes y los gritos de los hombres moribundos. Sus soldados, muchos de ellos ex combatientes de la campaña italiana, lucharon con valentía. Y aunque solo perecieron doscientos franceses, capturó al ejército enemigo casi por completo, lo cual le otorgó el control absoluto del Bajo Egipto. Según un cronista, “un puñado de franceses había sometido a una cuarta parte del planeta”. No fue exactamente así, pero sonaba maravilloso.
Los egipcios lo llamaban Sultán El Kebir, un apelativo respetuoso, según decían. Tras catorce meses dirigiendo aquel país como comandante en jefe, descubrió que, al igual que otros hombres amaban el mar, él amaba el desierto. Asimismo, le encantaba el estilo de vida egipcio, donde las posesiones importaban poco, y el carácter, mucho. También confiaban en la providencia, como él.
– Bienvenido, general. Hace una noche magnífica para una visita -dijo Gaspard Monge con su acostumbrada jovialidad.
A Napoleón le gustaba el belicoso geómetra, un francés mayor que él e hijo de un vendedor ambulante, cariancho, de ojos hundidos y nariz gruesa. Si bien era un sabio, Monge llevaba siempre un rifle y una petaca consigo y parecía anhelar la revolución y la batalla. Era uno de los ciento sesenta eruditos, científicos y artistas -savants,los llamaba la prensa- que habían acompañado a Napoleón desde Francia, pues no solo había ido allí a conquistar, sino también a aprender. Su modelo espiritual, Alejandro Magno, había hecho lo mismo cuando invadió Persia. Monge ya había viajado con Napoleón a Italia y al final había supervisado el saqueo de ese país, de modo que el general confiaba en él. Hasta cierto punto.
– ¿Sabe, Gaspard? De niño quería estudiar ciencias. Durante la revolución, asistí a varias conferencias sobre química en París. Pero, por desgracia, las circunstancias me convirtieron en oficial del ejército.
Uno de los trabajadores egipcios se llevó el caballo de Napoleón, quien antes cogió un morral de piel. Ahora, él y Monge estaban solos, y luminosas motas de polvo revoloteaban a la sombra de la gran pirámide.
– Hace unos días -dijo-, efectué un cálculo y determiné que estas tres pirámides contienen piedra suficiente para construir un muro de un metro de ancho y tres de largo alrededor de París.
Monge pareció considerar tal afirmación.
– Es muy posible, general.
La evasiva de Monge hizo sonreír a Napoleón.
– Habla usted como un matemático dubitativo.
– En absoluto. Es solo que me parece interesante cómo ve usted esos edificios, no en relación con los faraones o las tumbas que albergan, ni siquiera con la asombrosa ingeniería que se utilizó para construirlos. No, para usted sólo guardan relación con Francia.
– ¿Qué puedo hacer, si no? No pienso en otra cosa.
Desde su marcha, Francia se hallaba sumida en una tremenda confusión. Su otrora grandiosa flota había sido destruida por los británicos y lo había dejado aislado en Egipto. El Directorio que estaba en el poder parecía empecinado en enfrentarse a cualquier nación monárquica, lo cual convirtió en enemigos a España, Prusia, Austria y Holanda. Para ellos, el conflicto era una forma de prolongar su poder y llenar las menguantes arcas nacionales. Era ridículo. La República era un fracaso absoluto.
Uno de los pocos periódicos europeos que había surcado el Mediterráneo pronosticaba que era solo cuestión de tiempo que otro Luis ocupara el trono francés. Napoleón tenía que regresar a casa. Todo cuanto apreciaba parecía desmoronarse.
– Francia lo necesita -dijo Monge.
– Ahora habla usted como un auténtico revolucionario.
Su amigo se echó a reír.
– Sabe que lo soy.
Siete años atrás, Napoleón había sido testigo de cómo otros revolucionarios irrumpían en el Palacio de las Tullerías y destronaban a Luis XVI. Después había servido fielmente a la nueva República y combatido en Tolón. Luego había sido ascendido a general de brigada, a general del Ejército Oriental y, a la postre, a comandante en Italia. Desde allí, se había dirigido al norte y conquistado Austria, y había regresado a París como un héroe nacional. Contaba apenas treinta años y, como general del Ejército de Oriente, había sometido a Egipto. Pero su destino era gobernar Francia.
– ¡Qué maravilla! -exclamó admirando las grandes pirámides.
En el trayecto desde el campamento había visto a unos trabajadores paleando arena de una esfinge semienterrada. El propio Napoleón había ordenado que exhumaran al austero guardián y estaba satisfecho de los progresos.
– Esta pirámide es la más próxima a El Cairo, así que la llamaremos la Primera -dijo Monge. Luego señaló otra-. La Segunda. La más lejana será la Tercera. Si al menos pudiésemos leer los jeroglíficos, tal vez podríamos conocer su verdadero nombre.
Napoleón asintió. Nadie era capaz de comprender los extraños símbolos que adornaban casi todos aquellos monumentos antiguos. El general había ordenado que los copiaran y eran tantos los dibujos que sus artistas gastaron todos los lapiceros traídos desde Francia. Monge había ideado un ingenioso sistema para fabricar más utilizando balas de plomo y junco del Nilo.