Primera parte
I
Copenhague, domingo, 23 de diciembre, en la actualidad, 12.40 h
La bala atravesó el hombro izquierdo de Cotton Malone. Trató de ignorar el dolor y fijó su atención en la plaza. La gente corría en todas las direcciones. Las bocinas aullaban. Los neumáticos chirriaban. Los marines que custodiaban la cercana embajada estadounidense reaccionaron al caos, pero se hallaban demasiado lejos para prestar ayuda. Había cuerpos esparcidos por todas partes. ¿Cuántos? ¿Ocho? ¿Diez? No, eran más. Un joven y una mujer se retorcían en un tramo de asfalto cubierto de aceite; el hombre tenía los ojos abiertos, brillantes por la conmoción. La mujer, que yacía boca abajo, sangraba a borbotones. Malone había divisado a dos pistoleros y los había abatido al instante, pero no logró ver al tercero, que le alcanzó de un solo disparo y ahora trataba de huir parapetándose tras los aterrados transeúntes.
La herida dolía como mil demonios. El miedo le recorría el rostro como una oleada de fuego. Le temblaban las piernas mientras intentaba levantar el brazo derecho. La Beretta parecía pesar una tonelada y no unos gramos.
El dolor le embotaba los sentidos. Respiró bocanadas de aire sulfúreo y al final obligó a su dedo a accionar el gatillo, pero no ocurrió nada. Qué extraño. Se oyó otro chasquido cuando intentó disparar de nuevo. Entonces el mundo se tiñó de negro.
Malone se despertó y borró de su mente aquel sueño, que se había repetido en numerosas ocasiones durante los dos últimos años, y consultó el reloj que reposaba en la mesita. Eran las 00.43 h.
Estaba tumbado en la cama de su piso y la lamparita de noche seguía encendida desde que se quedara dormido dos horas antes.
Algo lo había despertado, un ruido que formaba parte del sueño de Ciudad de México. Pero no. Lo oyó de nuevo. Fueron tres crujidos consecutivos.
El edificio donde vivía databa del siglo xvii y había sido remodelado unos meses atrás. Entre el segundo y el tercer piso, las nuevas contrahuellas se anunciaban ahora en un orden meticuloso como teclas de un piano, lo cual significaba que había alguien allí.
Malone extendió el brazo y encontró bajo la cama la mochila que siempre tenía preparada desde sus días en el Magellan Billet. Con la mano derecha cogió la Beretta, la misma que llevaba en Ciudad de México, en cuya recámara guardaba una bala. Era otro hábito que se alegraba de no haber perdido. Salió del dormitorio sigilosamente.
Su piso, situado en la cuarta planta, medía unos noventa metros cuadrados. Junto al dormitorio había un estudio, una cocina, un baño y varios armarios. La luz del estudio, que daba a la escalera, estaba encendida. La librería ocupaba la planta baja y la segunda y la tercera se utilizaban exclusivamente como almacén y lugar de trabajo.
Malone encontró la puerta a tientas y se pegó a la jamba interior. Ni un solo ruido lo había delatado, ya que había caminado con sigilo y sin despegar los zapatos de las alfombrillas. Todavía llevaba la ropa del día anterior. Había trabajado hasta bien entrada la noche tras un ajetreado sábado antes de Navidad. Era agradable volver a ser librero. Supuestamente, ahora esa era su profesión.
Entonces, ¿por qué empuñaba una pistola en mitad de la noche y por qué todos sus sentidos le decían que el peligro acechaba?
Lanzó una mirada furtiva por la puerta. Las escaleras conducían a un rellano y luego continuaban descendiendo. Había apagado las luces antes de subir y arriba no había ningún interruptor que permitiera encenderlas desde allí. Se maldijo a sí mismo por no haber instalado alguno durante la reforma. Lo que sí había dispuesto era un pasamanos de metal en el lado exterior de la escalera.
Salió del piso y se deslizó por la barandilla metálica hasta el siguiente descansillo. No tenía sentido anunciar su presencia con más crujidos de los escalones de madera. Con cautela, se asomó al vacío. Oscuridad y silencio.
Se deslizó hasta el siguiente rellano y se dirigió a un lugar desde el que pudiera ver el tercer piso. Las luces ámbar de Højbro Plads se filtraban por las ventanas de la fachada y bañaban el umbral de un halo naranja. Allí guardaba su inventario, libros comprados a gente que los traía a diario por cajas. “Compra por unos céntimos, vende por unos euros”. Ese era el negocio del libro de segunda mano. Si le dedicabas tiempo suficiente, ganabas dinero. Es más, de cuando en cuando llegaba un auténtico tesoro dentro de una de las cajas. Esos los guardaba en el segundo piso, en una habitación cerrada. Así, pues, a menos que alguien hubiese forzado esa puerta, quienquiera que estuviese allí había ido a la tercera planta, que se encontraba abierta.
Se deslizó por el último pasamanos y se colocó frente a la puerta que daba al tercer piso. Al otro lado, la habitación, que debía de medir unos doce metros por seis, estaba atestada de montones de cajas de varios metros de altura.
– ¿Qué quieres? -preguntó, apoyando la espalda en la pared exterior.
Se preguntó si lo que le había alertado era el sueño. Los doce años que había pasado como agente del Departamento de Justicia sin duda lo habían vuelto un poco paranoico, y las dos últimas semanas le habían pasado factura, algo con lo que no contaba pero que había aceptado, pues lo consideraba el precio de la verdad.
– ¿Sabes? -dijo-. Vuelvo a arriba. Seas quien seas, si quieres algo, sube. De lo contrario, lárgate de mi tienda.
Más silencio. Malone se dirigió hacia la escalera.
– He venido a verte -dijo un hombre desde el interior del almacén.
Malone se detuvo y estudió los matices de aquella voz. Era un joven. Veintitantos años, o treinta y pocos. Estadounidense, con algo de acento. Y tranquilo. Natural.
– Así que has irrumpido en mi tienda…
– He tenido que hacerlo.
Ahora la voz se encontraba cerca, justo al otro lado de la puerta. Malone se apartó de la pared y apuntó con su pistola, esperando que el visitante se mostrara. Una figura enigmática apareció en el umbral. Era de estatura media, delgado y lucía un abrigo hasta la cintura. Tenía las manos pegadas al cuerpo, vacías. La oscuridad le impedía verle el rostro.