– Existe otro Club de París -dijo ella-. Uno mucho más antiguo. Data de los tiempos de Napoleón.
– Nunca lo había mencionado.
– Hasta ahora no había mostrado usted ningún interés.
– ¿Puedo serle franco?
– Por favor.
– No me gusta. O, para ser más exactos, no me gustan sus negocios ni sus socios. Son despiadados en sus transacciones y no tienen palabra. Algunas de sus políticas de inversión son cuestionables en el mejor de los casos y, en el peor, delictivas. Lleva casi un año persiguiéndome con cantinelas de beneficios fabulosos, pero ofreciendo escasa información que apoye sus aseveraciones. Quizá sea su gen corso y simplemente no pueda controlarlo.
Su madre era corsa y su padre francés. Se habían casado jóvenes y estuvieron juntos más de cincuenta años. Ambos estaban muertos y ella era su única heredera. Los prejuicios sobre su ascendencia no eran nuevos, los había padecido en numerosas ocasiones, pero eso no significaba que los aceptara gratamente.
Larocque se levantó y retiró los platos de la cena.
Mastroianni la agarró del brazo.
– No tiene por qué hacerme de sirvienta.
A ella le disgustó su tono y su forma de agarrarla, pero no se resistió. Por el contrario, sonrió y dijo en italiano:
– Es usted mi invitado. Es lo correcto.
Él la soltó.
Larocque solo había contratado para el reactor a dos pilotos, que se encontraban en la cabina, motivo por el cual ella había servido la comida. Guardó los platos sucios en la cocina y en una pequeña nevera encontró los postres, dos exquisitos pasteles de chocolate. Eran los favoritos de Mastroianni, según le habían dicho, y los compró en el restaurante de Manhattan que habían visitado la noche anterior.
La expresión de Mastroianni cambió cuando le puso delante aquella delicia. Larocque se sentó frente a él.
– Que le gustemos yo o mis compañías, Robert, es irrelevante para nuestra conversación. Esto es una propuesta de negocios que me pareció que podía interesarle. Me he esmerado en mis elecciones. Ya han sido elegidas cinco personas. Yo soy la sexta. Usted sería la séptima.
Mastroianni señaló la torta.
– Anoche me preguntaba de qué estarían hablando usted y el garçon antes de irnos.
Estaba ignorándola, jugando a su propio juego.
– Vi lo mucho que había disfrutado con el postre.
Mastroianni cogió un cubierto de plata de ley. Al parecer, su disgusto personal hacia ella no era extensible a la comida, al reactor o a la posibilidad de ganar dinero.
– ¿Puedo contarle una historia? -preguntó Larocque-. Trata sobre Egipto. De cuando el entonces general Napoleón Bonaparte invadió el país en 1798.
Mastroianni asintió mientras saboreaba el rico chocolate.
– Dudo que aceptara un no por respuesta, así que, adelante.
Napoleón dirigió personalmente a la columna de soldados franceses el segundo día de su marcha hacia el sur. Se encontraban cerca de El Beidah, a tan solo unas horas de distancia del siguiente pueblo. El día era caluroso y soleado, como todos los que lo habían precedido. El día anterior, los árabes habían atacado despiadadamente a su avanzada. El general Desaix evitó por poco ser capturado, pero un capitán murió y otro adjutant général cayó prisionero. Se exigió un rescate, pero los árabes se quedaron con el botín y al final dispararon al cautivo en la cabeza. Egipto estaba demostrando ser una tierra traicionera, fácil de conquistar pero difícil de dominar, y la resistencia parecía ir en aumento.
Más adelante, en los márgenes del polvoriento camino, vio a una mujer con el rostro ensangrentado. En un brazo acunaba a un bebé, pero el otro lo tenía extendido, como si quisiera defenderse, palpando el aire que tenía ante sí. ¿Qué hacía en aquel desierto abrasador?
Napoleón se acercó a ella y gracias a un intérprete supo que su marido le había atravesado ambos ojos. Él no daba crédito a lo que oía. ¿Por qué? Ella no se atrevía a protestar y simplemente suplicaba que alguien se hiciese cargo de su hijo, que parecía moribundo. Napoleón ordenó que tanto a ella como al bebé les procuraran agua y pan.
De pronto, un hombre apareció por detrás de una duna cercana, enfurecido y lleno de odio. Los soldados se pusieron en guardia. El hombre echó a correr y arrebató el pan y el agua a la mujer.
– ¡No lo hagan! -gritó-. Esta mujer ha perdido su honor y mancillado el mío. Ese niño es mi desgracia. Es fruto de su pecado.
Napoleón desmontó y dijo:
– Está usted loco,monsieur. Demente.
– Soy su marido y tengo derecho a hacer lo que me plazca.
Antes de que Napoleón pudiera responder, una daga asomó bajo la túnica del hombre, que atestó una puñalada mortal a su esposa. Luego llegaron unos momentos de confusión, en los que el hombre agarró al bebé, lo alzó en vilo y lo arrojó al suelo.