Se escuchó un disparo y el pecho de aquel hombre estalló, tras lo cual el cuerpo se desplomó sobre la árida tierra. El capitán Le Mireur, que cabalgaba detrás de Napoleón, había puesto fin al espectáculo.
Todos los soldados se mostraron conmocionados por lo que acababan de presenciar. El propio Napoleón tuvo dificultades para ocultar su consternación. Después de unos momentos de tensión, ordenó que la columna siguiera adelante, pero antes de volver a montar en su caballo, advirtió que algo había caído por debajo de la túnica del hombre. Era un rollo de papiro atado con una cuerda. El emperador lo recogió de la arena.
Napoleón ordenó acampar en la casa de recreo de uno de sus oponentes más acérrimos, un egipcio que había huido al desierto con su ejército mameluco meses atrás y que había dejado todas sus posesiones para disfrute de los franceses. Tumbado sobre sedosas alfombras cubiertas de cojines de terciopelo, el general seguía atribulado por la atroz muestra de inhumanidad que había presenciado en el camino del desierto.
Más tarde le dijeron que el hombre había hecho mal en apuñalar a su esposa, pero que si Dios hubiese querido perdonarla por su infidelidad, ya la habrían acogido en algún hogar, en el que habría vivido de la caridad. Puesto que eso no había ocurrido, la ley árabe no habría castigado al marido por sus dos asesinatos.
– Entonces, hemos hecho lo correcto -declaró Napoleón.
La noche era tranquila y apacible, así que resolvió examinar los papiros que había encontrado cerca del cuerpo. Sus sabios le habían contado que los lugareños acostumbraban a saquear los lugares sagrados y robar cualquier cosa que pudieran vender o reutilizar. Qué gran desperdicio. Él había venido a descubrir el pasado de aquel país, no a destruirlo.
Napoleón desató la cuerda y extendió el rollo, en el que encontró cuatro hojas escritas, aparentemente en griego. El general hablaba corso con fluidez y por fin podía hablar y escribir un francés pasable, pero, al margen de eso, las lenguas extranjeras eran un misterio para él. Así, pues, hizo llamar a uno de sus traductores.
– Es copto -le dijo.
– ¿Puedes leerlo?
– Por supuesto, general.
– Qué horror -dijo Mastroianni-. Matar a ese niño.
Larocque asintió.
– Aquella era la realidad de la campaña egipcia. Fue una conquista sangrienta y reñida. Pero le garantizo que lo que allí aconteció es la razón por la que usted y yo estamos manteniendo esta conversación.
V
Sam Collins observaba desde el asiento del copiloto mientras Malone salía a toda velocidad de Copenhague rumbo al norte, hacia la autopista que recorría el litoral danés.
Cotton Malone era exactamente como esperaba: duro, valiente y decidido. Aceptaba la situación en la que se había visto envuelto e hizo lo que debía. Se ajustaba incluso a la descripción física que le habían dado: alto, pelo rubio brillante y una sonrisa que transmitía escasa emoción. Estaba al corriente de sus doce años de experiencia en el Departamento de Justicia, de su formación en Derecho en Georgetown, de su memoria eidética y de su pasión por los libros. Pero ahora había comprobado de primera mano el coraje de aquel hombre.
– ¿Quién eres? -preguntó Malone.
Collins se dio cuenta de que no podría responder con evasivas. Percibía la desconfianza de Malone y la entendía. Un extraño había irrumpido en su tienda en mitad de la noche perseguido por unos hombres armados.
– Servicio Secreto de Estados Unidos. O al menos lo era hasta hace unos días. Creo que estoy despedido.
– ¿Por qué?
– Porque nadie me escuchaba. Intenté explicárselo, pero nadie quería escucharme.
– ¿Por qué te escuchó Henrik?
– ¿Cómo…? -Collins se contuvo.
– Alguna gente recoge animales extraviados. Henrik rescata personas. ¿Por qué necesitabas su ayuda?
– ¿Quién dice que la necesitaba?