Malone miró alrededor de la nave. Formas, figuras y diseños proyectaban un efecto abrumador de serenidad. La iglesia estaba bañada en la radiante luz que entraba por las vidrieras. Admiró varias figuras de santos, vestidas de zafiro oscuro, iluminadas con tonos turquesa; manos y cabezas hábilmente talladas emergían de las sombras con colores sepia, verde oliva, rosa y blanco. Era difícil no pensar en Dios, en la belleza de la naturaleza, en las vidas perdidas, terminadas prematuramente, como la de Henrik. Pero se obligó a no pensar en ello.
Encontró el papel en el bolsillo y lo desplegó.
CXXXV II CXLII LII LXIII XVII
II VIII IV VIII IX II
El profesor Murad le había indicado exactamente qué buscar; las pistas que urdió Napoleón y que luego dejó a su hijo. Empezó con el salmo 135, verso 2: “Tú, que estás en la casa del Señor, en la sala de la casa de nuestro Dios”. Luego el salmo 2, verso 8: “Yo haré de las naciones tu legado”. Típica grandilocuencia napoleónica. A continuación venía el salmo 142, verso 4: “Mira a mi derecha y verás”. El punto de partida era difícil de determinar. Saint-Denis era enorme; tenía la extensión de un campo de fútbol y casi la mitad de anchura. Pero el siguiente verso resolvía ese dilema. Salmo 52, verso 8: “Pero yo soy como un olivo que florece en la casa de Dios”.
La rápida lección de salmos que le había ofrecido Murad hizo pensar a Malone en uno que describía perfectamente lo que había ocurrido aquella última semana. Salmo 144, verso 4: “El hombre es como un suspiro, como una sombra efímera”. Esperaba que Henrik hubiese encontrado la paz.
“Pero yo soy como un olivo que florece en la casa de Dios”.
Malone miró a la derecha y vio un monumento. Diseñado en la tradición gótica, en su escultura destacaban elementos de un templo de estilo antiguo, y la plataforma superior estaba decorada con figuras en posición de rezo. Dos efigies de piedra, retratadas en los últimos momentos de su vida, yacían en lo alto. La base estaba ornamentada con relieves de inspiración italiana.
Malone se acercó con paso firme y sin hacer ruido. Justo a la derecha del monumento, en el suelo, vio una losa de mármol con un solitario olivo tallado. Una anotación explicaba que la tumba databa del siglo xi. Murad le había dicho que su ocupante era supuestamente Guillaume du Chastel. Carlos VII quería tanto a su sirviente que le concedió el honor de ser enterrado en Saint-Denis.
El salmo 63, verso 9, era el siguiente: “Quienes intenten destruir mi vida descenderán a las profundidades de la tierra. Serán entregados a la espada y serán comida para los chacales”.
Ya había obtenido permiso del gobierno francés para hacer cuanto fuese necesario para resolver el acertijo. Si eso significaba destruir algo dentro de la iglesia, que así fuera. Al fin y al cabo, la mayoría eran restauraciones y reproducciones de los siglos xix y xx. Había pedido que le dejaran herramientas y utensilios dentro, previendo lo que podía necesitar, y los vio cerca del muro oeste. Malone cruzó la nave y cogió una almádena.
Cuando el profesor Murad le facilitó las pistas, la posibilidad de que lo que buscaban estuviera debajo de la iglesia se convirtió en algo factible. Entonces, cuando leyó los versos, se convenció. Malone volvió al olivo tallado en el suelo.
La pista final, el último mensaje de Napoleón a su hijo. Salmo 17, verso 2: “Que mi justificación venga de ti; que tus ojos vean lo que está bien”.
Malone balanceó el martillo. El mármol no se rompió, pero sus sospechas se confirmaron. El sonido hueco le indicaba que debajo no había piedra sólida. Tres golpes más y la roca se resquebrajó. Otros dos y el mármol se rompió para revelar un rectángulo negro que se abría bajo la iglesia. De él brotaba una fría corriente de aire.
Murad le había contado que, en 1806, Napoleón puso freno a la profanación de Saint-Denis y la proclamó, una vez más, camposanto imperial. También restauró la abadía contigua, fundó una orden religiosa que supervisaría las reformas de la basílica y encargó a los arquitectos que repararan los daños. Para él habría sido fácil adaptar el lugar a sus directrices personales. Era fascinante que aquel hueco en el suelo hubiera permanecido en secreto, pero tal vez el caos de la Francia posnapoleónica era la mejor explicación, ya que nada ni nadie gozó de estabilidad una vez que el emperador fue desterrado a Santa Elena.
Malone dejó la almádena y cogió un rollo de cuerda y una linterna. Enfocó el interior con ella y vio que se trataba más bien de un conducto de un metro por un metro y medio aproximadamente, con una pendiente de unos seis metros de largo. En el suelo de roca estaban esparcidos los restos de una escalera de madera. Había estudiado la planta de la basílica y sabía que antaño existía una cripta bajo la iglesia, partes de la cual seguían allí, abiertas al público, pero nada llegaba hasta aquel lugar tan cercano a la fachada oeste. Quizá fuera así hacía mucho tiempo y Napoleón hubiese descubierto esa rareza. Al menos eso es lo que creía Murad.
Enroscó la cuerda en torno a la base de una de las columnas, situada a unos pocos metros de distancia, y comprobó su resistencia. Arrojó el resto de cuerda en el conducto, seguida de la almádena, que podía ser necesaria. Se amarró la linterna al cinturón. Utilizando sus suelas de goma y la cuerda, descendió por el conducto hacia la oscura tierra.
Cuando llegó abajo, enfocó la roca, de color marrón añejo. El gélido y polvoriento lugar se extendía hasta donde llegaba el haz de luz. Sabía que París estaba plagada de túneles, kilómetros y kilómetros de pasajes subterráneos tallados en la piedra caliza, bloque a bloque, hasta la superficie. La ciudad había sido construida literalmente desde el suelo.
Malone palpó los contornos, las grietas, las esquirlas que sobresalían, y siguió el retorcido pasadizo a lo largo de unos sesenta metros. Un olor como a melocotones calientes, que le recordaba a su infancia en Georgia, le provocó náuseas. La arenisca crujía bajo sus pies. Solo el frío parecía colmar aquel vacío; era fácil perderse en el silencio.
Supuso que había salido de la basílica y que se encontraba al este del edificio, quizá bajo la explanada de árboles y hierba de la parte posterior de la abadía, en dirección al Sena.
Malone vio un oscuro hueco a su derecha. Los escombros llenaban el pasadizo, en el que alguien se había abierto paso a través de la piedra caliza. Se detuvo y escudriñó el lugar con su linterna. En la tosca superficie de un tramo rocoso había un símbolo grabado, que reconoció por el escrito que Napoleón había dejado en el libro merovingio. Era parte de las catorce líneas garabateadas.
Alguien había colocado la piedra sobre el montículo a modo de indicador, una señal que había aguardado pacientemente bajo tierra durante más de dos siglos. En el hueco vio una puerta metálica entreabierta. Un cable eléctrico serpenteaba en el umbral, describía un giro de noventa grados y desaparecía en el túnel. Se alegró al comprobar que tenía razón. Las pistas de Napoleón lo guiaron hasta abajo. Una vez allí, el símbolo grabado mostraba exactamente el lugar en el que lo esperaba el tesoro.
Enfocó el interior con la linterna, encontró un cuadro eléctrico y accionó el interruptor. Unos dispositivos incandescentes de color amarillo repartidos por el suelo revelaron una cámara de unos quince metros por doce con un techo de tres metros de alto. Contó al menos tres docenas de cofres de madera y vio que algunos estaban abiertos.
En su interior descubrió una variedad de lingotes de oro y plata. Todos ellos llevaban impresa una ene culminada con una corona imperial, el símbolo oficial del emperador Napoleón. En otro había monedas de oro. Otros dos contenían vajillas de plata. En tres de ellos rebosaban lo que parecían ser piedras preciosas. A todas luces, el emperador había elegido su tesoro con sumo cuidado y había optado por los metales nobles y las joyas.