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– Imagino que tienes gente ahí fuera.

Stephanie asintió.

– La policía francesa los acompañará fuera del túnel y lo cerrará.

Malone se dio cuenta de que por fin todo había terminado. Las últimas tres semanas habían sido unas de las más terribles de su vida. Necesitaba un descanso.

– Supongo que tienes una nueva carrera -dijo a Sam.

El joven asintió.

– Ahora trabajo oficialmente para el Magellan Billet como agente. Según tengo entendido, debo agradecérselo a usted.

– Tienes que agradecértelo a ti mismo. Henrik estaría orgulloso de ti.

– Eso espero -Sam señaló los cofres-. ¿Qué pasará con este tesoro?

– Los franceses se lo quedarán -respondió Stephanie-. No hay manera de conocer su procedencia. Está en su terreno, así que es suyo. Además, dicen que es una compensación por todos los daños que Cotton ha causado a sus propiedades.

Malone no estaba escuchando. Tenía la mirada clavada en la puerta. Eliza Larocque había pronunciado su última amenaza en un tono muy educado, una pausada declaración según la cual, si sus caminos volvían a cruzarse algún día, las cosas serían distintas. Pero no era la primera vez que recibía amenazas. Larocque era en parte responsable de la muerte de Henrik y del sentimiento de culpa que temía que se alojara para siempre en su interior. Tenía una deuda con ella y él siempre saldaba sus deudas.

– ¿Estás bien por lo de Lyon? -le preguntó a Sam.

El joven asintió.

– Todavía veo su cabeza estallando, pero podré vivir con ello.

– Nunca dejes que te resulte fácil. Matar es algo serio, aunque se lo merezcan.

– Me recuerda a alguien que conocí en una ocasión.

– ¿Él también era un tipo inteligente?

– Más de lo que imaginaba hasta hace poco.

– Tenías razón, Sam -dijo Malone-. El Club de París, todas esas conspiraciones. Al menos algunas cosas eran ciertas.

– Por lo que recuerdo, me tenía usted por un loco.

Malone soltó una carcajada.

– La mitad de la gente a la que conozco también me considera un chiflado.

– Meagan Morrison no dudó en hacerme saber que ella tenía razón -dijo Stephanie-. Es un verdadero problema.

– ¿La volverás a ver? -le preguntó Malone a Sam.

– ¿Quién ha dicho que me interesa?

– Lo noté en su voz cuando me dejó el mensaje en el contestador. Volvió allí por ti. Vi cómo la mirabas después del funeral de Henrik. Te interesa.

– No lo sé, tal vez sí. ¿Tiene algún consejo que darme al respecto?

Malone levantó las manos en un gesto de rendición.

– Las mujeres no son mi fuerte.

– Y que lo digas -apostilló Stephanie-. Arrojas a tus ex mujeres de los aviones.

Malone sonrió.

– Debemos irnos -dijo Stephanie-. Los franceses quieren tener esto controlado.

Los tres se dirigieron hacia la salida.

– Tengo una curiosidad -le dijo Malone a Sam-. Stephanie me dijo que te criaste en Nueva Zelanda, pero no hablas como ellos. ¿Por qué?

Sam sonrió.

– Es una larga historia.

Eso fue exactamente lo que él contestó el día anterior cuando Sam le preguntó por qué se llamaba Cotton. Era la misma respuesta que le había dado a Henrik varias veces, prometiéndole siempre que se lo explicaría más tarde. Pero, por desgracia, ya no podría hacerlo.

Le caía bien Sam Collins. Le recordaba mucho a él hacía quince años, cuando empezaba en el Magellan Billet. Ahora Sam era un agente hecho y derecho a punto de afrontar los incalculables riesgos asociados a ese peligroso trabajo. Cualquier día podía ser el último.

– Le propongo un trato -dijo Sam-. Yo se lo cuento si usted me lo cuenta.

– Trato hecho.

Nota del autor

Esta novela me llevó primero a Francia y después a Londres. Durante varios días, Elizabeth y yo recorrimos París en busca de todas las localizaciones que aparecen en el libro. No me agradó especialmente encontrarme bajo tierra, y a Elizabeth le disgustaba la altura de la Torre Eiffel. Al margen de nuestras neurosis, encontramos todo lo que íbamos a buscar. Como en mis siete novelas anteriores, la elaboración del argumento supuso preparar, combinar, corregir y condensar diversos elementos aparentemente dispares. Ahora ha llegado el momento de trazar la línea entre realidad y ficción.

El general Napoleón Bonaparte conquistó Egipto en 1799 y gobernó esa tierra mientras esperaba el momento adecuado para regresar a Francia y reclamar un poder absoluto. En efecto, vio las pirámides, pero no existen pruebas de que llegara a entrar en ellas. Según cuenta una historia, entró en la Gran Pirámide de Giza y al salir se mostró agitado, pero ningún historiador reputado ha verificado dicho relato. Sin embargo, la idea me pareció interesante, así que no pude resistirme a incluir mi propia versión en el prólogo. En cuanto a lo sucedido con un misterioso vidente (capítulo xxxvii), fue invención mía. Sin embargo, los sabios de Napoleón existieron de verdad y juntos desenterraron una antigua civilización desconocida hasta el momento, creando así la ciencia de la egiptología.

Córcega parece un lugar fascinante, aunque no pude visitarlo. Bastia (capítulos ii y xiv) se describe con tanta exactitud como permiten las fotografías. Cabo Córcega y sus antiguas atalayas y conventos también se retratan con fidelidad. El oro de Rommel es un tesoro perdido de la Segunda Guerra Mundial con una conexión corsa, tal como se describe en el capítulo vi. La única adición que incluí fue el quinto participante y las pistas que contenía un libro del siglo xix sobre Napoleón. Hasta hoy no se ha podido encontrar el tesoro.

El Nudo Arábigo descrito en los capítulos vi, xii y xxxix es invención mía, aunque la técnica de codificación tiene su origen en El cáliz de María Magdalena,de Graham Phillips, un libro sobre el Santo Grial. Ese libro me condujo también a los salmos y al uso de sus numerosos versos como pistas (capítulo lxvii). Los fragmentos que elegí están correctamente citados y su aplicación resultó asombrosa.

Existe un Club de París como el que se describe en el capítulo iv. Es una organización bienintencionada formada por algunos de los países más ricos del mundo y concebida para ayudar a las naciones emergentes a reestructurar su deuda. El Club de París de Eliza Larocque no guarda ninguna relación con este. Asimismo, la conexión histórica de su club con Napoleón es puramente ficticia.

El incidente ocurrido en Egipto, durante el cual Napoleón es testigo del asesinato de una madre y su bebé (capítulo iv), es real, pero el emperador no encontró ningún papiro aquel día. Es una invención.

Todo lo relacionado con los Rotchschild (capítulos v y xxiv) se ha extraído de los archivos históricos. Financiaron realezas, gobiernos y guerras y se aprovecharon inmensamente de todos los bandos.

Louis Etienne Saint-Denis (capítulo xvi) sirvió fielmente a Napoleón. Acompañó a su señor en su exilio a Elba y Santa Elena y fue el autor de todos sus escritos (capítulo xl). Napoleón legó a Saint-Denis cuatrocientos libros de su biblioteca personal (capítulos xvi, xvii y xxv) y le encomendó que los conservara hasta que su hijo cumpliese dieciséis años. La adición de un volumen concreto sobre los merovingios -supuestamente mencionado en el testamento- es mía, al igual que el modo en que Saint-Denis dispuso finalmente de dicha colección (capítulo xvi).

París se describe con veracidad (a partir del capítulo xviii), al igual que la librería Shakespeare &Company, que se encuentra en la orilla izquierda, mirando a Notre Dame.