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Varo Borja levantó un poco una mano, observando el reflejo de ésta en la superficie pulida de la mesa. Después la hizo descender despacio, hasta unir la mano al reflejo. Corso miró aquella mano ancha y velluda, con un enorme sello de oro en el meñique. La conocía demasiado bien. La había visto firmar cheques sobre cuentas inexistentes, apoyar rotundas falsedades, estrechar manos que iba a traicionar. Siguió escuchando el sospechoso tic tac. De pronto sentía una extraña fatiga. Ya no estaba seguro de desear el trabajo.

– No estoy seguro -dijo en voz alta- de que desee este trabajo.

Varo Borja tuvo que captar el tono en su voz, pues modificó su actitud. Entrelazaba ahora los dedos bajo el mentón, inmóvil, con la luz de la ventana bruñéndole la calva bronceada y perfecta. Parecía reflexionar, y sus ojos no se apartaban de Corso.

– ¿Nunca le he contado por qué me hice librero?

– No. Y maldito lo que me importa.

El otro soltó una carcajada teatral. Aquello anunciaba su disposición a encajar, benévolo. El malhumor de Corso podía discurrir sin consecuencias, hasta nueva orden.

– Le pago para que escuche lo que me dé la gana.

– Aún no ha pagado, esta vez.

El otro abrió un cajón, extrajo un talonario de cheques y lo puso sobre la mesa, mientras Corso miraba alrededor con resignado desamparo. Era el momento de decir adiós muy buenas o quedarse en el despacho, esperando. También era momento para que le ofreciesen un trago de algo, pero su interlocutor no era esa clase de anfitrión. Así que encogió los hombros, tocando con un codo la petaca de ginebra que abultaba en uno de sus bolsillos. Era absurdo. Sabía perfectamente que no se iba a ir, le gustase o no lo que estaban a punto de proponerle. Y Varo Borja también lo sabía. Escribió una cifra, puso la firma y cortó el cheque, empujándolo hacia su interlocutor.

Sin tocarlo, Corso le echó un vistazo.

– Acaba de convencerme -suspiró-. Soy todo oídos.

El librero ni siquiera necesitaba permitirse un ademán triunfal. Sólo una breve señal de asentimiento segura y fría, cual si acabara de resolver un desdeñable trámite.

– Entré en esto por casualidad -empezó a contar-. Un día me vi sin un céntimo en el bolsillo y con la biblioteca de un tío-abuelo fallecido como única herencia… Dos mil títulos, más o menos, de los que sólo un centenar valía la pena. Pero entre ellos había una primera edición del Quijote, un par de salterios del siglo xiii y uno de los cuatro únicos ejemplares conocidos del Champfleury de Geoffroy Tory… ¿Qué le parece?

– Que tuvo demasiada suerte.

– Y que lo diga… -asintió Varo Borja, neutro y seguro. Narraba sin la autocomplacencia que suelen ostentar muchos triunfadores al hablar de sí mismos-…Por aquella época yo lo ignoraba todo sobre los coleccionistas de libros raros, aunque capté lo esenciaclass="underline" gente dispuesta a pagar mucho dinero por productos escasos. Y yo poseía algunos de esos productos… Así aprendí palabras de las que no tenía ni idea, como colofón, diente de perro, proporción áurea o encuadernación en abanico… Y mientras le cobraba afición al negocio, descubrí algo: hay libros para vender y libros para guardar. En cuanto a estos últimos, se ingresa en bibliofilia como en religión: para toda la vida.

– Muy emotivo. Y ahora dígame qué tenemos que ver Las Nueve Puertas y yo con sus votos perpetuos.

– Antes ha preguntado qué pasará si descubre que mi ejemplar es falso… Eso puedo aclarárselo ahora mismo: es falso.

– ¿Cómo lo sabe?

– Lo sé con absoluta certeza.

Corso torció la boca. El gesto traslucía su opinión sobre las certezas absolutas en bibliofilia:

– Pues en la Bibliografía Universal de Mateu y en el catálogo Terral-Coy figura como auténtico…

– Sí -concedió Varo Borja-. Aunque el Mateu contiene un pequeño error: cita ocho láminas en vez de las nueve que tiene el ejemplar… Pero su autenticidad formal no significa gran cosa. Según las bibliografías, los ejemplares Fargas y Ungern también son buenos.

– Tal vez lo sean. Los tres.

El librero hizo un gesto negativo.

– Eso es imposible. Las actas del proceso del impresor Torchia no dejan lugar a dudas: sólo se salvó un ejemplar -sonrió a medias, misterioso-. Además, tengo otros elementos de juicio.

– ¿Por ejemplo?

– Eso no es de su incumbencia. -Entonces, ¿para qué me necesita a mi?

Varo Borja echó hacia atrás su asiento y se puso en pie.

– Venga conmigo.

– Ya le he dicho -Corso movía la cabeza- que no siento curiosidad por esa historia.

– Miente. Se muere de ganas, y a estas alturas lo haría gratis.

Cogió el cheque entre los dedos pulgar e índice y se lo metió en un bolsillo del chaleco. Después condujo a Corso por una escalera de caracol hasta el piso superior. El librero tenía la oficina en la parte de atrás de su misma vivienda, un caserón medieval en el casco antiguo de la ciudad por cuya adquisición y reforma había pagado una fortuna. A través de un pasillo que comunicaba con el vestíbulo y la entrada principal, guió a Corso hasta una puerta que se abría mediante un moderno teclado de seguridad. La habitación era grande, con suelo de mármol negro, vigas en el techo y ventanas protegidas por rejas de época. Había también una mesa de trabajo, sillones de cuero y una gran chimenea de piedra. Todas las paredes estaban cubiertas por vitrinas con libros, y grabados en bellos marcos: Holbein y Durero, apreció Corso.

– Bonito lugar -reconoció; nunca había estado allí antes-. Pero siempre creí que guardaba sus libros en el almacén del sótano…

Varo Borja se detuvo a su lado.

– Éstos son los míos; ninguno está en venta. Hay quien colecciona de caballerías, o novelas galantes. Quien busca Quijotes o intonsos… Todos los que ve tienen un protagonista: el diablo.

– ¿Puedo echar un vistazo? -Para eso le traje aquí.

Dio Corso unos pasos. Los volúmenes tenían encuadernaciones antiguas, desde la piel sobre tabla de los incunables hasta el marroquí decorado con placas y florones. El suelo de mármol rechinaba bajo la suela de sus zapatos sin lustrar cuando se detuvo ante una de las vitrinas, inclinándose para observar su contenido: De spectris et apparitionibus, de Juan Rivio. Summa diabolica, de Benedicto Casiano. La haine de Satan, de Pierre Crespet. La Steganografía del abad Tritemio. De Consummatione saeculi, del Pontiano… Títulos valiosos y rarísimos que Corso conocía, en su mayor parte, sólo por referencias bibliográficas.

– No hay nada más bello, ¿verdad?… -dijo Varo Borja, que seguía con atención sus movimientos-. Nada como ese brillo suave: los dorados sobre el cuero, tras el cristal… Por no hablar de los tesoros que encierran: siglos de estudios, de sabiduría. De respuestas a los secretos del universo y el corazón del hombre -alzó un poco los brazos para dejarlos caer a los costados, renunciando a expresar con palabras su orgullo de propietario-. Conozco gente capaz de matar por una colección así. Corso asentía sin apartar la vista de los libros.

– Usted, por ejemplo -apuntó-. Aunque no personalmente. Se las compondría para que otros mataran en su lugar.

Sonó la risa despectiva de Varo Borja.

– Ésa es una de las ventajas del dinero: permite contratar esbirros para el trabajo sucio. Y uno se mantiene virgen.

Corso miró al librero.

– Es un punto de vista -concedió tras quedar un segundo absorto; parecía que de verdad meditara sobre ello-. Pero yo desprecio más a quienes no se manchan las manos. A los vírgenes.

– No me importa lo que usted desprecie; así que ocupémonos de cosas serias.

Dio Varo Borja unos pasos ante las vitrinas. En cada una habría un centenar de volúmenes.

– Ars Diavoli… -abrió la más cercana para pasar los dedos por el lomo de los libros, casi en una caricia-. Nunca les verá reunidos en otro sitio. Son los más raros, los más selectos. Me ha llevado años reunir esta colección, pero faltaba la pieza maestra.