– Demasiado perfectas -objetó Corso-. No pueden ser las originales: el estilo sería más arcaico.
– Estamos de acuerdo. Sin duda Torchia actualizó el asunto.
En otra lámina, numerada III, un puente guarnecido por puertas fortificadas cruzaba un río. Al levantar la mirada, Corso observó que Varo Borja sonreía enigmático, igual que un alquimista seguro de lo que su atanor cuece.
– Todavía una última conexión -dijo el librero-: Giordano Bruno, mártir del racionalismo, matemático y paladín de la rotación de la Tierra alrededor del Sol… -hizo un gesto desdeñoso con la mano, como si todo aquello fuese secundario-. Pero ésa sólo es una parte de su obra, compuesta de sesenta y un libros en los que la magia ocupa un lugar importante. Y fíjese: Bruno hace una referencia expresa al Delomelanicon utilizando, incluso, las palabras griegas Delo y Melas, y añade: «En el camino de los hombres que quieren saber, hay nueve puertas secretas», antes de referirse a los métodos para hacer que de nuevo luzca la Luz… «Sic Luceat Lux» escribe; casualmente el mismo lema -le mostró a Corso la marca de impresor del libro: un árbol desgajado por el rayo, una serpiente y una divisa- que utiliza Aristide Torchia en el frontispicio de Las Nueve Puertas… ¿Qué le parece?
– Me parece bien. Pero eso y nada viene a ser lo mismo. Resulta fácil hacerle decir cualquier cosa a un texto, sobre todo si es antiguo y está escrito con ambigüedad.
– O con ciertas precauciones. Aunque Giordano Bruno olvidó la regla de oro de la supervivencia: Scire, tacere. Saber y callar. Por lo visto supo como es debido, pero habló más de la cuenta. Y seguimos con las coincidencias: a Giordano Bruno le apresan en Venecia, le declaran hereje contumaz y le queman vivo en Roma, Campo dei Fiori, en febrero de 1600. El mismo itinerario, los mismos lugares y las mismas fechas que, sesenta y siete años después, jalonarán la ejecución del impresor Aristide Torchia: apresado en Venecia, torturado en Roma, quemado en Campo dei Fiori en febrero de 1667. Para entonces ya se quemaba a poca gente, y fíjese: a éste lo quemaron.
– Estoy impresionado -dijo Corso, que no lo estaba en absoluto.
Varo Borja emitió un chasquido de reprobación.
– A veces me pregunto si es usted capaz de creer en algo.
Corso puso cara de reflexionar un momento antes de encogerse de hombros.
– Hace tiempo creía en cosas… Pero entonces era joven y cruel. Ahora tengo cuarenta y cinco años: soy viejo y cruel.
– Yo también lo soy. Pero hay cosas en las que creo. Cosas que me hacen latir el pulso.
– ¿Como el dinero?
– No se burle. El dinero es la llave que abre la puerta oscura de los hombres. Que le compra a usted, por ejemplo. O me concede lo único que respeto en el mundo: estos libros -dio unos pasos por la habitación, junto a las vitrinas repletas-. Son espejos a imagen y semejanza de quienes escribieron sus páginas. Reflejan preocupaciones, misterios, deseos, vidas, muertes… Son materia viva: hay que saber darles alimento, protección…
– Y utilizarlos.
– A veces.
– Y éste no funciona.
– No funciona.
– Lo ha intentado usted.
La de Corso fue una afirmación, no una pregunta. Varo Borja le dirigió una mirada hostil.
– No sea estúpido. Digamos que tengo la certeza de que es falso, y basta. Por eso quiero compararle con los otros ejemplares.
– Insisto en que no tiene por qué ser falso. Aunque pertenezcan a la misma edición, muchos libros resultan diferentes… En realidad no hay dos iguales, porque ya el nacimiento los distingue con detalles. Después, cada volumen vive una vida distinta: le faltan páginas, se añaden o sustituyen otras, se encuaderna… Al cabo de los años, dos libros que se imprimieron en la misma prensa pueden no parecerse en casi nada. Eso pudo ocurrirle a éste.
– Averígüelo. Investigue Las Nueve Puertas como si de un crimen se tratara. Rastree pistas, compruebe cada página, cada grabado, el papel, la encuadernación… Remonte hacia atrás esa pesquisa para descubrir de dónde procede mi ejemplar. Después, en Sintra y París, haga lo mismo con los otros dos.
– Me ayudaría mucho saber cómo averiguó que el suyo es falso.
– No puedo decírselo. Confíe en mi intuición.
– Su intuición va a costarle mucho dinero.
– Limítese a gastarlo.
Extrajo el cheque del bolsillo y lo puso en manos de Corso. Éste le dio vueltas entre los dedos, indeciso.
– ¿Por qué me paga por adelantado?… Nunca lo había hecho antes.
– Tendrá muchos gastos que cubrir. Eso es para que empiece a moverse -le entregó un grueso dossier encuadernado-. Aquí va todo cuanto he averiguado sobre el libro; puede serle útil.
Corso seguía mirando el cheque.
– Es demasiado para un anticipo.
– Tal vez se enfrente a ciertas complicaciones.
– No me diga.
Tras el sarcasmo, oyó al librero aclararse la garganta. Por fin llegaban al nudo de la cuestión.
– Si los tres ejemplares son falsos o están incompletos -continuó Varo Borja- habrá terminado su trabajo y liquidaremos la cuestión… -hizo una pausa para pasarse una mano por la calva bronceada y le sonrió, incómodo, a Corso-. Pero un libro puede resultar auténtico, y entonces dispondrá de más dinero. Porque en ese caso quiero tenerle como sea, sin reparar en medios ni en gastos.
– Bromea, ¿verdad?
– No tengo cara de bromear, Corso.
– Eso es ilegal.
– Usted ya ha hecho cosas ilegales antes.
– No de ese tamaño.
– Nadie le pagó lo que yo pagaré.
– ¿Cuál es su garantía?
– Dejo que se lleve el libro, pues necesita el original para su trabajo… ¿Le parece poca garantía?
Tic, tac. Corso, que conservaba Las Nueve Puertas en sus manos, puso el cheque entre las páginas como una señal y sopló del libro un polvo imaginario antes de devolvérselo a Varo Borja.
– Hace un rato dijo que el dinero lo compra todo, así que puede comprobarlo en persona. Vaya a ver a los propietarios y mójese el culo.
Dio media vuelta, encaminándose hacia la puerta mientras se preguntaba cuántos pasos daría antes de escuchar la voz del librero. Fueron tres.
– Éste no es asunto para gente de toga -dijo Varo Borja-. Sino para gente de espada.
El tono había cambiado. Ya no estaba allí el aplomo arrogante, ni el desdén hacia el mercenario cuyos servicios alquilaba. Un ángel -xilografiado por Durerobatió con suavidad sus alas tras el cristal de un marco, en la pared, mientras los zapatos de Corso giraban despacio sobre el mármol negro del suelo. Junto a las vitrinas atestadas de libros y la ventana enrejada con la catedral al fondo, junto a todo lo que podía comprar con dinero, Varo Borja parpadeaba, desconcertado. Aún mantenía la mueca de arrogancia; incluso una mano golpeaba con mecánico desdén las tapas del libro. Pero mucho antes de aquel momento glorioso, Lucas Corso había aprendido a leer la derrota en los ojos de los hombres. Y también el miedo.
Su pulso latía con tranquila satisfacción cuando, sin decir palabra, desanduvo el camino hasta Varo Borja. A1 llegar ante él extrajo el cheque que asomaba entre las páginas de Las Nueve Puertas, y tras doblarlo cuidadosamente se lo metió en el bolsillo. Después cogió el dossier y el libro.
– Ya tendrá noticias mías -dijo.
Supo que había tirado el dado; que avanzaba la primera casilla en un peligroso juego de la oca y que era tarde para echarse atrás. Pero le apetecía jugar. Bajó por la escalera dejando a la espalda el eco de su propia risa seca, entre dientes. Varo Borja estaba equivocado. Ciertas cosas no podían pagarse con dinero.