– … Rochefort es también el hombre entrevisto y nunca alcanzado -proseguí, no sin dificultad en recobrar el hilo del discurso-. La máscara del misterio marcada con su cicatriz. Resume la paradoja, la impotencia de d'Artagnan, que lo persigue y no lo alcanza, quiere matarlo y no puede hasta veinte años después, por error, cuando ya no es un adversario sino un amigo.
– Tu d'Artagnan es un poco gafe -apreció uno de mis contertulios, el escritor de más edad. De su última novela había vendido quinientos ejemplares, pero ganaba un dineral publicando historias policiacas bajo el perverso pseudónimo de Emilia Forster. Lo miré con reconocimiento, complacido por la oportunidad del comentario.
– No os quepa duda. Al amor de su vida lo envenenan. A pesar de sus hazañas y de los servicios que presta a la Corona de Francia, pasa veinte años como oscuro teniente de mosqueteros. Y cuando en las últimas líneas de El vizconde de Bragelonne consigue el bastón de mariscal, que le ha costado cuatro tomos y cuatrocientos veinticinco capítulos conseguir, lo mata una bala holandesa.
– Como al auténtico d'Artagnan -dijo el actor, que había logrado situar una mano en los muslos de la columnista prestigiosa.
Bebí un sorbo de café antes de asentir. Corso no me quitaba ojo de encima.
– Tenemos tres d'Artagnan -aclaré-. Del primero, Carlos de Batz Castlemore, sabemos, porque lo publicó en su momento la Gaceta de Francia, que murió el 23 de junio de 1673 de un balazo en la garganta, durante el sitio de Maestrich. La mitad de sus hombres cayó con él… Aparte ese detalle póstumo, en vida resultó sólo un poco más afortunado que su homónimo de ficción.
– También era gascón?
– Sí, de Lupiac. Aún existe ese pueblo, y una lápida lo recuerda: «Aquí nació hacia 1615 d'Artagnan, cuyo verdadero nombre fue Charles de Batz, muerto en el asedio de Maestrich en 1673».
– Hay un desfase histórico -apuntó Corso consultando sus notas-. Según Dumas, d'Artagnan tenía dieciocho años al empezar la novela, hacia 1625. Pero en ese momento el verdadero d'Artagnan sólo contaba diez -sonrió como un conejo educado y escéptico-. Demasiado joven para manejar la espada.
– Sí -concedí-. Dumas arregló eso para que pudiese vivir la aventura de los herretes de diamantes con Richelieu y Luis XIII. Carlos de Batz debió de llegar a París muy joven: en 1640 su nombre figura como guardia en la compañía del señor Des Essarts, en documentos relativos al sitio de Arras, y dos años más tarde en la campaña del Rosellón… Mas nunca sirvió como mosquetero bajo Richelieu, pues ingresó en ese cuerpo de elite cuando ya Luis XIII había muerto. Su verdadero protector fue el cardenal julio Mazarino… Existe, en efecto, ese salto de diez o quince años entre ambos d'Artagnan; aunque Dumas, que tras el éxito de Los tres mosqueteros amplió la acción hasta abarcar casi cuarenta años en la historia de Francia, ajusta más en los siguientes tomos su ficción novelesca a los sucesos reales.
– ¿Cuáles son los hechos comprobados? Me refiero a las intervenciones históricas del auténtico d'Artagnan.
– Bastantes. Su nombre aparece en la correspondencia de Mazarino y en la del ministerio de la Guerra. Como el héroe de ficción, actuó como agente del cardenal durante la insurrección de la Fronda, con cargos de confianza en la corte de Luis XIV Incluso le encomendaron la delicada detención y escolta del ministro de Finanzas Fouquet, hecho confirmado por la correspondencia de madame de Sevigné. Y pudo conocer a nuestro pintor Velázquez en la isla de los Faisanes cuando acompañó a Luis XIV en busca de su prometida María Teresa de Austria…
– Todo un cortesano, por lo que veo. Muy diferente al espadachín de Dumas.
Alcé una mano, en defensa del rigor del asunto. -No deje que lo engañen las apariencias. Carlos de Batz, o d'Artagnan, siguió batiéndose hasta su muerte. Estuvo bajo las órdenes de Turena en Flandes, y en 1657 fue nombrado teniente de los mosqueteros grises; grado que equivalía a jefe efectivo de esa unidad. Diez años más tarde ascendió a capitán de mosqueteros y combatió en Flandes con ese mando, asimilable a general de caballería…
Corso entornaba los ojos tras los cristales de las gafas.
– Perdón -se inclinó hacia mí sobre el mármol del velador con el lápiz en alto, a medio escribir una palabra o una fecha-. ¿En qué año ocurrió eso?
– ¿El ascenso a general?… 1667. ¿Por qué le llama la atención?
Mostraba los incisivos mordiéndose el labio inferior; pero fue sólo un instante.
– Por nada -cuando habló, su rostro había recobrado la expresión impasible-. Ese mismo año quemaron en Roma a cierto individuo. Una curiosa coincidencia… -ahora me miraba, neutro-. ¿Le dice algo el nombre de Aristide Torchia?
Hice memoria. Ni la más remota idea.
– En absoluto -respondí-. ¿Tiene relación mas?
Aún dudó un momento.
– No -dijo por fin, aunque parecía lejos de estar convencido-. Creo que no. Pero continúe. Hablaba del auténtico d'Artagnan en Flandes.
– Murió en Maestrich, como he dicho, a la cabeza de sus hombres. Una muerte heroica: sitiaban la plaza ingleses y franceses, había que cruzar un paso peligroso, y d'Artagnan quiso ir primero por cortesía hacia sus aliados… Una bala de mosquete le partió la yugular.
– Nunca fue mariscal, entonces.
– No. Es exclusivo mérito de Alejandro Dumas conceder al d'Artagnan de ficción lo que el tacaño Luis XIV negó a su antecesor de carne y hueso… Conozco un par de libros interesantes sobre el particular; anote los títulos si quiere. Uno es el de Charles Samaran: D'Artagnan, capitaine des mousquetaires du rol, histoire veridique d'un héros de roman, publicado en 1912. El otro es Le vrai d'Artagnan. Lo escribió el duque de Montesquieu-Fezensac, descendiente directo del d'Artagnan auténtico. Publicado en 1963, me parece.
Ninguno de esos pormenores tenía aparente relación directa con el manuscrito Dumas, pero Corso los anotaba como si le fuera la vida en ello. De vez en cuando levantaba la vista del bloc y me dirigía inquisitivas miradas a través de los lentes torcidos. Otras inclinaba la cabeza cual si dejase de escuchar, y parecía absorto en secretas meditaciones. En ese momento, aunque yo mismo estaba al corriente de todos los detalles sobre El vino de Anjou, incluso de ciertas claves ocultas para el cazador de libros, me veía, en cambio, lejos de imaginar las complejas implicaciones que el asunto de Las Nueve Puertas iba a tener en la historia. Pero Corso, a pesar de su mente acostumbrada a la lógica, empezaba ya a establecer siniestras relaciones entre los hechos de cuya información disponía y, por decirlo de algún modo, el carácter literario sobre el que esos hechos se sustentaban. Todo esto puede parecer algo confuso, mas tengamos en cuenta que para Corso, entonces, la situación realmente lo era. Y aunque el momento temporal de esta narración es, sin duda, posterior al desenlace de los graves sucesos que ocurrieron después, el mismo carácter del bucle -recuerden los cuadros de Escher, o al bromista Bach- nos obliga a retornar continuamente al principio, ciñéndonos a los estrechos límites de la mente de Corso. Saber y callar, es la regla. Incluso cuando se hacen trampas, sin reglas no habría juego.