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– A mí, de perlas. Pero están muy nerviosos.

– Que tomen tila.

Era la hora del aperitivo. Había poco sitio libre en la barra y se apretaban hombro con hombro, entre humo de cigarrillos y rumor de conversaciones, procurando que sus codos evitaran los charquitos de espuma sobre el mostrador.

– Y por lo visto -añadió La Ponte – el Persiles es la edición príncipe. Encuadernación firmada por Trautz-Bauzonnet.

Corso negó con la cabeza.

– Por Hardy. En tafilete.

– Mejor me lo pones. De todas formas garanticé que yo no tenía nada que ver. Ya sabes que soy alérgico a los pleitos.

– Pero no a tu treinta por ciento. El otro alzó una mano, digno.

– Alto ahí. No mezcles las churras con las merinas, Corso. Una cosa es la hermosa amistad que nos profesamos. Otra muy distinta, el pan de mis hijos.

– No tienes hijos.

La Ponte hizo una mueca guasona.

– Dame tiempo. Aún soy joven.

Era bajito, guapo, coqueto y pulcro, con el pelo escaso en la coronilla; se lo arregló un poco con la palma de la mano, estudiando su efecto en el espejo del bar. Después atisbó en torno con ojos profesionales, al acecho de eventual presencia femenina. Siempre estaba atento a ese tipo de cosas, como a construir frases breves en la conversación. Su padre, un librero muy instruido, le había enseñado a escribir dictándole textos de Azorín. Pocos recordaban ya a Azorín, pero La Ponte seguía construyendo como él. Con mucho punto y seguido. Aquello le daba cierto aplomo dialéctico a la hora de seducir a las clientes en la trastienda de su librería de la calle Mayor, donde guardaba los clásicos eróticos.

– Además -añadió, retomando el hilo- con Armengol e Hijos tengo asuntos pendientes. Delicados. Rentables a corto plazo.

– También conmigo -puntualizó Corso por encima de su cerveza-. Eres el único librero pobre con el que trabajo. Y esos ejemplares los vas a vender tú.

– Bueno – La Ponte se excusaba, ecuánime-. Ya sabes que soy un tipo práctico. Pragmático. Rastrero.

– Lo sé.

– Imagínate una película del Oeste. A título de amigo yo aceptaría, como mucho, un tiro en el hombro. -Como mucho -admitió Corso.

– De todas formas, da igual – La Ponte miraba alrededor, distraído-. Ya tengo comprador para el Persiles.

– Pues págame otra caña. A cuenta de tu comisión.

Eran viejos amigos. Amaban la cerveza con mucha espuma y la ginebra Bols en su caneco marino de barro oscuro; pero sobre todo, los libros antiguos y las viejas almonedas del Madrid castizo. Se habían conocido muchos años atrás, cuando Corso husmeaba en librerías especializadas en autores españoles por encargo de un cliente, interesado en una Celestina fantasma que alguien citaba como anterior a la edición conocida de 1499. La Ponte no tenía ese libro; ni siquiera había oído hablar de él. Pero sí contaba con una edición del Diccionario de rarezas e inverosimilitudes bibliográficas de Julio Ollero, donde se aludía al tema. De la charla sobre libros derivó cierta afinidad, rubricada cuando La Ponte echó el cierre a su tienda y ambos vaciaron todo lo vaciable en el bar de Makarova mientras intercambiaban cromos de Melville, a bordo de cuyo Pequod, y en las escapadas de Azorín, La Ponte se crió de pequeñito. «Llamadme Ismael», dijo al rebasar la línea de sombra de la tercera Bols a palo seco. Y Corso lo llamó Ismael citando además, de memoria y en su honor, el episodio de la forja del arpón de Achab:

Tres cortes se dieron en la carne pagana, y el filo para la ballena blanca adquirió su temple…

Aquello fue remojado en debida forma, hasta el punto de que La Ponte dejó de mirar a las chicas que entraban y salían del bar para jurarle a Corso amistad eterna. En el fondo era un tipo algo ingenuo -a pesar de su cinismo militante y la carroñera profesión de librero de viejo que ejercía- e ignoraba que su nuevo amigo de gafas torcidas ejecutaba una sutil maniobra de flanqueo: al ojear sus anaqueles había localizado un par de títulos sobre los que pensaba negociar. Pero lo cierto fue que La Ponte, con su barbita rubia y rizada, los ojos dulces de gaviero Billy Budd y sus ensueños de cazador frustrado de ballenas, llegó a despertar la simpatía de Corso. Era capaz, incluso, de recitar la lista completa de tripulantes del Pequod -Achab, Stubb, Starbuck, Flask, Perth, Parsi, Queequeg, Tasthego, Daggoo…-, los nombres de todos los barcos citados en Moby Dick -Goney, Town-Ho, Jeroboam, Jungfrau, Bouton de Rose, Soltero, Deleite, Raquel…-, y además sabía perfectamente, prueba suprema, qué era el ámbar gris. Hablaron de libros y ballenas. Y así quedó fundada aquella noche la Hermandad de Arponeros de Nantucket, con Flavio La Ponte secretario general, Lucas Corso tesorero, y ambos únicos miembros bajo el madrinazgo tolerante de Makarova, quien se negó a cobrar la última ronda para terminar compartiendo con ellos una botella extra de ginebra.

– Me voy a París -dijo Corso, mirando por el espejo a una mujer gorda que introducía monedas cada quince segundos por la ranura de la máquina tragaperras, cual si la musiquilla y el movimiento de los reclamos de colores, frutas y campanas, la fuesen a tener allí, hipnotizada e inmóvil excepto la mano que oprimía los pulsadores del juego, hasta la consumación de los siglos-. A ocuparme de tu Vino de Anjou.

Vio a su amigo arrugar la nariz y observarlo de reojo. París equivalía a gastos extra, complicaciones. Ponte era un librero modesto y tacaño.

– Sabes que no puedo permitirme eso. Corso apuraba despacio su vaso.

– Sí puedes -sacó unas monedas para pagar la ronda-. Voy por otro asunto.

– Otro asunto -repitió La Ponte, mirándolo con interés.

Makarova puso dos cervezas más en el mostrador. Era grande, rubia y cuarentona, con el pelo corto y un aro en una oreja, recuerdo de cuando navegaba a bordo de un pesquero ruso. Llevaba pantalones estrechos y camisa remangada hasta los hombros, y sus bíceps excesivamente fuertes no eran lo único masculino que podía olfatearse en ella. Siempre tenía un cigarrillo encendido en el extremo de la boca, dejándolo consumirse allí. Con un aire báltico y su forma de moverse, parecía un oficial ajustador en una fábrica de cojinetes de Leningrado.

– Leí el libro -le dijo a Corso desguazando las erres. Al hablar, la ceniza del cigarrillo se desplomaba sobre su camisa húmeda-. Esa fulana, Bovary. Pobre idiota.

– Celebro que captaras el fondo del asunto. Makarova enjugó el mostrador con un paño. Desde el otro extremo de la barra, Zizi la vigilaba mientras hacía sonar la caja registradora. Era el polo opuesto de Makarova: mucho más joven, menuda y muy celosa. A veces, a punto de cerrar, se peleaban a golpes, borrachas, ante los últimos parroquianos de confianza. En cierta ocasión, tras una de esas broncas y con un ojo morado, Zizi había puesto tierra de por medio, vengativa y furiosa. Hasta que volvió, tres días más tarde, las lágrimas de Makarova estuvieron haciendo clup-chip al caer dentro de los vasos de cerveza. Aquella noche cerraron pronto y las vieron irse cogidas de la cintura, besándose en los portales como dos jovencitas enamoradas.

– Se va a París – La Ponte señaló a Corso con un movimiento de cabeza-. A sacarse ases de la manga. Recogió Makarova los vasos vacíos mientras miraba a Corso a través del humo de su cigarrillo.

– Siempre tiene algo escondido -dijo, gutural y desapasionadamente-. En alguna parte.

Luego puso los vasos en el fregadero y se fue a atender a otros clientes, balanceando los hombros cuadrados. Corso era el único ejemplar masculino que escapaba a su desdén por el sexo opuesto, y solía pregonarlo cuando se negaba a cobrarle una copa. Incluso Zizi lo miraba con cierta neutralidad. En una ocasión en que Makarova fue detenida por romperle la cara a un guardia en una manifestación de gays y lesbianas, Zizi había esperado toda la noche sentada en un banco de la comisaría. Corso la acompañó con bocadillos y una botella de ginebra, tras recurrir a sus contactos en la policía para suavizar las cosas. Todo aquello ponía a La Ponte absurdamente celoso.