– «No seas imbécil, Corso. Yo iré donde deba ir.»
Todavía añadió «saludos a Treville» antes de colgar el teléfono, y Corso hizo un gesto a medio camino entre la exasperación y el sarcasmo, porque pensaba en lo mismo y no agradecía la coincidencia. Por eso permaneció un momento mirando el auricular antes de devolverlo a la horquilla. Naturalmente, ella estaba leyendo Los tres mosqueteros; incluso tenía el libro abierto cuando la vio por la ventana. En el capítulo tercero, recién llegado a París y en plena audiencia con el señor de Treville, jefe de los mosqueteros del rey, d'Artagnan ve por la ventana a Rochefort y, precipitándose escaleras abajo, en su busca, tropieza con el hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramis. Saludos a Treville. Como broma resultaba ingeniosa, si es que era espontánea. Pero a Corso no le hacía ninguna gracia.
Después de colgar el teléfono permaneció quieto en la penumbra del pasillo, reflexionando. Tal vez esperaban de él precisamente eso, una carrera escaleras abajo, espada en mano, tras el señuelo de Rochefort. Hasta la llamada de la chica podía formar parte del plan; o tal vez, puestos a rizar el rizo, una advertencia contra ese mismo plan, si es que había tal. Y si es que ella -Corso tenía demasiada experiencia para poner la mano en el fuego por nadie- jugaba limpio.
Malos tiempos, se dijo de nuevo. Tiempos absurdos. Después de tantos libros, cine y televisión, después de tantos niveles de lectura posibles, resultaba difícil saber si uno se enfrentaba al original o a la copia; cuándo el juego de espejos devolvía la imagen real, la invertida o la suma de éstas, y cuáles eran las intenciones del autor. Resultaba tan fácil quedarse corto como pasarse de listo. Había en ello un motivo más para envidiar al tatarabuelo Corso, sus mostachos de granadero y el olor a pólvora sobre el barro de Flandes. Entonces una bandera todavía era una bandera, el Emperador era el Emperador, una rosa era una rosa. De cualquier modo, ahora, en París y para Corso, algo seguía claro: incluso como lector de segundo nivel estaba dispuesto a asumir el juego sólo hasta ciertos límites. Y no tenía edad, ni inocencia, ni ganas de correr a batirse en terreno elegido por los adversarios, tres duelos concertados en diez minutos, en los Carmelitas Descalzos o donde diablos fuera. Cuando hubiera que decirse hola muy buenas, ya procuraría él acercarse a Rochefort con todas las garantías a su favor, a ser posible por detrás y con una barra de hierro en la mano. Se lo debía desde aquella calleja estrecha, en Toledo, sin olvidar los intereses acumulados en Sintra. Corso era de los que siempre saldan sus deudas en frío. Sin prisas.
Los muelles del Sena
Se considera insoluble este misterio por las mismas razones que deberían inducir a considerarlo solucionable.
(E. A. Poe. Los crímenes de la calle Morgue)
– La clave es elemental -dijo Frida Ungern-: abreviaturas similares a las utilizadas en los antiguos manuscritos latinos. Quizá porque Aristide Torchia tomó literalmente la mayor parte del texto de otro manuscrito; puede que del legendario Delomelanicon. En la primera lámina, el sentido es evidente para quien conozca un poco el lenguaje hermético: NEM. PERV.T QUI N.N LEG. CERT.RIT es, por supuesto, NEMO PERVENIT QUI NON LEGITIME CERTAVERIT.
– … Nadie que no haya combatido según las reglas lo consigue.
Iban por la tercera taza de café, y saltaba a la vista que, al menos en lo formal, Corso había sido adoptado. Vio asentir a la baronesa, complacida.
– Muy bien… ¿Puede interpretar algún elemento de esa lámina?
– No… -mintió Corso con sangre fría. Acababa de descubrir que, en aquel ejemplar, las torres de la ciudad amurallada hacia la que iba el caballero no eran cuatro, sino tres-. Salvo el gesto del personaje, que parece elocuente.
– Y lo es: vuelto hacia el adepto con un dedo sobre la boca, aconsejando silencio… Es el tacere de los filósofos del arte oculto. Al fondo, la ciudad amurallada circunda las torres, el secreto. Observe que la puerta está cerrada. Hay que abrirla.
Tenso, muy alerta, Corso pasó más páginas hasta llegar a la segunda lámina: el ermitaño ante otra puerta, con las llaves en la mano derecha. La leyenda era CLAUS. PAT. T.
– CLAUSAE PATENT -descifró sin dificultad la baronesa-: Abren lo cerrado, las puertas cerradas… El ermitaño significa conocimiento, estudio, sabiduría. A su lado, fíjese, el mismo perro negro que, según la leyenda, acompañaba a Agripa. El perro fiel… De Plutarco a Bram Stroker y su Drácula, sin olvidar el Fausto de Goethe, el perro negro es uno de los animales preferidos por el diablo para encarnarse… En cuanto al farol, pertenece al filósofo Diógenes, que tanto despreciaba los poderes temporales y lo único que pedía al poderoso Alejandro era que no le hiciese sombra; que se apartara porque le tapaba el sol, la luz.
– ¿Y la letra Teth?
– No estoy segura -golpeó ligeramente la lámina-. El Ermitaño del Tarot, muy parecido a éste, va a veces acompañado de una serpiente, o del bastón que la simboliza. En la filosofía oculta, la serpiente y el dragón son guardianes del recinto maravilloso, jardín o Vellocino, y duermen con los ojos abiertos. Son el Espejo del Arte.
– Ars diavoli -dijo Corso al azar, y la baronesa sonrió a medias, asintiendo misteriosa. Sin embargo él sabía, por Fulcanelli y otras viejas lecturas, que el término Espejo del Arte no se encuadraba en la demonología, sino en la alquimia. Se preguntó cuánto de charlatanería encerraba la erudición con que lo obsequiaba su interlocutora y suspiró para sus adentros, sintiéndose como un buscador de oro metido en un río hasta la cintura y con el cedazo en las manos. Después de todo, concluyó, las quinientas páginas de un best-seller tenían que llenarse con algo.
Pero Frida Ungern ya pasaba a la tercera lámina:
– El lema es VERB. D.SUM C.S.T ARCAN. Es decir: VERBUM DIMISSUM CUSTODIAT ARCANUM. Lo podemos traducir como: La palabra perdida guarda el secreto. Y el grabado es significativo: un puente, la unión entre la orilla clara y la oscura. Desde la mitología clásica hasta el juego de la oca, su sentido está claro. Puede unir la tierra con el cielo o con el infierno, igual que el arco iris… Naturalmente, para cruzar éste hay que abrir antes las puertas amuralladas que lo cierran.
– ¿Y el arquero escondido en la nube?
Esta vez casi se le alteró la voz al preguntar. En los ejemplares Uno y Dos, del hombro del arquero colgaba un carcaj vacío. Pero en el número Tres el carcaj contenía una flecha. Frida Ungern apoyaba un dedo en ella.
– El arco es el arma de Apolo y de Diana, la luz del supremo poder. La ira del dios, o de Dios. Es el enemigo que acecha a quien cruza el puente -se inclinó, queda y confidencial-. Aquí significa una terrible advertencia. No es recomendable jugar con estas cosas.
Corso asintió mientras pasaba a la cuarta lámina. Sentía rasgarse velos en su razón; las puertas empezaban a abrirse con chirridos demasiado siniestros. Ahora tenía ante sí al bufón y su laberinto de piedra, bajo el lema: FOR. N.N OMN. A. QUE. Frida Ungern lo tradujo como FORTUNA NON OMNIBUS AEQUE: La suerte no es igual para todos.
– El personaje equivale al loco del Tarot -aclaró-. El loco de Dios del Islam. También lleva, por supuesto, su bastón o serpiente simbólica en la mano… Es el bufón medieval, el Joker de la baraja, el comodín. Simboliza el Destino, el azar, el fin de todo, la conclusión esperada o inesperada: observe los dados. En el medievo, los bufones eran seres privilegiados; se les permitían cosas vedadas a otros, teniendo por misión recordar a los señores su condición mortal, y que su fin era tan inevitable como el de los demás hombres…