– ¿Qué has averiguado de ese tipo?
– ¿Maquet? No hay mucho que averiguar. Terminó mal con Dumas, con juicios y reclamaciones de dinero. Aunque hay un detalle curioso: Dumas se lo gastó todo en vida, muriendo sin un céntimo; pero Maquet envejeció rico, propietario, incluso, de un castillo. Cada uno a su manera, a ambos les fueron bien las cosas.
– ¿Y ese capítulo que escribieron a medias?
– Maquet hizo la redacción original, una primera versión más simple, y Dumas le dio calidad y estilo, desarrollándola con notas sobre el mismo original de su colaborador. El tema lo conoces: Milady intenta envenenar a d'Artagnan.
La Ponte miraba su taza de café vacía, con inquietud.
– En conclusión…
– Pues yo diría que alguien, que se considera una especie de reencarnación de Richelieu, ha conseguido reunir todos los grabados originales del Delomelanicon y el capítulo de Dumas, donde, por alguna razón que desconozco, hay una clave de lo que está pasando. Y quizás en este momento se dispone a invocar a Lucifer. Mientras tanto tú te has quedado sin manuscrito, Varo Borja sin libro, y yo me he caído con todo el equipo.
Sacó del bolsillo la carta de Richelieu para echarle otro vistazo. La Ponte parecía de acuerdo.
– La pérdida del manuscrito no es grave -puntualizó-. Le pagué a Taillefer, pero no demasiado -emitía una risita ladina-. Por lo menos, con Liana cobré en especies. Pero tú sí estás en un buen lío.
Corso miró a la chica, que continuaba leyendo en silencio.
– Tal vez ella podría decirnos en qué clase de lío estoy.
Hizo una mueca antes de golpear la mesa con los nudillos como un jugador que ya no tiene cartas a mano, resignado. Pero tampoco esta vez hubo respuesta. Fue La Ponte quien soltó un gruñido de censura.
– Sigo sin comprender por qué te fías de ella.
– Te lo he dicho antes -respondió al fin la chica, con desgana. Había puesto la pajita del zumo entre las páginas, a modo de señal-. Cuido de él.
Corso asintió con aire divertido, aunque maldito lo divertido que estaba.
– Ya la oyes. Es mi ángel de la guarda.
– ¿De veras? Pues podría cuidarte mejor. ¿Dónde estaba cuando Rochefort te robó la bolsa?
– Quien sí estaba eras tú.
– Eso es distinto. Yo soy un librero pusilánime. Pacífico. Todo lo contrario de un hombre de acción. Si me presentase a un concurso de cobardes, seguro que los jueces me descalificaban. Por cobarde.
Corso no lo seguía con demasiada atención, pues acababa de hacer un descubrimiento. La sombra del campanario de la iglesia venía a proyectarse en el suelo, cerca de ellos. La silueta ancha y oscura se había ido moviendo poco a poco en sentido opuesto al sol. Observó que la cruz del remate quedaba a los pies de la chica, muy cerca de ella, pero sin que en ningún momento llegase a tocarla. Prudente, la sombra de la cruz se mantenía a distancia.
Telefoneó a Lisboa desde una oficina de PTT, para averiguar cómo iban las cosas respecto a Victor Fargas. Las noticias no eran alentadoras. Pinto había tenido acceso al informe del forense: muerte por inmersión forzosa en el estanque. La policía de Sintra había establecido el robo como presunto móvil. Persona o personas desconocidas. La parte positiva consistía en que, de momento, nadie relacionaba a Corso con el asunto. Añadió el portugués que había hecho correr la descripción del tipo de la cicatriz, por si acaso. Corso le dijo que olvidase a Rochefort. El pájaro había volado.
En apariencia las cosas no podían ir peor; pero se complicaron más al mediodía. Apenas entró en el vestíbulo de su hotel con La Ponte y la chica, el cazador de libros supo que algo no iba bien. Grüber estaba en el mostrador de recepción, y tras el habitual gesto imperturbable sus ojos transmitían un mensaje de alerta. Mientras se acercaban a él, Corso vio que el conserje se volvía a mirar con aire casual el casillero de su habitación, y luego, llevándose una mano hasta la solapa de la chaqueta, la alzaba ligeramente, en un remedo cuya elocuencia era internacional.
– No os paréis -le dijo Corso a los otros.
Casi tuvo que tirar del desconcertado La Ponte mientras la chica se les adelantaba, decidida y tranquila, por el estrecho pasillo que iba hasta el café-restaurante abierto a la plaza del Palais Royal. Con un último vistazo al pasar frente a recepción, Corso vio a Grüber apoyar una mano en el teléfono que había en el mostrador.
Estaban de nuevo en la calle, y La Ponte dirigía nerviosas miradas a su espalda.
– ¿Qué pasa?
– Policías -le explicó Corso-. En mi habitación.
– ¿Cómo lo sabes?
La chica no hizo preguntas. Se limitaba a mirar a Corso, aguardando instrucciones. Éste sacó del bolsillo el sobre con membrete del hotel remitido por el conserje la noche anterior, extrajo el mensaje que informaba del paradero de La Ponte y Liana Taillefer, y puso en su lugar un billete de quinientós francos. Lo hizo despacio, esforzándose por mantener la calma y que los otros no percibieran el temblor que le agitaba los dedos. Cerró el sobre antes de tachar su nombre y escribir el de Grüber, y se lo entregó a la chica.
– Dáselo a uno de los camareros del café -tenía las palmas de las manos húmedas. Se las secó en el forro interior de los bolsillos, señalando después una cabina telefónica al otro lado de la plaza-. Y reúnete conmigo allí.
– ¿Y yo? -preguntó La Ponte.
A pesar de lo apurado de la situación, Corso estuvo cerca de echarse a reír en la cara de su amigo. Pero se limitó a dirigirle una mirada burlona.
– Puedes hacer lo que quieras. Aunque mucho me temo, Flavio, que acabas de pasar a la clandestinidad.
Echó a andar cruzando la plaza entre el tráfico, en dirección a la cabina telefónica, sin preocuparse de si el otro lo seguía o no. Cuando cerró la puerta acristalada e introdujo la tarjeta en la ranura lo vio a un par de metros, con aire de desamparo, mirando angustiado a su alrededor.
Marcó el número del hotel, pidiendo que lo pusieran con recepción:
– ¿Qué ocurre, Grüber?
– “Vinieron dos policías, señor Corso -la voz del antiguo SS había bajado un poco el tono pero se mantenía tranquila, controlando la situación-. Siguen arriba, en su cuarto.”
– ¿Hubo alguna explicación?
– “Ninguna. Preguntaron su fecha de entrada y si conocíamos sus movimientos hacia las dos de la madrugada. Dije que lo ignoraba y los remití a mi compañero de ese turno. También pidieron la descripción, porque no conocen su aspecto. Quedamos en que les avisaría si usted llegaba. Justo en este momento me dispongo a hacerlo.”
– ¿Qué va a decirles?
– “La verdad, naturalmente. Que usted apareció un momento en el vestíbulo y salió en el acto, en compañía de un caballero barbudo y desconocido. En cuanto a la señorita, no se interesaron por ella; así que no veo razón para mencionar su presencia.”
– Gracias, Grüber -hizo una pausa y añadió, sonriéndole al auricular-. Soy inocente.
– “Por supuesto, señor Corso. Todos los clientes de nuestro establecimiento lo son -se oyó el sonido de papel rasgándose-. Ah. En este momento me entregan su sobre.”
– Nos veremos, Grüber. Consérveme la habitación un par de días; espero volver por mis cosas. Si hubiese algún problema, utilice el número de mi tarjeta de crédito. Cárguelo ahí. Y otra vez gracias.
– “A su servicio.”
Corso colgó el teléfono. La chica ya estaba de regreso junto a La Ponte. Salió de la cabina, reuniéndose con ellos.
– La policía tiene mi nombre. Y si lo tiene, es que alguien se lo dio.
– A mí no me mires -dijo La Ponte -. Hace rato que toda esta historia me viene grande.
Corso hizo una reflexión amarga para sus adentros: también le venía grande a él. Todo se había ido fuera de control, timón de barco sin gobierno, dando bandazos.
– ¿Se te ocurre algo? -le preguntó a la chica. Era el único cabo del enigma que le quedaba en las manos; su última esperanza.