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– ¿Sorprendido? -pregunté, acechando el efecto en su cara.

Asintió con hosco desconcierto. Varios invitados acudían a saludarme, así que estreché manos, intercambié cumplidos y bromas. La atmósfera era agradable y cordial. A mi lado, Corso caminaba con la expresión de quien está a punto de caerse de la cama y despertar, y yo disfrutaba muchísimo. Incluso le hice algunas presentaciones con satisfacción perversa, viéndolo saludar azarado, inseguro del terreno en que se movía. Su habitual aplomo estaba hecho trizas, y ésa era mi pequeña revancha. Después de todo, fue él quien acudió a mí por primera vez con El vino de Anjou bajo el brazo, empeñado en complicar las cosas.

– Déjenme presentarles al señor Corso… Bruno Lostia, anticuario milanés. Permítame. Sí, en efecto. Thomas Harvey, ya sabe, Harvey joyeros: Nueva York-Londres-París-Roma… Y el conde Von Schlossberg: la colección privada de pintura más famosa de Europa. Tenemos de todo un poco, como puede ver: un premio Nobel venezolano, un ex presidente argentino, el príncipe heredero de Marruecos… ¿Sabía usted que su padre es lector empedernido de Alejandro Dumas? Mire quien llega. Lo conoce, ¿verdad?… Profesor de semiótica en Bolonia… La dama rubia que conversa con él es Petra Neustadt, la crítico literaria más influyente de Europa central. En aquel grupo, junto a la duquesa de Alba, puede ver al financiero Rudolf Villefoz y al escritor británico Harold Burgess. Amaya Euskal, del grupo Alpha Press, con el editor más poderoso de Estados Unidos, Johan Cross, de O amp;O Papers, Nueva York… Y supongo que recuerda a Achille Replinger, librero en París.

Aquél fue el golpe de gracia; paladeé su efecto en el rostro desencajado de mi interlocutor, casi compadeciéndolo. Replinger tenía en la mano una copa vacía y bajo el mostacho de mosquetero una sonrisa amigable, igual que cuando identificaba el manuscrito Dumas en su tienda de la calle Bonaparte. Me saludó con un abrazo de oso enorme, antes de palmear afectuosamente la espalda del invitado e ir en busca de otra copa, resoplando como un Porthos rubicundo y jovial.

– Maldita sea -susurró Corso, acercándose a mí en un aparte-. ¿Qué es lo que pasa aquí?

– Ya le dije que es una larga historia.

– Pues termine de contarla de una vez.

Nos habíamos acercado a la mesa. Serví un par de copas de vino, mas rechazó la suya con un movimiento de cabeza.

– Ginebra -murmuró-. ¿No hay ginebra?

Indiqué un mueble bar al extremo del salón, y fuimos hasta allí, deteniéndonos tres o cuatro veces en el camino a fin de intercambiar nuevos saludos: un conocido director de cine, un millonario libanés, un ministro español del Interior… Corso se apoderó de una botella de Beefeater y llenó un vaso hasta arriba, despachando la mitad de un solo trago. Se estremeció un poco y sus ojos brillaron tras los cristales -uno roto, el otro intacto- de las gafas; sostenía la botella contra el pecho, con miedo a perderla.

– Iba a contarme algo -dijo.

Sugerí la terraza al otro lado de la puerta vidriera, donde podíamos conversar sin interrupciones, y Corso llenó de nuevo el vaso hasta el borde antes de seguirme allí. La tormenta había cesado; despuntaban estrellas sobre nuestras cabezas.

– Soy todo oídos -anunció, bebiendo otro largo trago.

Me apoyé en la balaustrada todavía húmeda de lluvia, mientras mojaba los labios en mi copa de vino de Anjou.

– La posesión del manuscrito de Los tres mosqueteros me dio la idea -dije-: ¿Por qué no crear una sociedad literaria, una especie de club de admiradores incondicionales de las novelas de Alejandro Dumas y del folletín clásico y de aventuras?… Por razones de trabajo me relacionaba ya con varios candidatos idóneos… -indiqué el salón iluminado. A través de las grandes vidrieras se veía ir y venir a los invitados, charlando animadamente. Un éxito. Aquello era la prueba de mi acierto, y no disimulé el orgullo de autor-. Una sociedad consagrada a estudiar ese tipo de relatos, que rescata autores y obras olvidadas, fomentando su reedición y difusión bajo un sello editorial que tal vez le sea familiar: Dumas amp; Co.

– Lo conozco -confirmó Corso-. Editan en París y acaban de publicar a Ponson du Terrail completo. El año pasado fue Fantomas… Ignoraba que usted interviniera en eso.

Sonreí, complacido.

– Es la regla: nada de nombres, nada de protagonismos… Como puede ver, el asunto es algo erudito y un poco infantil al mismo tiempo; un juego literario y nostálgico que rescata algunas viejas lecturas y nos devuelve a nosotros mismos tal como éramos; con nuestra inocencia original. Después uno madura, se hace flaubertiano o stendhaliano, se pronuncia por Faulkner, Lampedusa, García Márquez, Durrell o Kafka… Nos volvemos distintos unos de otros; incluso adversarios. Mas todos tenemos un guiño de complicidad al referirnos a ciertos autores y libros mágicos, que nos hicieron descubrir la literatura sin atarnos a dogmas ni enseñarnos lecciones equivocadas. Ésa es nuestra auténtica patria común: relatos fieles no a lo que los hombres ven, sino a lo que los hombres sueñan.

Dejé aquellas palabras en el aire e hice una pausa, aguardando su efecto. Pero Corso se limitó a levantar el vaso de ginebra para mirarlo al trasluz. Su patria estaba allí adentro.

– Eso era antes -repuso-. Ahora los niños y los jóvenes y toda la maldita gente son apátridas que ven la tele.

Negué con la cabeza, seguro de mí. Precisamente había escrito algo al respecto en el suplemento literario de Abc, un par de semanas antes.

– No crea. Incluso ahí caminan, sin saberlo, sobre las viejas huellas. El cine en televisión, por ejemplo, mantiene el vínculo. Esas viejas películas. Hasta Indiana Jones es heredero de todo aquello.

Corso hizo una mueca en dirección a las vidrieras iluminadas.

– Es posible. Pero estaba hablándome de esa otra gente. Me gustaría saber cómo los… reclutó.

– No es ningún secreto -respondí-. Desde hace diez años me ocupo de coordinar esta sociedad selecta, el club Dumas, que celebra en Meung su reunión anual. Puede ver que los miembros acuden puntuales a su cita desde todos los rincones del planeta. Hasta el último de ellos es un lector de primera clase…

– ¿De folletines? No me haga reír.

– No tengo la menor intención de hacerle reír, Corso. ¿Por qué pone esa cara…? Usted sabe que una novela, o una película nacida para el simple consumo, puede convertirse en obra exquisita: desde el Pickwick a Casablanca y Goldfinger… Relatos llenos de arquetipos a los que el público acude para gozar, consciente o inconscientemente, con la estrategia de las repeticiones argumentales y sus pequeñas variaciones; con la dispositio más que con la elocutio… De ahí que el folletín, incluso el serial televisivo más tópico, puedan ser objeto de culto tanto para un público ingenuo como para uno exigente. Hay quien busca la emoción en Sherlock Holmes arriesgando su vida, y otros que buscan la pipa, la lupa y ese elemental querido Watson que, fíjese, Conan Doyle nunca escribió. El truco de los esquemas, sus variaciones y repeticiones, es tan viejo que incluso Aristóteles se refiere a él en su Poética. Y en realidad, ¿qué es el serial televisivo sino una modalidad actualizada de la tragedia clásica, el gran drama romántico o la novela alejandrina…? De ahí que un lector inteligente pueda gozar mucho con todo eso, de modo excepcional. Y es que también hay excepciones hechas a base de reglas.

Creí que Corso me escuchaba interesado; mas lo vi mover la cabeza igual que un gladiador negándose a aceptar el terreno peligroso que ofrece un adversario.