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– Déjese de magisterio literario y vuelva a su club Dumas -sugirió, impaciente-. A ese capítulo que andaba suelto por ahí… ¿Dónde está el resto?

– Allí dentro -respondí, mirando el salón-. Utilicé los sesenta y siete capítulos del manuscrito para organizar la sociedad: un máximo de sesenta y siete miembros, cada uno con un capítulo a modo de acción nominativa. La adjudicación se realiza según una estricta lista de candidatos, y los cambios en la titularidad requieren la aprobación del consejo directivo, que yo presido… El nombre de cada aspirante es rigurosamente discutido antes de aprobar su admisión.

– ¿Cómo se transmiten las acciones?

– No se transmiten bajo ningún concepto. Al fallecimiento de un miembro del club, o cuando alguien abandona la sociedad, el capítulo correspondiente debe regresar al seno de ésta. Es el consejo quien lo adjudica a un nuevo candidato. Un socio nunca puede disponer libremente.

– ¿Eso intentó Enrique Taillefer?

– En cierto modo. En principio era un candidato ideal. Y fue miembro ejemplar del Club Dumas hasta que infringió las normas.

Corso apuraba el resto de ginebra. Dejó el vaso en la balaustrada cubierta de musgo y estuvo un rato callado, los ojos fijos en las luces del salón. Al fin negó, incrédulo.

– No es motivo para asesinar a nadie -dijo en voz queda; parecía dirigirse a sí mismo-. Y no puedo creer que toda esa gente… -me miró, contumaz-. Son conocidos y respetables, en principio. Nunca se mezclarían en algo así.

Reprimí otro gesto de impaciencia.

– Creo que usted saca extraordinariamente las cosas de quicio… Enrique y yo éramos amigos desde hace tiempo. Nos unía la fascinación común por este tipo de relatos, aunque su gusto literario no estuviese a la altura del entusiasmo… El caso es que el éxito como editor de best-sellers gastronómicos le permitía invertir tiempo y dinero en ello. Y, en justicia, si alguien merecía formar parte de nuestra sociedad era él. Por eso recomendé su admisión. Ya le digo que compartíamos, si no el gusto, al menos la afición.

– Compartían más cosas, creo recordar.

Corso había recuperado la sonrisa sarcástica y eso me irritó.

– Podría decirle que no es asunto suyo -repuse, molesto-. Pero quiero explicárselo todo… Liana siempre ha sido una mujer especial, además de bellísima. También lectora precoz… ¿Sabe que a los dieciséis años se tatuó una flor de lis en la cadera?… No lo hizo en el hombro, como Milady de Winter, su ídolo, para que ni la familia ni las monjas del internado se enteraran… ¿Qué le parece?

– Conmovedor.

– No parece muy conmovido. Mas le aseguro que ella es una persona admirable… El caso es que, bueno… Intimamos. Antes mencioné la patria que, para todo ser humano, constituye el paraíso perdido de la infancia, ¿recuerda?… Pues la patria de Liana son Los tres mosqueteros. Apasionada por el mundo descubierto en esas páginas, decidió casarse con Enrique al conocerlo casualmente en una fiesta donde pasaron la noche intercambiando citas de la novela. Además, él ya era un editor riquísimo en esa época.

– O sea: un flechazo -apuntó Corso.

– No sé por qué lo dice en ese tono. Fue un matrimonio de lo más sincero. Lo que pasa es que, a la larga, incluso para alguien con la buena disposición de su mujer, Enrique podía convertirse en un pelmazo… Por otra parte éramos buenos amigos, y yo los visitaba con frecuencia. Liana… -dejé mi copa junto a su vaso vacío, sobre la balaustrada-. En fin. Ya se puede imaginar.

– Sí. Lo puedo imaginar.

– No me refería a eso. Se convirtió en una excelente colaboradora, hasta el punto de que apadriné su ingreso en la sociedad, hace ahora cuatro años. Posee el capítulo 37, titulado El secreto de Milady. Lo escogió personalmente.

– ¿Por qué la puso tras de mí?

– Vayamos por partes. En los últimos tiempos Enrique se había convertido en fuente de problemas. En vez de limitarse al rentable negocio de la edición gastronómica, se empeñaba en ser autor de un folletín. Pero es que además el texto era horroroso. Algo infame, créame. Había plagiado con el mayor descaro todos los tópicos del género. Se titulaba…

– La mano del muerto.

– Eso es. Ni siquiera el título era suyo. Y lo que es peor: tenía la pretensión inaudita de que Dumas amp; Co. se lo publicara. Me negué, por supuesto. Aquel engendro jamás habría obtenido la aprobación del consejo. Además, Enrique tenía dinero de sobra para editarse él mismo, y se lo dije.

– Supongo que lo encajó mal. Vi su biblioteca.

– ¿Mal?… Eso es un eufemismo. La discusión se produjo en su despacho. Aún lo veo erguido sobre las puntas de los pies, pequeño y rechoncho, casi a punto de sufrir una apoplejía y mirándome con ojos de loco. Todo muy desagradable. Que si había consagrado su vida a esto. Que quién era yo para juzgar su obra. Que eso correspondía a la posteridad. Que yo era un crítico parcial y un pedante insufrible. Y que además estaba liado con su mujer… Aquello último me dejó estupefacto: ignoraba que estuviera al corriente. Mas, según parece, Liana habla en sueños, y entre pardieces y maldiciones a d'Artagnan y a sus amigos, a los que por cierto odia como si realmente hubiera conocido, había estado radiándole el serial a su marido… ¿Imagina mi situación?

– Muy penosa.

– Penosísima. Aunque lo peor venía de camino. Enrique estaba lanzado: dijo que si él era un escritor mediocre, tampoco Dumas era gran cosa. A ver qué hubiera hecho sin Augusto Maquet, a quien explotó miserablemente; la prueba estaba en las hojas blancas y azules de El vino de Anjou, guardadas en su caja fuerte… Nuestra discusión subió de tono. Me llamó adúltero a modo de insulto, como en los viejos dramas, y yo lo califiqué de analfabeto, añadiendo comentarios con mala intención sobre sus últimos éxitos gastronómico-editoriales. Por fin lo comparé con el pastelero de Cyrano… «Me vengaré», dijo, calcando tono y ademán al conde de Montecristo. «Voy a dar publicidad a todo el fraude que se montó tu admirado Dumas para dar su nombre a novelas ajenas. Sacaré el manuscrito a la luz, y verán cómo fabricaba folletines aquel farsante. De paso me cargo los estatutos de la sociedad, porque el capítulo es mío y se lo venderé a quien me dé la gana. Así que ponte a remojo, Boris»…

– Le dio fuerte.

– No sabe de qué manera, ni hasta dónde llega el despecho de un autor despreciado. Nada valieron mis protestas; me echó a la calle. Después supe por Liana que había llamado a ese librero, La Ponte, para ofrecerle el manuscrito; tuvo que creerse astuto y sinuoso cual Edmundo Dantés. Lo que pretendía era desatar un escándalo sin que lo salpicara directamente, manteniendo a salvo su propio crédito. Así entró en la historia. Comprenda mi sobresalto cuando lo vi aparecer con El vino de Anjou.

– Disimuló muy bien.

– Tenía motivos de sobra. Con Enrique muerto, Liana y yo dábamos el manuscrito por perdido.

Observé que Corso buscaba en el interior del gabán hasta encontrar un cigarrillo arrugado. Se lo colgó de la boca y dio unos pasos por la terraza, sin ademán de encenderlo.

– Su historia es absurda -concluyó-. Ningún Edmundo Dantés se suicidaría antes de saborear la venganza.

Asentí, aunque en ese momento me daba la espalda y no podía ver mi gesto.

– Es que aún pasaron más cosas -dije-. Al día siguiente de nuestra conversación, Enrique fue a mi casa en un último intento por convencerme… Yo estaba harto y no tolero que me hagan chantaje; así que, sin tener conciencia exacta de lo que hacía, le asesté el golpe mortal. Su folletín, a pesar de ser muy malo, me había dejado al leerlo cierta sensación familiar. Entonces, cuando Enrique me organizó la segunda escena, fui a mi biblioteca, busqué un viejísimo tomo de La novela popular e ilustrada, publicación poco conocida de finales del siglo pasado, y lo abrí por la primera página de un relato que firmaba un tal Amaury de Verona, imagínese el asunto, titulado: Angelina de Gravaillac, o el honor inmaculado. En cuanto leí en voz alta el primer párrafo vi palidecer a Enrique, igual que si el espectro de la tal Angelina se hubiera alzado en su tumba. Y más o menos así era. Confiando en que nadie recordaría el relato, lo había plagiado, copiándolo casi al pie de la letra salvo un capítulo íntegramente robado a Fernández y González que, por cierto, era lo mejor de la historia… Lamenté no tener mi cámara cerca y hacerle una foto, porque se llevó una mano a la frente para exclamar «¡Condenación!»; mas no le oí articular palabra. Sólo una especie de gargarismo asmático, a punto de ahogarse. Luego dio media vuelta, fue a su casa y se colgó de la lámpara.