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La respiración de la chica sonaba, rítmica y suave, en su hombro. Contempló el cuello desnudo entre los pliegues de la trenca; después acercó la mano izquierda hasta sentir el calor de la carne tibia latirle en los dedos. Olía, como siempre, a piel joven y a fiebre. Era fácil recorrer con la imaginación y el recuerdo las líneas largas, esbeltas y onduladas de su cuerpo hasta los pies descalzos, junto a sus zapatillas de tenis blancas y la bolsa. Irene Adler. Seguía ignorando incluso cómo referirse a ella; pero la recordó desnuda en la penumbra, la curva de sus caderas perfilada a contraluz, la boca entreabierta. Increíblemente bella y silenciosa, absorta en su propia juventud y al mismo tiempo serena como aguas tranquilas, sabia de siglos. Y, dentro de aquellos ojos claros que lo miraban con fijeza desde las sombras, el reflejo, la imagen oscura del propio Corso entre toda la luz arrebatada al cielo.

Los ojos lo observaban de nuevo, iris esmeralda entre largas pestañas. La chica había despertado, removiéndose soñolienta mientras se frotaba contra su hombro, y ahora se erguía por fin, alerta, mirando alrededor hasta que reparó en él.

– Hola, Corso -la trenca resbaló hasta sus pies; la camiseta de algodón blanco modelaba el torso perfecto, flexible, de hermoso animal joven-. ¿Qué hacemos aquí?

– Esperar -señaló la ciudad que parecía flotar sobre la bruma del río-. Hasta que sea real.

Miró ella en la misma dirección, sin comprender al principio. Después sonrió despacio.

– Quizá no llegue a serlo nunca-dijo.

– Entonces nos quedaremos en este lugar. No es tan mal sitio, después de todo… Aquí arriba, con ese extraño mundo irreal a nuestros pies… -se volvió hacia la chica y estuvo un poco callado antes de proseguir-. Todo te lo daré, si postrándote, me adoras… ¿No vas a ofrecerme algo de eso?

La sonrisa de la joven estaba llena de ternura. Inclinó la cabeza, reflexionando, y después alzó los ojos para sostener la mirada de Corso:

– No. Yo soy pobre.

– Sí, lo sé -era cierto. Corso lo sabía sin necesidad de leer la claridad de sus ojos-. Tu equipaje, y aquel vagón de tren… Es curioso. Siempre creí que allá, al final del arco iris, gozabais de recursos ilimitados -sonrió igual que el filo de la navaja que conservaba en el bolsillo-. El saco de oro de Pedro Schlehmil y todo eso.

– Pues te equivocas -ahora apretaba los labios con obstinación-. Sólo me tengo a mí misma.

También era verdad, y también Corso lo supo desde el principio. Ella nunca mintió. Inocente y sabia a la vez, leal y enamorada jovencita a la caza de una sombra.

– Ya veo -hizo con la mano un gesto en el aire, remedando una estilográfica imaginaria-. ¿Y no me das ningún documento a firmar?

– ¿Un documento?

– Sí. Un pacto, se decía antes. Ahora será un contrato con mucha letra pequeña, ¿verdad? En caso de litigio, las partes deberán someterse a la jurisdicción de los tribunales de… Mira, eso tiene gracia. Me gustaría saber a qué tribunal corresponde todo esto.

– No seas absurdo.

– ¿Por qué me elegiste a mí?

– Soy libre -suspiró con melancolía, como si ya hubiera pagado por su derecho a decir aquello-. Y puedo escoger. Cualquiera puede hacerlo.

Corso buscó en los bolsillos del gabán hasta tocar su arrugado paquete de cigarrillos. Sólo quedaba uno dentro; lo sacó para mirarlo indeciso, sin terminar de llevárselo a la boca, hasta que lo devolvió a su sitio. Quizá necesitara fumar más tarde. Seguro que sí.

– Tú lo sabías todo desde el principio -dijo-. Eran dos historias sin relación ninguna; por eso nunca te importó la variante Dumas… Milady, Rochefort, Richelieu, no eran sino comparsas para ti. Ahora entiendo tu desconcertante pasividad; debías de aburrirte horrores. Pasabas las páginas de tus Mosqueteros, dejándome jugar sobre casillas incorrectas…

Ella miraba a través del parabrisas la ciudad velada de bruma azul. Inició el gesto de alzar una mano para afirmar un argumento, pero optó por dejarla caer, como si lo que estaba a punto de decir fuera inútil.

– Apenas podía hacer otra cosa que acompañarte -respondió al cabo-. Cada uno debe recorrer ciertos caminos solo. ¿Nunca oíste hablar del libre albedrío?… -su sonrisa era triste-. Algunos pagamos por él un precio muy alto.

– Pues no siempre estabas al margen. Aquella noche, en los muelles del Sena… ¿Por qué me ayudaste contra Rochefort?

La vio tocar la bolsa de lona con un pie desnudo.

– Pretendía robar el manuscrito Dumas; pero también estaban dentro Las Nueve Puertas. Quise evitar interferencias estúpidas… -se encogió de hombros-. Además, no me gustó que te pegara.

– ¿Y en Sintra? Me avisaste de lo de Fargas.

– Claro. Estaba el libro de por medio.

– Y la clave de la cita de Meung…

– No sabía nada de eso; me limité a deducirlo de la novela.

Corso hizo una mueca desagradable.

– Os creía omniscientes.

– Pues te equivocas -ahora lo miraba irritada-. Tampoco sé por qué te diriges a mí en plural. Hace mucho que estoy sola.

Siglos, tuvo la certeza Corso. Siglos de soledad; no era posible engañarse sobre eso. La había abrazado desnuda, perdiéndose en la claridad de sus ojos. Estuvo dentro de aquel cuerpo, saboreó su piel, sintió en los labios la pulsación suave de su cuello; oyéndola gemir quedamente, niña asustada o ángel caído y solitario en busca de calor. Y la había visto dormir con los puños apretados, angustiada por pesadillas de arcángeles rubios y relucientes en sus armaduras, implacables, dogmáticos como el mismo Dios que les hacía marcar el paso de la oca.

Ahora, a través de ella y demasiado tarde, comprendía bien a Nikon, sus fantasmas y el ansia desesperada con que intentaba aferrarse a la vida. Su miedo, sus fotos en blanco y negro, el vano intento de conjurar los recuerdos transmitidos por los genes supervivientes a Auschwitz, al número tatuado en la piel de su padre, al Orden Negro que jamás fue nuevo, sino viejo como el espíritu y la maldición del hombre. Porque Dios y el diablo podían ser la misma cosa, y cada cual la interpretaba a su manera.

Sin embargo, igual que en tiempo de Nikon, Corso siguió siendo cruel. Era demasiado peso para sus espaldas, y carecía del noble corazón de Porthos.

– ¿Ésa ha sido tu misión? -preguntó a la chica-. ¿Proteger Las Nueve Puertas?… Pues no creo que te pongan una medalla.

– Eres injusto, Corso.

Casi las mismas palabras. Otra vez Nikon perdida a la deriva, pequeña y frágil. ¿A quién se aferraría ahora de noche, para escapar a las pesadillas?

Miró a la joven. Quizás el recuerdo de Nikon fuera su particular condena, pero no estaba dispuesto a asumirla con resignación. Se encontró de reojo en el retrovisor: un rictus desarraigado y amargo.

– ¿Injusto? Hemos perdido dos de los tres libros. Y esas muertes absurdas: Fargas y la baronesa -poco le importaban, pero se obligó a acentuar la mueca-. Tú podías haberlas evitado.

Negaba con la cabeza, muy seria, sin apartar sus ojos de los suyos.

– Hay cosas que no se pueden eludir, Corso. Hay castillos que deben arder y hombres que ahorcar; perros destinados a despedazarse entre sí, virtudes que decapitar, puertas que se han de abrir para que otros pasen por ellas… -arrugó el entrecejo, inclinando la cabeza-. Mi misión, como tú dices, era asegurarme de que recorrías el camino a salvo.

– Pues ha sido un largo camino, para terminar en el punto de partida. -Corso señaló la ciudad suspendida en la niebla-. Y ahora debo entrar ahí.

– No debes. Nadie te obliga. Puedes olvidar todo esto y marcharte.

– ¿Sin conocer la respuesta?

– Sin afrontar la prueba. La respuesta la tienes en ti mismo.

– Qué bonita frase. Ponla en mi lápida cuando esté quemándome en los infiernos.