– Hola, Corso.
No pareció sorprendido al verlo. Tenía gotas de sudor en el cráneo y en la frente, e iba sin afeitar, en mangas de camisa, vueltos los puños sobre los codos, desabrochado el chaleco. Su gesto era de fatiga, con cercos oscuros bajo los párpados, de haber pasado la noche en vela; pero los ojos le brillaban de un modo especial, febriles e intensos. No preguntó a su visitante qué hacía allí a esa hora, y apenas mostró interés por el libro que traía bajo el brazo. Estuvo así un momento inmóvil, con el aspecto de quien acaba de ser interrumpido en un trabajo minucioso, o en un ensueño, y sólo desea volver a sus asuntos.
Aquél era el hombre, y Corso asintió para sus adentros, viendo materializarse su propia estupidez. Varo Borja, naturalmente: millonario, librero internacional, prestigioso bibliófilo y metódico asesino. Con curiosidad casi científica, el cazador de libros se aplicó al estudio del rostro que volvía a tener ante sí. Intentaba ahora aislar los rasgos, los indicios que hubieran debido alertarlo mucho antes. Huellas que pasaron inadvertidas, ángulos de locura, de horror o de sombra en aquella fisonomía vulgar que creyó conocer en otro tiempo. Pero no pudo hallar nada, excepto esa mirada febril, distante, exenta de curiosidad o de pasión, enajenada en imágenes que nada tenían que ver con la inoportuna presencia del hombre que llamaba a la puerta. Y sin embargo, Corso traía bajo el brazo su ejemplar del libro maldito. Y fue él, Varo Borja, quien a la sombra de ese mismo libro, pegándose a sus talones como una serpiente criminal, mató a Victor Fargas y a la baronesa Ungern. No sólo para reunir las veintisiete láminas y combinar las nueve correctas, sino también para destruir las pistas, haciendo imposible que nadie más resolviera el acertijo planteado por el impresor Torchia. En toda la trama, Corso había sido instrumento para confirmar una hipótesis que resultó acertada, la del libro repartido en tres. También, de paso, el personaje previsto para asumir las secuelas policiales de la cuestión. Ahora, con retorcido homenaje a su propio instinto, recordó la extraña sensación bajo las pinturas del techo en la Quinta da Soledade; el sacrificio de Abraham sin víctima alternativa: de chivo expiatorio oficiaba él. Y era Varo Borja, naturalmente, el librero que cada seis meses iba a casa de Victor Fargas para adquirir alguno de sus tesoros. Aquel día, mientras Corso visitaba al bibliófilo, el otro se mantenía ya al acecho en Sintra, ultimando los detalles del plan, en espera de la confirmación de su teoría sobre la necesidad de los tres ejemplares para resolver el enigma del impresor Torchia. A él se le destinaba el recibo inacabado. Por eso Corso no pudo localizarlo al telefonear a su casa de Toledo, sino que más tarde, aquella misma noche, antes de acudir a su última cita con Fargas, Varo Borja telefoneó a Corso al hotel, fingiendo una conferencia internacional. El cazador de libros no sólo había confirmado sus sospechas, sino también la clave misma del misterio, sentenciando así a Fargas y a la baronesa Ungern. Con amarga certeza, Corso vio encajar las piezas del enigma. Salvo los aspectos casuales del asunto -las falsas conexiones con la trama del Club Dumas-, Varo Borja era la clave que ordenaba todos los hechos inexplicables del otro hilo argumental; la faceta diabólica del problema. Era para echarse a reír a carcajadas si, en el fondo, todo aquel tinglado tuviese condenada gracia.
– Traigo su libro -dijo, mostrándole al otro Las Nueve Puertas.
Varo Borja asintió vagamente mientras cogía el volumen sin mirarlo apenas. Volvía un poco la cabeza a un lado, atento a algún sonido que pudiera producirse a su espalda, en el interior de la casa. Al cabo de un poco se fijó de nuevo en Corso y éste lo vio parpadear, extrañado de que siguiera allí.
– Ya me ha dado el libro… ¿Qué más quiere?
– Cobrar por mi trabajo.
Varo Borja se lo quedó mirando, sin comprender. Sus pensamientos, saltaba a la vista, discurrían muy lejos. Por fin se encogió de hombros, dando a entender que Corso no era asunto suyo, y fue hacia el interior de la casa, dejándole el cuidado de cerrar la puerta, permanecer allí o volverse por donde había venido.
Lo siguió Corso hasta la habitación comunicada con el pasillo y el vestíbulo mediante una puerta de seguridad. Las contraventanas estaban puestas para que no entrase luz exterior, y los muebles habían sido empujados al fondo, despejando la parte central del suelo de mármol negro. Algunas vitrinas de libros se veían abiertas. Iluminaban la habitación docenas de bujías casi consumidas. La cera goteaba por todas partes: sobre la repisa de la chimenea apagada, en el suelo, encima de los muebles y los objetos de la habitación. Su luz era un resplandor rojizo y trémulo que se agitaba a cada corriente de aire, a cada movimiento. Olía como una iglesia, o una cripta.
Siempre ajeno a la presencia de Corso, Varo Borja se detuvo en el centro del cuarto. Allí, a sus pies, trazado con tiza, había un círculo de un metro aproximado de diámetro, con un cuadrado inscrito y dividido a su vez en nueve casillas. Lo rodeaban números romanos y extraños objetos: un trozo de cuerda, una clepsidra, un cuchillo oxidado, un brazalete de plata en forma de dragón, un anillo de oro, un carbón encendido en un pequeño brasero de metal, una ampolla de vidrio, un montoncito de tierra, una piedra. Pero había más cosas por el suelo, y Corso torció el gesto con desagrado. Muchos de los libros que días antes admiró alineados en las vitrinas se encontraban allí sucios, rotos, con hojas cubiertas por dibujos y subrayadas, llenas de signos extraños, arrancadas y sueltas. Sobre varios volúmenes ardían velas, vertiendo sobre sus tapas o páginas abiertas gruesos goterones de cera, y algunas se habían consumido hasta chamuscar el papel. Entre aquellos restos reconoció los grabados de Las Nueve Puertas pertenecientes a los ejemplares de Victor Fargas y de la baronesa Ungern. Estaban mezclados en el suelo con los otros, también con manchas de cera y enigmáticas anotaciones.
Se agachó Corso para estudiar de cerca los despojos, sin dar crédito a la magnitud del desastre. Una lámina de Las Nueve Puertas, la número VI, con el ahorcado colgando del pie derecho en lugar del izquierdo, estaba quemada a medias por la llama agonizante de una bujía. Dos ejemplares de la VII, uno con tablero de ajedrez blanco y otro con tablero negro, se hallaban junto a los restos desencuadernados de un Theatrum diabolicum de 1512. Otro grabado, el I, se veía asomar entre las páginas de una De magna imperfectaque opera de Valerio Lorena, incunable rarísimo que el librero había exhibido días atrás ante Corso, permitiéndole rozarlo apenas, y que ahora estaba deformado y maltrecho, en el suelo.
– No toque nada -oyó decir a Varo Borja. Permanecía ante el círculo, hojeando su ejemplar de Las Nueve Puertas, absorto, con trazas de no ver las páginas sino algo más allá, en el cuadrado y el círculo pintados, o aún más lejos: en las profundidades de la tierra.
Durante un instante, inmóvil, Corso lo miró como se mira a alguien a quien vemos por primera vez. Luego se puso en pie lentamente y, al hacerlo, la llama de las velas osciló a su alrededor.
– Da igual lo que toque, supongo -dijo, indicando los libros y papeles revueltos en el suelo-. Después de lo que ha hecho.
– Usted no sabe nada, Corso… Cree saber, pero no sabe. Es ignorante y muy estúpido. De los que atribuyen al caos un carácter casual, e ignoran la existencia de un orden oculto.
– No me venga con historias. Lo ha destrozado todo, y no tenía derecho a hacerlo. Nadie lo tiene.
– Se equivoca. En primer lugar son mis libros. Y lo que es más importante: tenían un carácter utilitario. Un valor práctico, más que artístico, o estético… A medida que progresa en el camino, uno debe asegurarse de que nadie hace el mismo recorrido. Estos libros ya cumplieron su misión.