Выбрать главу

– Maldito loco. Me engañó desde el principio.

Varo Borja parecía no escuchar. Estaba inmóvil con el último ejemplar de Las Nueve Puertas entre las manos, escrutando la página correspondiente al grabado número I.

– ¿Engaño?… -cuando habló lo hizo sin apartar los ojos del libro, con un desprecio acentuado por el hecho de ni siquiera mirar a Corso-. Se hace demasiado honor. Alquilé sus servicios sin confiarle mis razones, ni mis planes; un sirviente no tiene por qué participar en las decisiones de quien le paga… Usted iba a levantar las piezas que yo quería cobrar, y de paso a cargar con las consecuencias técnicas de ciertos actos inevitables. Imagino que, en este momento, las policías de Portugal y Francia se ocupan de su rastro.

– ¿Y usted?

– Yo estoy muy lejos, a salvo de todo eso. Dentro de un rato nada tendrá importancia.

Dicho lo cual, ante un Corso estupefacto, arrancó de Las Nueve Puertas la hoja con el grabado.

– ¿Qué está haciendo?

Varo Borja desgarraba más páginas, sin inmutarse.

– Quemo mis naves, destruyo puentes a mi espalda. Y me adentro en la terra incognita… -había arrancado los grabados del libro, uno por uno, hasta reunir los nueve, y los miraba con atención-. Es una lástima que no pueda usted seguirme donde voy… Como reza la lámina cuarta, la suerte no es la misma para todos.

– ¿Dónde cree que va?

El librero dejó caer su volumen mutilado entre los restos que cubrían el suelo. Observaba las nueve láminas y el círculo, comprobando misteriosas correspondencias entre éste y aquéllas.

– Al encuentro de alguien -respondió enigmático-. A buscar la piedra que el Gran Arquitecto rechazó, y que es la maestra del ángulo; la base de la obra filosófica. Del poder. Al diablo, Corso, le gustan las metamorfosis: desde el perro negro que acompañaba a Fausto, hasta el falso ángel de la luz que intentó vencer la resistencia de San Antonio. Pero sobre todo le aburre la estupidez y detesta la monotonía… Si tuviera tiempo y ganas le invitaría a echar un vistazo a algunos de esos libros que tiene a los pies. Varios entre ellos citan una antigua tradición: el advenimiento del Anticristo ocurrirá en la península Ibérica, en una ciudad de tres culturas superpuestas, a orillas de un río profundo como el corte de un hacha, que es el Tajo.

– ¿Es lo que intenta hacer?

– Es lo que estoy a punto de conseguir. El hermano Torchia me mostró el camino: Tenebris Lux.

Se había inclinado sobre el círculo del suelo, disponiendo alrededor algunas láminas y descartando otras que arrojaba lejos, arrugadas o rotas. La luz de las velas iluminaba su rostro desde abajo dándole un aire espectral, con profundas simas en las cuencas de los ojos.

– Espero que todo encaje -murmuró al cabo de un momento; su gesto era un simple trazo de sombra oscura-. Los viejos maestros del arte negra con quienes el impresor Torchia aprendió los arcanos más terribles y valiosos, conocían el recorrido al reino de la noche… Es el animal ouróboro el que circunda el lugar. ¿Comprende? El ouróboros de los alquimistas griegos: la serpiente del frontispicio, el círculo mágico, la fuente de la sabiduría. El círculo donde se inscribe todo.

– Quiero mi dinero.

Varo Borja parecía no haber oído las palabras de Corso.

– ¿Nunca tuvo curiosidad por estas cosas? -prosiguió, mirándolo con aquellas profundas cuencas oscuras-. ¿Indagar, por ejemplo, en la constante diablo-serpiente-dragón que se repite sospechosamente en todos los textos que, desde la Antigüedad, se refieren al tema?…

Había cogido un recipiente de cristal que estaba junto al círculo, una copa cuyas asas eran dos serpientes enlazadas, y se lo llevó a los labios para beber unos sorbos. El líquido era oscuro, apreció Corso. Casi negro, con aspecto de té muy cargado.

– Serpens aut draco qui caudam devoravit… -Varo Borja le sonrió al vacío, limpiándose la boca con el dorso de la mano; un rastro oscuro quedó en éste y en su mejilla izquierda-. Ellos custodian los tesoros: árbol de la sabiduría en el Paraíso, manzanas de las Hespérides, Vellocino de Oro… -hablaba enajenado, ausente, describiendo un sueño desde el interior-. Son esas serpientes o dragones que los antiguos egipcios pintaban formando círculo, mordiéndose la cola para indicar que procedían de una misma cosa y se bastaban a sí mismas… Guardianes insomnes, orgullosos y sabios; dragones herméticos que matan al indigno y sólo se dejan seducir por quien ha combatido de acuerdo con las reglas. Guardianes de la palabra perdida: la fórmula mágica que abre los ojos y permite ser igual a Dios.

Corso adelantó la mandíbula. Estaba en pie, quieto y flaco en su gabán, con la luz de las velas que le hundía las mejillas sin afeitar y bailaba entre sus párpados entornados. Tenía las manos en los bolsillos, tocando una el paquete de tabaco con un solo cigarrillo, la otra en torno a la navaja cerrada, junto a la petaca de ginebra.

– Déme mi dinero, he dicho. Quiero irme de aquí.

Había un eco de amenaza en su voz, pero era difícil averiguar si Varo Borja se daba cuenta de ello. Corso lo vio volver en sí a disgusto, lentamente.

– ¿Dinero?… -lo miraba con renovado menosprecio-. ¿De qué me habla, Corso? ¿Es que no entiende lo que está a punto de ocurrir?… Tiene ante sus ojos el misterio que miles de hombres han soñado durante siglos… ¿Sabe cuántos se dejaron quemar, torturar, despedazar por acercarse, tan sólo, a lo que está a punto de ver?… No puede acompañarme, por supuesto. Se limitará a estarse quieto y mirar. Pero incluso el más ruin sicario comulga con el triunfo del amo.

– Págueme de una vez. Y váyase al diablo.

Varo Borja ni siquiera le dirigió una mirada. Se movía en torno al círculo para tocar algunos de los objetos dispuestos junto a los números.

– Muy oportuno eso de remitirme al diablo. Muy a su estilo de sal gruesa. Incluso le dedicaría una sonrisa si no estuviese ocupado. Aunque usted es ignorante e impreciso: será el diablo quien venga a mí -se detuvo para volver a un lado la cabeza como si ya escuchara pasos lejanos-. Y le siento venir.

Hablaba entre dientes, mezclando los comentarios con extrañas jaculatorias guturales; con palabras que en ocasiones parecía dirigir a Corso y otras a una tercera presencia oscura que estuviese cerca de ellos, en las sombras de la habitación.

– Atravesarás ocho puertas antes del dragón… ¿Comprende? Ocho puertas preceden a la bestia que guarda la palabra, la número nueve, que posee el secreto final… El dragón duerme con los ojos abiertos y es el Espejo del Conocimiento… Ocho láminas más una. O una más ocho. Que coincide, y no casualmente, con el número que Juan de Patmos atribuye a la Bestia: el 666.

Corso vio que se arrodillaba y escribía cifras con un trozo de tiza sobre el mármol del suelo:

Después se incorporó, triunfante. Por un momento las velas le iluminaron los ojos. Tenía las pupilas muy dilatadas: sin duda con el líquido oscuro había ingerido algún tipo de droga. El negro le ocupaba la totalidad del iris, haciendo desaparecer el color, y el blanco de la córnea se teñía con la luz rojiza del cuarto.

– Nueve láminas, o nueve puertas -de nuevo lo cubrió la sombra como un antifaz-. Que no pueden abrirse para cualquiera… Cada puerta tiene dos llaves, cada lámina proporciona un número, un elemento mágico y una palabra clave, si todo se estudia a la luz de la razón, de la cábala, del arte oculto, de la verdadera filosofía… Del latín y sus combinaciones con el griego y el hebreo -le mostró a Corso una hoja de papel llena de signos y extrañas correspondencias-. Échele una ojeada, si quiere. Usted jamás lo entendería: