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Transpiraba gotas de sudor en la frente y en torno a la boca, como si la llama de las bujías le ardiese también dentro del cuerpo. Se puso a dar la vuelta en torno al círculo, despacio y atento. Un par de veces se detuvo, inclinándose a rectificar la posición de algo: el cuchillo de hierro oxidado, el brazalete de plata en forma de dragón.

– Situarás los elementos en la piel de la serpiente… -recitó sin mirar a Corso. Seguía el círculo con el dedo sin llegar a tocarlo-. Los nueve elementos se colocan alrededor, en el sentido de la luz de levante: de derecha a izquierda.

Corso dio un paso hacia él.

– Se lo repito. Déme mi dinero.

Varo Borja ni se inmutó. Le ofrecía la espalda, señalando el cuadrado inscrito en el círculo.

– Engullirá la serpiente el sello de Saturno… El sello de Saturno es el más simple y antiguo de los cuadrados mágicos: los nueve primeros números colocados dentro de nueve casillas, en tal disposición que cada fila, vertical, transversal y diagonal, da la misma cantidad al sumarse.

Se agachó para anotar con tiza nueve números dentro del cuadrado:

Corso dio otro paso. Al hacerlo, pisó un papel cubierto de cifras:

Una vela se apagó con un chisporroteo, consumida sobre el frontispicio chamuscado de un De occulta Philosophia de Cornelio Agripa. Varo Borja seguía pendiente del círculo y el cuadrado. Los observaba con atención, cruzados los brazos ante el pecho e inclinada la barbilla, semejante a un jugador que estudiara el próximo movimiento ante un extraño tablero.

– Hay un detalle -dijo, pero ya no a Corso, sino a sí mismo; parecía que escucharse en voz alta lo ayudara a pensar-. Algo no previsto por los antiguos, al menos de forma expresa… Sumado en cualquier dirección, de arriba abajo, de abajo arriba, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, el resultado es 15, pero aplicando las claves cabalísticas se convierte también en 1 y 5, números que sumados dan 6… Y eso encierra cada lado del cuadrado mágico en la serpiente, el dragón o la Bestia, como queramos llamarle.

Corso ni siquiera tuvo necesidad de confirmar la veracidad del cálculo. La prueba estaba en el suelo, en otra hoja llena de cifras y signos:

Varo Borja se había arrodillado ante el círculo, inclinado el rostro cuyas gotas de sudor reflejaban la luz de cera que ardía en torno. Con otro papel en la mano, iba siguiendo el orden de las extrañas palabras allí anotadas:

– Abrirás el sello nueve veces, dice el texto de Torchia… Eso supone situar las palabras clave obtenidas, en cada casilla correspondiente a su número. De ese modo, la combinación se establece en esta secuencia:

E inscrito en la serpiente, o el dragón -borró los números en las casillas del cuadrado, sustituyéndolos por las palabras correspondientes- queda así, para vergüenza de Dios:

– Todo está consumado -murmuró Varo Borja al escribir las últimas letras. Le temblaba la mano, y una de las gotas de sudor resbaló por su frente hasta la nariz, cayendo al suelo sobre los trazos de tiza-. Basta, según el texto de Torchia, que el espejo refleje el camino para pronunciar la palabra perdida que trae la luz de las tinieblas… Esas frases están en latín. Por sí solas nada significan; pero en su interior contienen la esencia exacta del Verbum dimissum, la fórmula que hace comparecer a Satanás: nuestro antecesor, nuestro espejo y nuestro cómplice.

Estaba de rodillas en el centro del círculo, rodeado por los signos, los objetos y palabras inscritas en el cuadrado. Sus manos temblaban tanto que las enlazó una con otra, engarfiando los dedos sucios de tiza, manchados de tinta y cera. Se puso a reír lo mismo que un loco, entre dientes, soberbio y seguro de sí. Pero Corso ya sabía que no estaba loco. Miró a su alrededor, consciente de que se le terminaba el tiempo, e hizo ademán de franquear la distancia que lo separaba del librero. Mas no se decidía a cruzar la línea y reunirse con él dentro del círculo.

Varo Borja le dirigió una mirada maligna, penetrando sus temores.

– Vamos, Corso. ¿No quiere leer conmigo?… ¿Tiene miedo, o ha olvidado el latín?… -las luces y las sombras se sucedían en su rostro con mayor rapidez, como si el cuarto empezara a girar en torno a él; pero el cuarto estaba quieto-. ¿No siente curiosidad por saber lo que encierran esas palabras?… En el dorso de esa lámina que asoma entre las páginas del Valerio Lorena, encontrará la traducción al castellano. Aplíqueles el espejo, como ordenan los maestros del arte. Sepa, al menos, para qué murieron Fargas y la baronesa Ungern.

Corso miró el libro, un incunable con tapas de pergamino, muy viejo y gastado. Después se agachó cauto, igual que si las páginas encerrasen alguna trampa mortal, hasta extraer con la punta de los dedos el grabado que asomaba de ellas. Era el I del número Tres, el ejemplar de la baronesa Ungern: tres torres en vez de cuatro. Al dorso, Varo Borja había escrito nueve palabras:

– Ánimo, Corso -insistió, agria y desagradable, la voz del librero-. Usted no tiene nada que perder… Aplíqueles el espejo.

Había, en efecto, un espejo muy cerca, en el suelo, entre la cera derretida de unas bujías a punto de apagarse. Era una pieza antigua y barroca, de plata, con mango labrado y manchas de vejez en la cara interna del azogue. Estaba vuelto hacia arriba y Corso se reflejaba en él, muy distante y en extraña perspectiva, al extremo de un largo corredor de luz rojiza y trémula. Imagen y doble, el héroe y su cansancio infinito. Bonaparte agonizando encadenado a su roca de Santa Helena. Nada que perder, había dicho Varo Borja. Un mundo desolado y frío, donde los granaderos de Waterloo eran osamentas solitarias que montaban guardia en caminos oscuros, olvidados. Se vio a sí mismo ante la última puerta: tenía la llave en la mano, igual que el ermitaño de la segunda lámina, y la letra Teth se le enroscaba en el hombro a la manera de una serpiente.

Crujió el cristal bajo la suela del zapato cuando le puso el pie encima. Lo hizo despacio, sin violencia; y el espejo, al romperse, sonó con un chasquido. Los fragmentos multiplicaban ahora la imagen de Corso en innumerables pequeños corredores de sombras a cuyo extremo otras tantas réplicas suyas permanecían inmóviles; demasiado lejanas e irreconocibles para que su suerte lo inquietara.

– Negra es la escuela de la noche -oyó decir a Varo Borja. Seguía arrodillado en el centro de su círculo y le daba la espalda, abandonándolo a su suerte. Corso se inclinó hacia una de las bujías para aplicar la llama al extremo de la hoja con el grabado I y las nueve palabras invertidas escritas en su reverso. Después dejó arder entre sus dedos las torres del castillo, la montura, el rostro del caballero que, vuelto hacia el espectador, aconsejaba silencio. Por fin dejó caer el último fragmento, convertido en cenizas un segundo más tarde, viéndolo alejarse y ascender en el aire caliente de las velas encendidas por la habitación. Entonces penetró en el círculo, acercándose a Varo Borja.

– Quiero mi dinero. Ahora.

El otro lo ignoraba, perdido en las sombras que parecían poseerlo cada vez más. De repente, inquieto, preocupado por algo, cual si la disposición de objetos en el suelo no fuese la esperada, se inclinó para rectificar la posición de algunos de ellos. Luego, tras breve duda, empezó a encadenar palabras en siniestra plegaria:

– Admai, Aday, Eloy, Agla

Lo agarró Corso del hombro, zarandeándolo con violencia; pero Varo Borja no mostró emoción, ni temor. Tampoco intentaba defenderse. Seguía moviendo los labios al modo de un sonámbulo, o un mártir que orase, ajeno al rugir de los leones o al hierro del verdugo.