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Estudió las ilustraciones una por una. Según Varo Borja, la leyenda atribuía el dibujo original a la mano del mismo Lucifer. Cada xilografía estaba acompañada por un ordinal romano, su equivalente hebreo y griego, y una frase latina en clave abreviada. Escribió de nuevo:

I. NEM. PERV.T QUI N.N LEG. CERT.RIT: Un caballero cabalga hacia una ciudad amurallada. Un dedo sobre la boca aconseja prudencia o silencio.

II. CLAUS. PAT.T. Un ermitaño ante una puerta cerrada. Una linterna en el suelo y dos llaves en la mano. Lo acompaña un perro. A su lado, un signo parecido a la letra hebrea Teth.

III. VERB. D.SUM C.S.T. ARCAN.: Un vagabundo, o peregrino, se dirige hacia el puente sobre un río. En cada extremo, fortificado, una puerta cierra el acceso. Sobre una nube, un arquero apunta hacia el camino que conduce al puente.

IIII. (El numeral latino figura así, no en su forma corriente IV). FOR. N.N OMN. A. QUE: Un bufón ante un laberinto de piedra. La entrada es también una puerta cerrada. Tres dados en el suelo muestran cada uno tres de sus caras, correspondiendo a los números 1, 2 y 3.

V. FR.ST.A. Un avaro, o mercader, cuenta un saco de oro. A su espalda, la muerte sostiene en una mano un reloj de arena y en la otra una horca de campesino.

VI. DIT.SCO M.R.: Un ahorcado como el del Tarot, colgado por un pie y con las manos atadas a la espalda. Pende de la almena de un castillo, junto a una poterna cerrada. Por la saetera asoma una mano con guantelete que empuña una espada ardiente.

VII. DIS.S. P.TI.R M.: Un rey y un mendigo juegan al ajedrez sobre un tablero de casillas blancas. A través de la ventana se ve la Luna. Bajo la ventana y junto a una puerta cerrada pelean dos perros.

VIII. VIC. I.T VIR.: Junto a la muralla de una ciudad, una mujer arrodillada en el suelo ofrece su cuello desnudo al verdugo. Al fondo hay una rueda de la fortuna con tres figuras humanas: una arriba, otra subiendo y otra en descenso.

VIIII. (También así, en vez del numeral común IX). N.NC SC.O TEN.BR. LUX: Un dragón de siete cabezas sobre el que cabalga una mujer desnuda. Sostiene un libro abierto, y una media luna le oculta el sexo. Al fondo, sobre una colina, un castillo en llamas cuya puerta, como en las otras ocho láminas, está cerrada.

Dejó de teclear, estirando los músculos entumecidos, y bostezó. Fuera del cono de luz de su lámpara de trabajo y la pantalla del ordenador, la habitación estaba en sombras; a través de los cristales del mirador ascendía la claridad débil de las farolas de la calle. Fue hasta allí para atisbar el exterior sin estar seguro de qué esperaba encontrar. Tal vez un coche detenido en la acera, las luces apagadas y una silueta oscura dentro. Pero nada llamó su atención. Sólo, un momento, la sirena de una ambulancia alejándose entre las moles sombrías de los edificios. Miró el reloj en la torre de la iglesia próxima: pasaban cinco minutos de la medianoche.

Volvió a sentarse delante del ordenador y el libro. Se entretuvo en la primera ilustración, la marca de impresor en la página de título, con la serpiente ouróbora que Aristide Torchia había elegido como símbolo para sus obras. Sic Luceat Lux. Serpientes y diablos, invocaciones y significados ocultos. Levantó el vaso en sarcástico brindis a la memoria del impresor; tenía que haber sido un hombre muy valiente o muy estúpido. Aquel tipo de cosas se pagaban caras en la Italia del xvii, aunque se imprimieran cum superiorum privilegio veniaque.

Fue entonces cuando Corso se detuvo, con una imprecación dirigida contra sí mismo. Maldijo en voz alta, mirando los rincones oscuros de la habitación, por haber sido incapaz de darse cuenta antes. Con privilegio y licencia de los superiores. Aquello era imposible.

Sin apartar los ojos de la página, se echó hacia atrás en el asiento mientras encendía otro de sus arrugados cigarrillos, con las espirales de humo ascendiendo entre la luz de la lámpara, a modo de cortina traslúcida y gris tras la que ondulaban las líneas impresas.

El Cum superiorum privilegio veniaque resultaba absurdo. O magistralmente sutil. Era imposible que esa referencia al imprimatur se refiriese a una autoridad convencional. La Iglesia católica jamás pudo autorizar aquel libro en 1666 porque su antecesor directo, el Delomelanicon, ya figuraba en el índice de títulos prohibidos desde hacía cincuenta y cinco años. Luego Aristide Torchia no se refería al permiso de los censores eclesiásticos para imprimir. Tampoco al poder civil, el gobierno de la república de Venecia. Sin duda sus superiores eran otros.

El sonido del teléfono interrumpió a Corso. Llamaba Flavio La Ponte para contarle la compra, con cierto lote de libros -paquete forzoso, todo o nada- de una colección de billetes de tranvía europeos. 5.775, para ser exactos. Todos capicúas, clasificados por países en cajas de zapatos. Hablaba en serio. El coleccionista acababa de morirse y la familia pretendía quitárselos de encima. Tal vez Corso conociese a alguien interesado. Naturalmente. El librero sabía que, aparte de reunir 5.775 billetes capicúas, esfuerzo tan denodado como patológico, aquello no servía para nada. ¿Quién iba a comprar semejante gilipollez? Sí, quizá fuese buena idea: el museo del Transporte de Londres. Esos ingleses y sus perversiones… ¿Podía Corso encargarse del asunto?

Respecto al capítulo de Dumas, también La Ponte estaba inquieto. Había recibido dos llamadas telefónicas, hombre y mujer sin identificar, interesándose por El vino de Anjou. Y era extraño porque, en espera del informe de su amigo, él no había comentado el asunto con nadie. Corso le refirió la conversación mantenida con Liana Taillefer, a la que él mismo había revelado la identidad del nuevo propietario.

– Ya te conocía, de tus visitas al difunto. Y por cierto -recordó- quiere una copia del recibo.

El librero se carcajeó al otro lado del hilo telefónico. Qué recibo ni qué niño muerto. Taillefer se lo había vendido, y punto. Aunque si la viuda quería discutir la cuestión -añadió con una risita lúbrica- él no tenía el menor inconveniente. Corso apuntó la posibilidad de que, antes de morir, el editor hubiera confiado a alguien la cuestión del manuscrito; pero La Ponte se mantuvo escéptico. Taillefer insistía mucho en que guardara el secreto hasta que él mismo diese la señal. Por fin no dio señal alguna, salvo que se interpretara así haberse colgado de la lámpara.

– Ésa -sugirió Corso- es una señal tan buena como otra cualquiera.

La Ponte estuvo de acuerdo con otra risita cínica, y a continuación indagó detalles de la visita de Corso a Liana Taillefer. Después de un par de nuevos comentarios procaces, el librero se despidió sin que Corso le refiriese la escaramuza de Toledo. Quedaron en verse al día siguiente.

Tras colgar el teléfono, el cazador de libros siguió con Las Nueve Puertas. Pero otras imágenes le ocupaban el pensamiento, desviando su atención hacia el manuscrito Dumas. Por fin fue en busca de la carpeta con las hojas azules y blancas, se frotó la mano dolorida y tecleó los ficheros DUMAS. La pantalla del ordenador se puso a parpadear. Se detuvo en el fichero BIO:

Dumas y Davy de la Pailleterie, Alejandro. Nació el 24-7-1802. Murió el 5-12-1870. Hijo de Tomás Alejandro Dumas, general de la República. Autor de 257 tomos de novelas, memorias y otros relatos. 25 volúmenes de piezas teatrales. Mulato por herencia paterna. Esa sangre negra le dio ciertos rasgos exóticos. Retrato físico: elevada estatura, cuello poderoso, cabello rizado, labios carnosos, largas piernas, fuerza física. Carácter: vividor, tornadizo, avasallador, embustero, incumplido, popular. Tuvo 27 amantes conocidas, dos hijos legítimos y cuatro ilegítimos. Ganó fortunas y las dilapidó en juergas, viajes, vinos caros y ramos de flores. A medida que ganaba dinero con su producción literaria se arruinó por su liberalidad con amantes, amigos y parásitos que asediaban su castillo-residencia de Montecristo. Cuando se vio forzado a huir de París no fue por causas políticas como su amigo Victor Hugo, sino de los acreedores. Amigos: Hugo, Lamartine, Michelet, Gerard de Nerval, Nodier, George Sand, Berlioz, Teófilo Gautier, Alfred de Vigny y otros. Enemigos: Balzac, Badere y otros.

Aquello no llevaba a ninguna parte. Tenía la sensación de avanzar a ciegas, entre innumerables pistas falsas, o inútiles. Y sin embargo existía una relación en algún sitio. Con la mano sana tecleó DUMAS.NOV:

Novelas de Alejandro Dumas aparecidas por entregas: