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„. -¡Y bien! -dijo d'Artagnan a Athos-. Ya lo veis, querido amigo. Es una guerra a muerte.

Athos movió la cabeza.

– Sí, sí -dijo-. Ya veo; pero ¿creéis que sea ella? -Estoy seguro.

– Sin embargo, os confieso que todavía dudo. -¿Y esa flor de lis en el hombro?

– Es una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia, y a la que se habría marcado a causa de su crimen.

– Athos, es vuestra mujer, os lo digo yo -repitió d'Artagnan-. ¿No recordáis cómo coinciden ambas marcas?

– Sin embargo habría jurado que la otra estaba muerta, la ahorqué muy bien.

Fue d'Artagnan quien esta vez movió la cabeza. -En fin, ¿qué hacemos?-dijo el joven.

– Lo cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida sobre la cabeza -dijo Athos-. Es preciso salir de esta situación.

– Pero, ¿cómo?

– Escuchad, tratad de encontraron con ella y de tener una explicación; decidle: ¡La paz o la guerra! Palabra de gentilhombre que nunca diré ni haré nada contra vos. Por vuestra parte, juramento solemne de permanecer neutral respecto a mí. De lo contrario voy en busca del canciller, del rey, del verdugo, amotino la corte contra vos, os denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato, palabra de gentilhombre, en cualquier esquina, como mataría a un perro rabioso».

– Me encanta ese sistema -dijo d'Artagnan…

Los recuerdos arrastran recuerdos. De pronto Corso quiso retener una imagen fugaz, familiar, que acababa de cruzarle el pensamiento. Consiguió fijarla antes de que se desvaneciese, y resultó ser otra vez el individuo del traje negro, el chófer del jaguar frente a la casa de Liana Taillefer, al volante del Mercedes en Toledo… El hombre de la cicatriz. Y era Milady quien había removido su memoria.

Reflexionó sobre aquello, desconcertado. Y de pronto la imagen apareció con perfecta nitidez. Milady, naturalmente. Milady de Winter como d'Artagnan la vio por primera vez: asomada a la portezuela de su carroza en el primer capítulo de la novela, ante la posada de Meung. Milady en conversación con un desconocido… Corso pasó veloz las páginas, buscando el pasaje. Dio con él sin dificultad:

… Un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de ojos negros y penetrantes, de tez pálida, nariz fuertemente pronunciada, mostacho negro y perfectamente recortado…

Rochefort. El siniestro agente del cardenal, el enemigo de d'Artagnan; quien lo hizo apalear en el primer capítulo, robó la carta de recomendación para el señor de Treville y fue culpable indirecto de que el gascón estuviese a punto de batirse en duelo con Athos, Porthos y Aramis… Tras aquella pirueta de su memoria, con la insólita asociación de ideas y personajes, Corso se rascó la cabeza desconcertado. ¿Qué vinculaba al compañero de Milady con el chófer que quiso atropellarlo en Toledo…? Y luego estaba la cicatriz. En el párrafo no había cicatriz alguna; y sin embargo -eso lo recordaba muy bien- Rochefort siempre tuvo una marca en la cara. Pasó páginas hasta hallar la confirmación en el capítulo tercero, con d'Artagnan narrando su aventura a Treville:

– Decidme -respondió-. ¿No mostraba ese gentilhombre una ligera cicatriz en la sien?

– Sí, como lo haría la rozadura de una bala…

Una ligera cicatriz en la sien. La confirmación la tenía allí, pero Corso recordaba aquella cicatriz más grande, y no en la sien, sino en la mejilla, como la del chófer vestido de negro. Se puso a analizar aquello hasta que al cabo soltó una carcajada. Ahora la escena estaba completa, y en color: Lana Turner en Los tres mosqueteros, tras la ventanilla de su carroza, junto a un Rochefort adecuadamente siniestro: no de tez pálida como en el texto de Dumas sino moreno, con chambergo emplumado y una gran cicatriz -esta vez sí- surcándole de arriba abajo la mejilla derecha. El recuerdo, por tanto, era más cinematográfico que literario, y eso despertó en Corso una exasperación entre divertida e irritada. Maldito Hollywood.

Celuloide aparte, por fin reinaba cierto orden en todo aquello; un canon común, aunque secreto, en una melodía de notas dispersas y enigmáticas. La vaga inquietud que Corso sentía desde su visita a la viuda Taillefer perfilaba ya unos límites, unos rostros, un ambiente y unos personajes entre la carne y la ficción, con extraños y todavía confusos vínculos entre sí. Dumas y un libro del siglo xvii, el diablo y Los tres mosqueteros, Milady y las hogueras de la Inquisición… Aunque todo fuese más absurdo que concreto, más novelesco que real.

Apagó la luz y se fue a dormir. Pero tardó un rato en conciliar el sueño porque una imagen no se iba de su mente; con los ojos abiertos la veía flotar ante sí en la oscuridad. Era un paisaje lejano, el de sus lecturas juveniles, poblado de sombras que volvían veinte años después, materializándose en fantasmas próximos y casi tangibles. La cicatriz. Rochefort. El hombre de Meung. El sicario de Su Eminencia.

Remember

Estaba sentado tal y como lo había dejado en su sillón, colocado delante de la chimenea.

(A.Christie. El asesinato de R. Ackroyd)

Es aquí donde entro en escena por segunda vez, pues fue entonces cuando Corso recurrió a mí de nuevo. Y lo hizo, creo recordar, unos días antes de irse a Portugal. Según me confió más tarde, a esas alturas sospechaba ya que el manuscrito Dumas y Las Nueve Puertas de Varo Borja eran sólo puntas de iceberg, y que para su comprensión era necesario conocer antes las otras historias que se anudaban entre sí del mismo modo que aquella corbata en las manos de Enrique Taillefer. Eso no era fácil, llegué a decirle, pues en literatura nunca hay lindes nítidos; todo se apoya en algo, las cosas se superponen unas a otras, y terminan siendo un complicado juego intertextual a base de espejos y muñecas rusas, donde establecer un hecho preciso, una paternidad concreta, implica riesgos que sólo ciertos colegas muy estúpidos o muy seguros de sí mismos se atreven a correr. Es como decir que a Robert Graves se le nota Quo Vadis y no Suetonio, o Apolonio de Rodas. En cuanto a mí, sólo sé que no sé nada. Y cuando quiero saber busco en los libros, a los que nunca falla la memoria.

– El conde de Rochefort es uno de los más importantes personajes secundarios de Los tres mosqueteros -expliqué a Corso cuando vino otra vez en mi busca-. Es agente del cardenal y amigo de Milady; el primer enemigo que se hace d'Artagnan. Puedo establecer la fecha exacta: primer lunes de abril de 1625, en Meung-sur-Loire… Me refiero al Rochefort de ficción, por supuesto, aunque existió un personaje similar que Gatien de Courtilz, en las supuestas Memorias del verdadero d'Artagnan, describe bajo el nombre de Rosnas… Pero el Rochefort de la cicatriz no tuvo existencia real. Dumas tomó ese personaje de otro libro, las Memoires de MLCDR (Monsieur le comte de Rochefort), posiblemente apócrifas y atribuidas, también, a Courtilz… Hay quien dice que podrían referirse a Henri Louis de Aloigny, marqués de Rochefort, nacido hacia 1625; pero eso ya es hilar muy fino.

Miré hacia las luces del tráfico vespertino que discurría por los bulevares al otro lado de la ventana del café donde tengo mi tertulia. Nos acompañaban algunos amigos en torno a la mesa cubierta de periódicos, tazas y ceniceros humeantes: un par de escritores, un pintor en baja, una periodista en alza, un actor de teatro y cuatro o cinco estudiantes de los que se sientan en un rincón y mantienen la boca cerrada todo el tiempo, mirándote como quien mira a Dios. Entre ellos, con el gabán puesto y el hombro apoyado en el cristal de la ventana, Corso bebía ginebra y tomaba notas de vez en cuando.

– Por cierto -añadí-. El lector que pasa los sesenta y siete capítulos de Los tres mosqueteros esperando el duelo que enfrente a Rochefort con d'Artagnan, queda decepcionado. Dumas zanja la cuestión en tres líneas y escamotea el lance, o los lances; porque cuando reencontramos al personaje en Veinte años después, d'Artagnan y él se han batido tres veces y Rochefort lleva otras tantas cicatrices de estocadas en el cuerpo. Sin embargo ya no queda entre ellos odio, sino ese retorcido respeto que sólo es posible entre dos viejos enemigos. De nuevo los azares de la aventura hacen que ambos militen en bandos distintos; mas en la complicidad amistosa de dos gentileshombres que se conocen desde hace veinte años… Rochefort cae en desgracia con Mazarino, escapa de la Bastilla, participa en la evasión del duque de Beaufort, conspira en la Fronda y fallece en brazos de d'Artagnan, que lo atraviesa con su espada sin reconocerlo en un tumulto… «Era mi estrella», le dice al gascón, más o menos. «Sané de tres estocadas vuestras, pero no sanaré de la cuarta.» Y se muere. «Acabo de matar a un antiguo amigo», le contará d'Artagnan a Porthos… Ése es todo el epitafio por el viejo agente de Richelieu.