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Se rascó una ceja, calculando sin duda hasta qué punto la información que iba a pedirme lo obligaba a corresponder con este tipo de detalles. El resultado fue una tercera mueca, esta vez de conejo inocente. Corso era un profesional.

– Por ahí. Un cliente de un cliente.

– Comprendo.

Hizo una corta pausa, cauto. Además de precaución y reserva, cautela significa astucia. Y eso lo sabíamos ambos.

– Claro que -añadió- le diré nombres si usted me los pide.

Respondí que no era necesario y eso pareció tranquilizarlo. Se ajustó las gafas con un dedo antes de pedir mi opinión sobre lo que tenía en las manos. Sin responder en seguida, pasé las páginas del manuscrito hasta llegar a la primera. El encabezamiento estaba en mayúsculas, con trazos más gruesos: LE VIN D'AN]OU.

Leí en voz alta las primeras líneas:

Aprés de nouvelles presque désespérées du rol, le bruit de sa convalescence commenéçait á se répandre dans le camp…

No pude evitar una sonrisa. Corso hizo un gesto de asentimiento, invitándome a pronunciar veredicto.

– Sin la menor duda -dije- esto es de Alejandro Dumas, padre. El vino de Anjou: capítulo cuarenta y tantos, creo recordar, de Los tres mosqueteros.

– Cuarenta y dos -confirmó Corso-. Capítulo cuarenta y dos.

– ¿Es el original?… ¿El auténtico manuscrito de Dumas?

– Para eso estoy aquí. Para que me lo diga.

Encogí un poco los hombros, a fin de eludir una responsabilidad que sonaba excesiva.

– ¿Por qué yo?

Era una pregunta estúpida, de las que sólo sirven para ganar tiempo. A Corso debió de parecerle falsa modestia, porque reprimió una mueca de impaciencia.

– Usted es un experto -repuso, algo seco-. Y además de ser el crítico literario más influyente de este país, lo sabe todo sobre novela popular del xix.

– Olvida a Stendhal.

– No lo olvido. Leí su traducción de La Cartuja de Parma.

– Vaya. Me halaga usted.

– No crea. Prefiero la de Consuelo Berges.

Sonreímos ambos. Seguía cayéndome bien, y yo empezaba a perfilar su estilo.

– ¿Conoce mis libros? -aventuré.

– Algunos. Lupin, Raffles, Rocambole, Holmes, por ejemplo. O los estudios sobre Valle-Inclán, Baroja y Galdós. También Dumas: la huella de un gigante. Y su ensayo sobre El conde de Montecristo.

– ¿Ha leído todos esos títulos?

– No. Que yo trabaje con libros no significa que esté obligado a leerlos.

Mentía. O exageraba, al menos, el aspecto negativo de la cuestión. Aquel individuo pertenecía al género concienzudo; antes de ir a verme le echó un vistazo a cuanto sobre mí pudo encontrar. Era uno de esos lectores compulsivos que devoran papel impreso desde la más tierna infancia; en el caso -poco probable- de que en algún momento la infancia de Corso mereciera calificarse de tierna.

– Comprendo -respondí, por decir cualquier cosa.

Frunció un momento el ceño, comprobando si olvidaba algo, y después se quitó las gafas, echó aliento a los cristales y se puso a limpiarlos con un pañuelo muy arrugado que extrajo de los insondables bolsillos del gabán. Bajo la falsa apariencia de fragilidad que le daba aquella prenda demasiado grande, con sus incisivos de roedor y el aire tranquilo, Corso era sólido como un ladrillo obstinado. Tenía unas facciones afiladas y precisas, llenas de ángulos, enmarcando unos ojos atentos, siempre dispuestos a expresar una ingenuidad peligrosa para quien se dejara seducir por ella. A veces, sobre todo cuando estaba quieto, daba la impresión de ser más desmañado y lento de lo que era en realidad. Pertenecía a esa clase de tipos desamparados a quienes los hombres ofrecen tabaco, los camareros invitan a una copa extra y las mujeres sienten deseos de adoptar en el acto. Después, cuando caías en la cuenta de lo que estaba ocurriendo, era demasiado tarde para echarle el guante. Galopaba en la distancia añadiendo muescas a su navaja.

– Volvamos a Dumas -sugirió mientras señalaba con las gafas el manuscrito-. Alguien capaz de escribir quinientas páginas sobre él, debería reconocer un aire familiar ante sus originales… ¿No le parece?

Puse una mano sobre las páginas protegidas en fundas de plástico, con la unción que un sacerdote emplearía respecto a los ornamentos del oficio.

– Temo decepcionarlo, mas no siento nada.

Nos echamos a reír los dos. Corso tenía una risa peculiar, casi entre dientes: la de quien no está seguro de que su interlocutor y él rían de lo mismo. Una risa atravesada y distante, con algo de insolencia por medio; de esas que quedan flotando en el aire mucho tiempo, hasta cuando se desvanecen. Incluso cuando su propietario hace rato que se ha ido.

– Vamos por partes… -precisé-. ¿Es suyo el manuscrito?

– Ya le dije que no. Un cliente acaba de adquirirlo, y le sorprende que hasta ahora nadie haya oído hablar de este capítulo original e íntegro de Los tres mosqueteros… Desea una autentificación en regla, y trabajo en eso.

– Me extraña que se ocupe con asuntos menores -era cierto; también yo había oído hablar de Corso, antes-. A fin de cuentas Dumas, hoy en día…

Lo dejé en el aire, sonriendo del modo apropiado, con amargura cómplice; mas Corso no aceptó la oferta y se mantuvo a la defensiva:

– Mi cliente es amigo -puntualizó, neutro-. Se trata de un servicio personal.

– Comprendo, pero no sé si voy a serle útil. He visto algunos originales, y éste podría ser auténtico; aunque certificarlo es otra cosa. Para eso necesita un buen grafólogo… Conozco uno excelente en París: Achille Replinger. Tiene una librería especializada en autógrafos y documentos históricos cerca de Saint-Germain des Prés… Experto en autores franceses del xix, hombre encantador y buen amigo mío -señalé uno de los marcos colgados en la pared-. Esa carta de Balzac me la vendió él hace años. Carísima, por cierto.

Saqué la agenda a fin de copiar la dirección, y añadí una tarjeta para Corso. La guardó en una gastada billetera llena de notas y papeles, antes de extraer del gabán un bloc y un lápiz de los que tienen una goma de borrar en el extremo. La goma estaba mordisqueada, igual que la de un escolar.

– ¿Puedo hacerle unas preguntas?

– Claro que sí.

– ¿Conocía la existencia de algún capítulo autógrafo completo de Los tres mosqueteros?

Negué con la cabeza antes de responder, mientras volvía a ponerle el capuchón a la Montblanc.

– No. Esa obra apareció por entregas en Le Siécle, entre marzo y julio de 1844… Una vez compuesto el texto por un tipógrafo, el original manuscrito iba a la papelera. Sin embargo, quedaron algunos fragmentos; puede consultarlos en un apéndice de la edición Garnier de 1968.

– Cuatro meses es poco -Corso mordía el extremo del lápiz, pensativo-. Dumas escribió rápido.

– En esa época todos lo hacían. Stendhal compuso su Cartuja en siete semanas. De todas formas, Dumas utilizaba colaboradores: negros, en jerga del oficio. El de Los mosqueteros se llamó Augusto Maquet… Trabajaron juntos en la continuación, Veinte años después, y en El vizconde de Bragelonne, que cierra el ciclo. También en El conde de Montecristo y en algunas novelas más… Ésas sí las habrá leído usted, supongo.

– Claro. Como todo el mundo.

– Como todo el mundo en otros tiempos, querrá decir… -hojeé con respeto las páginas del manuscrito-. Está lejos la época en que una firma de Dumas multiplicaba tiradas y enriquecía editores. Casi todas sus novelas aparecieron así, por entregas, con el continuará en el próximo número a pie de página, y el público se quedaba con el alma en vilo hasta el siguiente capítulo… Aunque usted ya sabe todo eso.

– No se preocupe. Continúe.

– ¿Qué más quiere que le diga? En el folletín canónico, la clave del éxito es simple: el héroe, la heroína, tienen virtudes o rasgos que obligan al lector a identificarse con él… Si eso ocurre hoy con las telenovelas, imagínese el efecto, en aquella época sin radio ni televisión, sobre una burguesía ávida de sorpresas y entretenimiento, poco exigente en cuanto a calidad formal o buen gusto… Así lo comprendió el genio de Dumas, y con sabia alquimia fabricó un producto de laboratorio: unas gotas de esto, un poco de aquello, y su talento. Resultado: una droga que creaba adictos -me señalé el pecho, no sin orgullo-. Que aún los crea.

Corso tomaba notas. Puntilloso, desaprensivo y letal como una mamba negra, lo definiría después uno de sus conocidos, cuando salió el nombre a colación. Tenía un modo singular de situarse frente a otros, de mirar a través de las gafas torcidas y asentir despacio con cierta duda razonable y bienintencionada; igual que una furcia al encajar, tolerante, un soneto sobre Cupido. Como dándote oportunidad de rectificar antes de que todo aquello fuera definitivo.

Al cabo de un momento se detuvo y levantó la cabeza.

– Pero usted no limita su trabajo a la novela popular. Es un crítico conocido por otras actividades… -pareció dudar, buscando el término-. Más serias. Y el propio Dumas definía sus obras como literatura fácil… Eso suena a desdén hacia el público.

Aquella finta situaba bien a mi interlocutor; era una de sus firmas, como la sota de Rocambole en el lugar de autos. Planteaba las cosas desde lejos, en apariencia sin tomar partido, pero incomodando con pequeños golpes de guerrilla. Alguien que se irrita habla, esgrime argumentos y justificaciones, lo que equivale a más información para el adversario. Aún así, o tal vez por eso, porque no nací ayer y comprendía la táctica de Corso, me sentí irritado: