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– ¿Y Adah Menken?

Miré a Corso con sincero respeto. Aquélla era una pregunta de especialista.

– Eso fue distinto. Adah-Isaacs Menken, su última amante, era una actriz norteamericana. Durante la Exposición de 1867, cuando asistía a una representación de Los piratas de la sabana, Dumas se fijó en una linda joven a la que, en escena, arrebataba un caballo al galope. Al salir del teatro, la muchacha abrazó al novelista y le dijo, a bocajarro, que había leído todos sus libros y que estaba dispuesta a irse con él a la cama en el acto. El viejo Dumas necesitaba menos que eso para encapricharse de una mujer, así que aceptó el homenaje. Pasaba por haber sido esposa de un millonario, querida de un rey, generala de una república… En realidad era una judía portuguesa, nacida en América y amante de un tipo extraño, mezcla de chulo y pugilista. Dumas y ella tuvieron una relación escandalosa, porque a la Menken le gustaba hacerse fotos ligera de ropa y frecuentaba el 107 de la calle Malesherbes, la última casa de Dumas en París… Murió tras una caída del caballo, de peritonitis, a los treinta y un años.

– ¿Era aficionada a la magia negra?

– Eso dicen. Le gustaban las ceremonias extrañas, vestirse con una túnica, quemar incienso y ofrendar cosas al señor de las tinieblas… A veces se decía poseída de Satanás, con una variada serie de connotaciones que hoy calificaríamos como pornográficas. Estoy seguro de que el viejo Dumas nunca creyó una palabra, pero tuvo que divertirse mucho con la puesta en escena. Creo que cuando la Menken estaba poseída por el diablo era muy ardiente en la cama.

Sonaron carcajadas en torno a la mesa. Incluso me permití una sonrisa discreta a cuenta del chiste, pero la chica y Corso permanecieron serios. Ella parecía reflexionar, absortos en él sus ojos claros mientras el cazador de libros asentía con la cabeza, lentamente, aunque ahora tenía el aire distraído, lejos. Miraba por la ventana hacia los bulevares y parecía buscar en la noche, en el discurrir silencioso de faros de automóvil que se reflejaban en sus lentes, la palabra perdida, la clave que convertía en una sola todas las historias que flotaban, hojas secas y muertas, en las aguas negras del tiempo.

De nuevo tengo que pasar a segundo plano, como narrador casi omnisciente de las andanzas de Lucas Corso. Así, de acuerdo con ulteriores confidencias del cazador de libros, podrá ordenarse la relación de trágicos sucesos que vinieron después. Llegamos de ese modo al momento en que, de vuelta a casa, comprobó que el portero acababa de barrer el zaguán y estaba a punto de cerrar su garita. Se cruzó con él cuando subía del sótano los cubos de basura.

– Esta tarde vinieron a reparar su televisor.

Corso había leído y visto suficiente cine para saber lo que significaba aquello. Así que no pudo evitar echarse a reír ante el portero estupefacto.

– Hace mucho tiempo que no tengo televisor…

Sobrevino un confuso torrente de excusas, al que apenas prestó atención. Todo empezaba a ser deliciosamente previsible. Pues de libros se trataba, tenía que plantearse el problema más a modo de lector, lúcido y crítico, que como el protagonista de consumo barato en que alguien se empeñaba en convertirlo. Tampoco tenía otra opción. A fin de cuentas, ya que era de naturaleza escéptica y tensión arterial baja, resultaba difícil que el sudor perlase su frente o la palabra ¡fatalidad! brotara de sus labios.

– No habré hecho mal, señor Corso.

– En absoluto. El técnico era moreno, ¿verdad?… Con bigote y una cicatriz en la cara.

– El mismo.

– Tranquilícese; es amigo mío. Un bromista.

El portero suspiró aliviado:

– Me quita usted un peso de encima.

Corso no sentía inquietud por Las Nueve Puertas ni el manuscrito Dumas; cuando no los llevaba consigo, dentro de la bolsa de lona, los dejaba en depósito en el bar de Makarova. Tratándose de objetos relacionados con él, ése era el lugar más seguro del mundo. Así que subió con calma por la escalera mientras intentaba imaginar la siguiente escena. A esas alturas se había convertido ya en lo que algunos llaman lector de segundo nivel, y un arquetipo excesivamente burdo lo habría decepcionado. Pero se tranquilizó al abrir la puerta. No había papeles por el suelo, ni cajones revueltos; ni siquiera sillones destripados a navajazos. Todo estaba en orden, cual lo dejó al salir a primera hora de la tarde.

Fue hasta la mesa de trabajo. Las cajas de disquetes estaban en su sitio, los papeles y documentos sobre sus bandejas igual que los recordaba. El hombre de la cicatriz, Rochefort o quien diablos fuese, era un tipo eficiente; pero todo tenía un límite. Cuando encendió el ordenador, Corso compuso una sonrisa de triunfo.

DAGMAR PC 555 K (s1) ELECTRONIC PLC

UTILIZADO POR ÚLTIMA VEZ A LAS 19.35/THU/3/21

A›ECHO OFF

A›

Utilizado a las 19.35 de aquel mismo día, aseguraba la pantalla. Pero él no había tocado el ordenador en las últimas veinticuatro horas. A las 19.35 estaba con nosotros en la tertulia del café, mientras el hombre de la cicatriz le mentía al portero.

Aún encontró algo más, inadvertido al principio, que ahora descubría junto al teléfono. Aquello no era azar, ni imprevisión por parte del misterioso visitante. En un cenicero, entre las colillas del propio Corso, encontró una reciente, que no era suya. Pertenecía a un habano casi consumido, con la vitola intacta. Cogió la punta del cigarro y la sostuvo entre los dedos, incrédulo al principio, hasta que poco a poco, a medida que comprendía su sentido, rió enseñando el colmillo igual que un lobo malicioso y esquinado.

La marca era Montecristo. Naturalmente.

Flavio La Ponte también había tenido visita. En su caso, el fontanero.

– No tiene puñetera gracia -dijo a modo de saludo. Esperó a que Makarova sirviera las ginebras y vació el contenido de una bolsita de celofán en el mostrador. La colilla de cigarro era idéntica, y también la vitola estaba intacta.

– Edmundo Dantés ataca de nuevo -apuntó Corso.

La Ponte sólo compartía a medias el espíritu novelesco del asunto:

– Pues fuma habanos caros, el maldito -le temblaba el pulso; algo de ginebra se le derramó por los rizos de la barba rubia-. Lo encontré en mi mesa de noche.

Corso se burlaba sin tapujos:

– Deberías tomar las cosas con más calma, Flavio. Como un tipo duro -le puso una mano en el hombro-. Recuerda el Club de Arponeros de Nantucket.

El librero se sacudió la mano, ceñudo.

– Fui un tipo duro. Exactamente hasta los ocho años, cuando comprendí las ventajas de la supervivencia. A partir de ahí me ablandé un poco.

Citó Corso a Shakespeare entre trago y trago. El cobarde muere mil veces y el valiente etcétera. Pero La Ponte no era de los que se consuelan con citas. Al menos con ese género de citas.

– En realidad no tengo miedo -dijo, reflexivo y cabizbajo-. Lo que me preocupa es perder cosas… El dinero. Mi increíble potencia sexual. La vida.

Eran argumentos de peso, y Corso hubo de admitirle que, en cuanto a posibilidades, podían resultar molestas. Además, añadió el librero, se daban otros indicios: clientes extraños que deseaban el manuscrito Dumas a cualquier precio, misteriosas llamadas nocturnas…

Se irguió Corso, interesado.

– ¿Telefonean a media noche?

– Sí, pero no dicen nada. Están un rato así y luego cuelgan.

Mientras La Ponte narraba sus desdichas, el cazador de libros tocó la bolsa de lona recuperada momentos antes. Makarova la había tenido allí todo el día, bajo el mostrador, entre cajas de botellas y barriles de cerveza.

– No sé qué hacer -concluyó La Ponte, trágico.

– Vende el manuscrito y termina con esto. Las cosas se están saliendo de madre.

El librero movió la cabeza mientras pedía otra ginebra. Doble.

– Le prometí a Enrique Taillefer que ese manuscrito iría a venta pública.

– Taillefer está muerto. Y tú no has cumplido una promesa en la vida.

Asintió La Ponte, fúnebre, como si no hubiera necesidad de que nadie recordase aquello. Pero entonces algo le despejó un poco el ceño; entre la barba le apuntaba una mueca alelada. Con buena voluntad podía considerarse una sonrisa.

– Por cierto. Adivina quién ha telefoneado. -Milady.

– Casi lo aciertas: Liana Taillefer.

Corso observó a su amigo con infinito cansancio. Después cogió el vaso de ginebra para vaciarlo sin respirar, de un largo trago.

– ¿Sabes, Flavio?… -dijo al fin, limpiándose la boca con el dorso de la mano-. A veces tengo la sensación de que ya he leído esta novela, antes.

La Ponte arrugaba otra vez la frente.

– Quiere recuperar El vino de Anjou -explicó-. Tal cual, sin autentificación ni nada… -mojó los labios en su bebida antes de sonreírle inseguro a Corso-. Extraño, ¿verdad? Ese interés repentino.