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– Dije perfectos.

– ¿Eso dijo?… Da lo mismo -se llevó el pitillo a la boca, hundiendo las mejillas en una larga chupada-. Pero, sea quien sea el autor, o autores, tenga la certeza de que el acto habrá supuesto para él, o ellos, un divertimento personal; una satisfacción moral que no se paga con dinero…

– Sine pecunia -apostilló el hermano.

Pedro Ceniza dejaba escapar el humo del cigarrillo por la nariz y la boca entreabierta, evocador.

– Tomemos por ejemplo ese Speculum que la Sorbona adquirió como auténtico. Sólo el papel, tipografía, impresión y encuadernación tuvieron que costar, sin duda, cinco veces más que el beneficio obtenido por quienes usted llama falsificadores. Hay quien no comprende eso… ¿Qué satisfará más a un pintor que tenga el talento de Velázquez y sea capaz de emular su obra?… ¿Ganar dinero o ver su cuadro en el Prado, entre Las Meninas y La fragua de Vulcano?

Corso no tuvo reparo en mostrarse de acuerdo. Durante ocho años, el Speculum de los hermanos Ceniza había figurado entre los más preciosos volúmenes de la universidad de París. El descubrimiento de la falsificación no se debió a expertos, sino al azar. Un intermediario largo de lengua.

– ¿Aún les molesta la policía?

– Apenas. Tenga en cuenta que el asunto de la Sorbona estalló en Francia entre comprador e intermediarios. Es cierto que circulaba nuestro nombre, pero nunca se probó nada -Pedro Ceniza sonreía torcidamente otra vez, lamentando esa ausencia de pruebas-. Con la policía mantenemos buenas relaciones; hasta acuden a consultarnos cuando necesitan identificar libros robados -señaló a su hermano con el cigarrillo humeante-. Nadie como Pablo a la hora de borrar huellas de sellos de bibliotecas, eliminar exlibris o marcas de procedencia. A veces le piden que reconstruya el trabajo en sentido inverso. Ya sabe: vive y deja vivir.

– ¿Qué opinan de Las Nueve Puertas?

El mayor de los hermanos miró al otro, luego el libro, y movió la cabeza.

– Nada nos llamó la atención al ocuparnos de él. Papel y tinta son lo que deben ser. Aunque el vistazo sea superficial, esas cosas se notan.

– Nosotros las notamos -precisó el otro.

– ¿Y ahora?

Pedro Ceniza chupó lo que quedaba de su cigarrillo, reducido a una brasa minúscula que sostenía entre las uñas, dejándolo caer después al suelo, entre sus zapatos, donde acabó de consumirse. El linóleo estaba lleno de quemaduras como aquélla.

– Encuadernación veneciana del xvii, en buen estado… -los hermanos se inclinaban sobre el libro, aunque sólo el mayor tocaba las páginas con sus manos frías y pálidas; parecían un par de taxidermistas estudiando el modo de empajar un cadáver-. La piel es marroquí negro, con florones dorados imitando decoración vegetal…

– Algo sobrio para Venecia -estimó Pablo Ceniza.

El hermano mayor mostró su acuerdo con un nuevo ataque de tos.

– El artista se contuvo; sin duda la naturaleza del tema… -miró a Corso-. ¿Ha comprobado el alma de las tapas? Las encuadernaciones del xvi o del xvii dan sorpresas cuando se trata de piel o cuero. El cartón interior se hacía con hojas sueltas, montadas con engrudo y prensadas. A veces usaban pruebas del mismo libro, o impresos más antiguos… Algunos hallazgos son hoy más valiosos que los ejemplares que encuadernan -señaló unos papeles sobre la mesa-. Ahí tiene un ejemplo. Cuéntaselo tú, Pablo.

– Bulas de la Santa Cruzada, de 1483… -el hermano sonreía, equívoco, como si en vez de papeles muertos hablase de excitante material pornográfico-. En las tapas de unos memoriales sin valor del siglo xvi.

Pedro Ceniza seguía atento a Las Nueve Puertas:

– La encuadernación parece en orden -dijo-. Todo encaja. Curioso libro, ¿verdad? Con sus cinco nervios en el lomo, sin título, y el misterioso pentáculo en la tapa… Torchia, Venecia 1666. Tal vez lo encuadernase él mismo. Un bello trabajo.

– ¿Qué me dice del papel?

– Ahí lo reconozco a usted, señor Corso; buena pregunta -el encuadernador se pasó la lengua por los labios; parecía que intentase transmitirles un poco de calor. Luego hizo sonar las hojas dejándolas correr con el pulgar sobre el corte del libro, el oído atento, igual que había hecho Corso en casa de Varo Borja-. Excelente papel. Nada que ver con las celulosas de hoy en día… ¿Sabe la cifra media de vida para un libro de los que se imprimen ahora?… Díselo, Pablo.

– Setenta años -informó el otro con rencor como si el culpable fuera Corso-. Setenta miserables años.

El hermano mayor rebuscaba entre los utensilios de la mesa. Al fin empuñó una lente especial de gran aumento y la acercó al libro.

– Dentro de un siglo -murmuró mientras levantaba una hoja y la estudiaba al trasluz, guiñando un ojo- casi todo lo que hoy está en las librerías habrá desaparecido. Pero estos volúmenes, impresos hace doscientos o quinientos años seguirán intactos… Tenemos los libros, como el mundo, que merecemos… ¿No es verdad, Pablo?

– Libros de mierda sobre papel de mierda.

Pedro Ceniza movía la cabeza, aprobador, sin dejar de estudiar el libro a través de la lente.

– Ya lo oye. El papel de celulosa se vuelve amarillo y quebradizo como una hostia, y se fragmenta sin remedio. Envejece y muere.

– Ése no es el caso -apuntó Corso señalando el libro. El encuadernador todavía observaba las hojas al trasluz.

– Papel de hilo, como Dios manda. Buen papel hecho con trapos, resistente al tiempo y la estupidez humana… No, miento. Es lino. Auténtico papel de lino -apartó el ojo de la lente y miró a su hermano-. Qué raro, no se trata de papel veneciano. Grueso, esponjoso, fibroso… ¿Español?

– Valenciano -dijo el otro-. Lino de Játiva.

– Eso es. Uno de los mejores de Europa, en la época. Puede que el impresor se hiciera con una partida de importación… Aquel hombre se propuso hacer bien las cosas.

– Las hizo a conciencia -puntualizó Corso-. Y le costó la vida.

– Eran riesgos del oficio… -Pedro Ceniza aceptó el cigarrillo arrugado que Corso le ofrecía, para encenderlo en el acto, tosiendo con indiferencia-… En cuanto al papel, usted sabe que es difícil engañar con eso. La resma utilizada tendría que ser en blanco, de la misma época, y aun así íbamos a encontrar diferencias: las hojas se vuelven marrones, las tintas se oxidan, se alteran con el tiempo… Por supuesto los añadidos se pueden manchar, lavarse con agua de té para oscurecerlos… Una buena restauración, o adición de hojas faltas que parezcan originales, debe dejar el libro uniforme. Los detalles son básicos. ¿Verdad, Pablo?… Siempre los benditos detalles.

– ¿Cuál es el diagnóstico?

– Salvando las distancias entre lo imposible, lo probable y lo convincente, hemos establecido que la encuadernación del libro puede ser del xvii… Eso no significa que las hojas que están dentro correspondan a esta encuadernación y no a otra; pero démoslo por supuesto. En cuanto al papel, tiene características similares a otras partidas cuyo origen sí está probado; luego también parece de época.

– De acuerdo. Encuadernación y papel son auténticos. Veamos el texto y las ilustraciones.

– Eso resulta más complejo. Desde el punto de vista tipográfico hay dos posibles puntos de partida. Primero: el libro es auténtico, pero su propietario, que según usted tiene motivos poderosos para saberlo, lo niega. Posible, entonces, pero poco probable. Vamos al segundo punto, el de la falsedad, que nos permite calcular dos posibilidades. Primera: todo el texto es falso, inventado, impreso sobre papel de época y aprovechando unas cubiertas anteriores. Eso, aunque posible, resulta improbable. O, para ser más precisos, poco convincente. El costo del libro sería desproporcionado… Hay una segunda alternativa razonable para la falsificación: que se realizara en fecha muy próxima a la primera edición del libro. Hablamos de una reimpresión con modificaciones, camuflada como si fuese la primera, hecha diez o veinte años después de ese 1666 que figura en el frontispicio… Pero, ¿con qué objeto?

– Se trataba de un libro condenado -apuntó Pablo Ceniza.

– Es posible -asintió Corso-. Alguien con acceso al material usado por Aristide Torchia, planchas y tipos de imprenta, pudo imprimirlo de nuevo…

El mayor de los hermanos había cogido un lápiz y garabateaba en el dorso de una hoja impresa.

– Sería una explicación. Pero las otras alternativas, o hipótesis, parecen más factibles… Imagine, por ejemplo, que la mayor parte de las páginas del libro son auténticas, pero se trata de un ejemplar falto, con hojas arrancadas o perdidas… Y alguien ha completado dichas faltas utilizando papel de época, una buena técnica de impresión y mucha paciencia. En tal caso tendremos dos subposibilidades: una es que las páginas añadidas se reproduzcan de otro ejemplar completo… La segunda hipótesis es que, a falta de páginas originales para reproducir o copiar, el contenido de aquéllas se haya inventado -en ese momento el encuadernador le mostró a Corso lo que había estado dibujando-. Ahí ya tendríamos un caso de auténtica falsificación, según este esquema:

Mientras Corso y el hermano menor miraban el papel, Pedro Ceniza hojeó de nuevo Las Nueve Puertas.