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Levantó un brazo, por simple reflejo, mientras daba un paso atrás. El peligro le devolvía lucidez y adrenalina a chorros, así que apartó la mano armada de la mujer y le asestó un puñetazo en el cuello que la dejó sin aliento, parándola en seco. La siguiente escena fue algo más apacible: Corso recogía del suelo el manuscrito y la botella rota, y Liana Taillefer estaba otra vez sentada en el sofá, ahora con el cabello desordenado sobre la cara, las manos en el cuello dolorido, respirando con dificultad entre sollozos de ira.

– Lo matarán por esto, Corso -la oyó decir por fin. El sol se había puesto definitivamente al otro lado de la ciudad, y los ángulos de la casa se llenaban de sombras. Avergonzado, encendió la luz y le alargó a la mujer gabardina y sombrero antes de descolgar el teléfono para pedir un taxi. Todo el tiempo evitó mirarla a los ojos. Después, cuando oyó desvanecerse sus pasos en la escalera, estuvo un rato inmóvil en la ventana, observando las sombras de los tejados recortarse en la claridad de la luna que ascendía despacio.

«Lo matarán por esto, Corso.»

Se sirvió un largo vaso de ginebra. No podía apartar de su cabeza la expresión de Liana Taillefer cuando se supo engañada. Ojos mortales como una daga, rictus de furia vengativa. Y no bromeaba; había querido matarlo de verdad. Una vez más los recuerdos despertaron despacio, invadiéndolo poco a poco, aunque esta vez no fue preciso, para revivirlos, ningún esfuerzo de la memoria. Era una imagen nítida como el lugar exacto del que procedía. Sobre la mesa de trabajo estaba la edición facsímil de Los tres mosqueteros. La abrió en busca de la escena: página 129. Allí, entre muebles en desorden, saltando del lecho puñal en mano como un diablo vengador, Milady se abalanza sobre d'Artagnan que retrocede aterrado, en camisa, manteniéndola a raya con la punta de su espada.

El número Uno y el número Dos

Sucede que el diablo es muy astuto. Sucede que no siempre es tan feo como dicen.

(J. Cazotte. El diablo enamorado)

Faltaban pocos minutos para la salida del expreso de Lisboa cuando vio a la chica. Corso estaba en el andén, al pie de la escalerilla de su vagón -Companhia Internacional de Carruagems-Camas- y se cruzó con ella entre un grupo de viajeros, camino de los coches de primera clase. Cargaba una pequeña mochila y tenía puesta la misma trenca azul, pero al principio no la reconoció. Sólo fue capaz de percibir algo familiar en los ojos verdes, tan claros que parecían transparentes, y en su cabello muy corto. Eso le hizo seguirla con la vista un momento, hasta que desapareció dos vagones más abajo. Sonó el silbato de la locomotora y, mientras subía a la plataforma y el encargado cerraba la puerta a su espalda, Corso recompuso la escena: ella sentada a un extremo de la mesa del café, en la tertulia de Boris Balkan.

Avanzó por el pasillo, camino de su compartimento. Las luces de la estación desfilaban cada vez más rápidas al otro lado de las ventanillas mientras el traqueteo del convoy acompasaba la marcha. Moviéndose con dificultad en el estrecho habitáculo, colgó el gabán y la chaqueta antes de sentarse en la cama, junto a su bolsa de lona. Dentro, con Las Nueve Puertas y la carpeta con el manuscrito Dumas, tenía un libro, el Memorial de Santa Helena, de Les Cases:

Viernes, 14 de julio de 1816. El Emperador ha estado enfermo toda la noche…

Encendió un cigarrillo. De vez en cuando, al pasar el tren junto a lugares iluminados que le recortaban el rostro con la rápida intermitencia de una luz estroboscópica, Corso echaba una ojeada a través de la ventanilla antes de sumirse de nuevo en los pormenores de la lenta agonía de Napoleón y las argucias de su carcelero inglés, sir Hudson Lowe. Leía con el ceño fruncido, ajustándose las gafas sobre el puente de la nariz. En ocasiones se detenía a contemplar un momento su propio reflejo en la ventanilla y modulaba una mueca zumbona dedicada a sí mismo. A esas alturas y con su currículum, era todavía capaz de sentir indignación por el miserable fin que los vencedores dieron al titán caído, sujeto a su roca en mitad del Atlántico. Curiosa experiencia, revisar aquello -los sucesos históricos y sus propios sentimientos al respecto- desde la lucidez actual. Tan lejos ya el otro Lucas Corso que admiraba con reverencia el sable del veterano de Waterloo; el niño que asumía los mitos familiares con belicoso entusiasmo, bonapartista precoz, devorador ávido de libros ilustrados con grabados de campañas gloriosas, nombres que sonaban como redobles de carga: Wagram, Jena, Smolensko, Marengo. Ojos desmesuradamente abiertos y desaparecidos mucho tiempo atrás, fantasma impreciso que se dibujaba a veces en su memoria, entre las páginas de un libro, en un olor o un sonido, en el cristal oscuro de una ventana cuando la lluvia venida del País Que Ya No Existe golpeaba afuera, en la noche.

El encargado pasó junto a la puerta agitando una campanilla. Media hora para el cierre del vagón restaurante. Corso cerró el libro, se puso la chaqueta y, tras colgarse del hombro la bolsa de lona, salió del compartimento. Al extremo del pasillo, tras la puerta de vaivén, una fría corriente de aire corría entre el pasaje de fuelle que iba del coche-cama al contiguo. Cruzó, oyendo sonar los topes bajo sus pies, para encontrarse en la zona de los asientos de primera clase. Al esquivar a un par de pasajeros en el pasillo se fijó en el interior del departamento más próximo, ocupado sólo a medias. La chica estaba allí, junto a la puerta, vestida con jersey y tejanos, los pies descalzos sobre el asiento de enfrente. Mientras Corso pasaba levantó los ojos del libro que leía, y sus ojos se encontraron. No hubo en los de la joven señal alguna de reconocimiento, así que él interrumpió, apenas iniciado, el breve gesto de saludo que estaba a punto de dirigirle de manera instintiva. Ella tuvo que intuir el ademán, pues lo miró con curiosidad; mas el cazador de libros ya seguía camino, pasillo adelante.

Cenó mecido por el traqueteo del vagón, y hubo tiempo para beber un café y una copa de ginebra antes de que cerraran el servicio. La luna despuntaba con tonos de seda cruda al extremo de la noche, y los postes telefónicos se movían en ella, fugaces, enmarcando fotogramas en contraluz de un proyector mal ajustado sobre la llanura en sombras.

Regresaba a su vagón cuando dio con la chica en el pasillo de primera clase. Había hecho girar la manivela de la ventanilla y se apoyaba en el marco, recibiendo en la cara el aire frío del exterior. Al llegar a su altura, Corso giró de costado para eludirla en el estrecho corredor. Entonces se volvió hacia él.

– Lo conozco-dijo.

Vistos de cerca, sus ojos eran todavía más verdes y claros, como cristal líquido. El efecto resultaba luminoso por contraste con la piel tostada por el sol; a finales de marzo y con aquel pelo con raya a la izquierda como un muchacho, le daba un aspecto singular, deportivo, agradablemente equívoco. Era alta, delgada y flexible. Y muy joven.

– Es cierto -confirmó Corso, deteniéndose un momento-. Hace un par de días. En el café.

Ella sonrió. Nuevo contraste en su rostro, dientes blancos sobre piel atezada. La boca era grande, bien dibujada. Guapa chica, habría dicho Flavio La Ponte acariciándose los rizos de la barba.

– Usted era el que preguntaba por d'Artagnan.

El aire frío de la ventanilla abierta agitaba su pelo corto. Seguía descalza; sus zapatillas de tenis blancas estaban en el suelo junto al asiento vacío. Le echó un vistazo instintivo al título del libro allí abandonado: Aventuras de Sherlock Holmes. Una edición barata, observó. En rústica. La mejicana de Editorial Porrúa.

– Va a coger un resfriado -dijo él.

La joven negó con la cabeza, sonriendo aún, pero hizo girar la manivela y subió el cristal. Corso, que se disponía a seguir su camino, se demoró para sacar un cigarrillo. Lo hizo igual que siempre, directamente del bolsillo a los labios, y vio que ella observaba su gesto.

– ¿Usted fuma? -preguntó indeciso, deteniendo la mano a mitad de camino.

– A veces.

Se puso el pitillo en la boca y sacó otro. Era negro, sin filtro, tan arrugado como todos los paquetes que solía llevar encima. La joven lo tomó entre los dedos, observando la marca antes de inclinarse para que Corso lo encendiera, después que el suyo, con el último fósforo de la caja.

– Es fuerte -dijo ella expulsando la primera bocanada de humo, aunque no hizo ninguno de los aspavientos que Corso esperaba. Sostenía el cigarrillo de modo insólito: entre el pulgar y el índice, con la brasa hacia afuera-. ¿Viaja en este vagón?

– No. En el contiguo.

– Tiene suerte de ir en coche cama -se palpó el bolsillo trasero de los tejanos, indicando una billetera inexistente-. Ojalá pudiese yo. Menos mal que el compartimento va medio vacío.

– ¿Es estudiante? -Algo así.

El tren vibró con estruendo al entrar en un túnel. La chica se volvió entonces cual si la tiniebla exterior atrajese su atención. Se inclinaba sobre el cristal contra su propio reflejo, tensa y alerta; y parecía acechar algo en el estrépito de aire comprimido entre los muros del angosto pasadizo. Después, cuando el vagón salió a terreno abierto y pequeñas luces volvieron a puntear la noche a modo de trazos breves al paso del convoy, sonrió de nuevo, absorta.