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Fargas, que hurgaba en el aparador, se volvió con una copa y una botella de Remy Martin, observándola al trasluz para comprobar su contenido.

– Dorada sangre de Dios -dijo, triunfal-. O del diablo. Sonreía sólo con la boca, torcido el bigote a la manera de los viejos galanes de cine; mas sus ojos continuaban fijos e inexpresivos, cercados de bolsas como por un insomnio que empezase a durar demasiado. Corso observó sus manos finas, de buena crianza, al tomar de ellas la copa de coñac, cuyo cristal ligero vibraba suavemente al llevárselo a los labios.

– Bonita copa -elogió, por decir algo.

El bibliófilo estaba de acuerdo, e hizo un gesto a medio camino entre la resignación y la burla de sí mismo, sugiriendo una segunda lectura de todo aquello: la copa, los tres dedos de coñac de la botella, la casa despojada. Su misma presencia allí: elegante, pálido y ajado fantasma.

– Sólo me queda otra igual -respondió con tranquila objetividad, a modo de confidencia-. Por eso las conservo.

Corso se hizo cargo con un movimiento de cabeza. Su mirada recorrió un momento las paredes vacías para volver a centrarse en los libros.

– Tuvo que ser una hermosa quinta -dijo.

El otro encogió los hombros bajo el jersey.

– Sí; lo fue. Pero con las viejas familias pasa lo que con las civilizaciones: un día se agostan y mueren -miró alrededor sin ver; parecía que sus ojos reflejaran los objetos ausentes-. Al principio uno recurre a los bárbaros para que vigilen el limes del Danubio, después los enriquece y termina convirtiéndolos en acreedores… Hasta que un día se sublevan y lo invaden a uno, y lo saquean -observó a su interlocutor con repentina suspicacia-. Espero que sepa de qué estoy hablando.

Asintió Corso. A estas alturas ya dejaba flotar entre ambos su mejor sonrisa de conejo cómplice.

– Lo sé perfectamente -confirmó-: Botas herradas pisando porcelana de Sajonia. ¿Se refiere a eso?… Fregonas con traje de noche. Menestrales advenedizos que se limpian el culo con manuscritos miniados.

Fargas hizo un movimiento de aprobación. Sonreía, satisfecho. Luego cojeó hasta el aparador en busca de la otra copa.

– Creo -dijo- que también tomaré un coñac.

Brindaron en silencio mirándose a los ojos, semejantes a dos miembros de una cofradía secreta tras establecer los signos de reconocimiento. Al cabo, el bibliófilo señaló los libros e hizo un gesto con la mano que sostenía la copa, como si superada la prueba de iniciación invitara a Corso a franquear una barrera invisible, acercándose a ellos.

– Ahí los tiene. Ochocientos treinta y cuatro volúmenes, de los que ya menos de la mitad merece la pena -bebió un poco antes de pasarse el índice por el bigote húmedo, mirando alrededor-. Es una lástima que no los haya conocido en tiempos mejores, alineados en sus estanterías de madera de cedro… Llegué a reunir cinco mil. Éstos son los supervivientes.

Corso, que había dejado la bolsa de lona en el suelo, se acercó a los libros. Sentía cosquillearle la punta de los dedos por puro reflejo. El panorama era magnífico. Se ajustó las gafas para detectar, al primer vistazo, un Vasari en cuarto de 1588, primera edición, y un Tractatus de Berengario de Carpi, con encuadernación en pergamino, del xvi.

– Nunca hubiera imaginado que la colección Fargas, que figura en todas las bibliografías, estuviese así. Libros apilados en el suelo, sin muebles, contra la pared, en una casa vacía…

– Es la vida, amigo mío. Pero debo precisar, en mi descargo, que todos se encuentran en impecable estado… Yo mismo los limpio y reviso, procuro airearlos y que estén a salvo de insectos y roedores, la luz, el calor y la humedad. De hecho no hago otra cosa durante el día.

– ¿Qué fue del resto?

El bibliófilo miró hacia la ventana, haciéndose también la misma pregunta. Arrugaba el ceño.

– Imagínese -repuso, y se diría un hombre muy infeliz cuando sus ojos volvieron a encontrarse con Corso-. Salvo la quinta, algunos muebles y la biblioteca de mi padre, no heredé más que deudas. Cada vez que obtuve dinero lo invertí en libros, y cuando mi renta tocó fondo liquidé cuanto quedaba: cuadros, muebles y vajilla. Usted sabe, creo, lo que significa ser un bibliófilo apasionado; pero yo soy bibliópata. El sufrimiento era atroz con sólo imaginar dispersa mi biblioteca.

– He conocido gente así.

– ¿De veras?… -Fargas lo miró con curiosidad-. A pesar de eso, dudo que se haga una idea exacta. Me levantaba por las noches para vagar como alma en pena frente a mis libros. Les hablaba, acariciaba sus lomos entre juramentos de lealtad… Todo fue inútil. Un día tuve que tomar la decisión: sacrificar la mayor parte, conservando los ejemplares más queridos y valiosos… Ni usted ni nadie comprenderán nunca lo que fue aquello: mis libros pasto de los buitres.

– Me lo figuro -dijo Corso, a quien no le hubiera importado en absoluto oficiar en semejantes funerales.

– ¿Se lo figura? No. Aunque viviese un siglo no podría. Separar unos de otros me costó dos meses de trabajo. Sesenta y un días de agonía, y también un acceso de fiebre que casi me mata. Por fin se los llevaron, y creí volverme loco… Lo recuerdo como si fuese ayer, aunque han transcurrido doce años.

– ¿Y ahora?

El bibliófilo mostró su copa vacía, cual si aquello simbolizase algo.

– Desde hace tiempo tengo que recurrir otra vez a mis libros. Aunque no necesito gran cosa: vienen un día por semana a hacer limpieza, y la comida la suben desde el pueblo… Casi todo el dinero se lo llevan los impuestos que pago al Estado por conservar la quinta.

Dijo Estado como podía haber dicho roedores, o carcoma. Corso hizo una mueca comprensiva, echando otro vistazo a las paredes desnudas de la casa.

– Puede venderla también.

– En efecto -Fargas asintió con indiferencia-. Pero hay cosas que usted no comprende.

Corso se había inclinado para coger un infolio encuadernado en pergamino y lo hojeaba con interés. De Symmetria de Durero, París 1557, reimpresión de la primera latina de Nuremberg. En buen estado y con amplios márgenes. Aquello habría vuelto loco a Flavio La Ponte. Habría vuelto loco a cualquiera.

– ¿Cada cuánto vende libros?

– Con dos o tres al año me basta. Después de dar muchas vueltas, escojo un volumen y lo vendo. Ésa es la ceremonia a la que me referí antes, al abrir la puerta. Tengo un comprador, compatriota suyo, que viene un par de veces al año.

– ¿Lo conozco? -aventuró Corso.

– Ignoro si lo conoce -fue la respuesta del bibliófilo, sin añadir nombre alguno-. Precisamente espero su visita de un día para otro, y cuando usted llegó me disponía a elegir víctima… -movió una de sus delgadas manos en el aire, imitando el movimiento de la guillotina mientras sonreía, desganado-. El que debe morir para que los otros sigan juntos.

Levantó Corso la vista hacia el techo, en busca de la inevitable analogía. Abraham, con una profunda grieta surcándole el rostro, hacía visibles esfuerzos por liberar su diestra, armada de puñal, que el ángel sujetaba con mano firme mientras, con la otra, dirigía una severa admonición al patriarca. Bajo el filo, inclinada la cabeza sobre una piedra, Isaac aguardaba resignado su destino. Era rubio y rosado, cual un efebo de los que nunca dicen no. Más allá había pintada una especie de oveja enredada en la zarza, y Corso votó mentalmente por indultar a la oveja.

– Imagino que no hay otra solución -dijo mirando al bibliófilo.

– Habría dado con ella… -Fargas sonrió con abierto rencor-. Pero el león exige su parte, los tiburones huelen la sangre y la carnaza. Por desgracia ya no queda gente como el conde de Artois, que fue rey de Francia. ¿Conoce la anécdota?… El viejo marqués de Paulmy tenía sesenta mil volúmenes y estaba arruinado. Para escapar de los acreedores vendió su biblioteca al conde de Artois, pero éste exigió que el anciano la conservara hasta su muerte. Así, con el dinero adquirido, Paulmy pudo comprar nuevos ejemplares, enriqueciendo una colección que ya no era suya…

Metía las manos en los bolsillos del pantalón y se paseaba junto a los libros, oscilante sobre la pierna inválida, mirándolos uno a uno. Parecía un enjuto y desastrado Montgomery que revistase sus tropas en El Alamein.

– A veces ni los toco ni los abro -se había detenido, inclinándose para reacomodar un volumen en su fila, sobre la vieja alfombra-. Me limito a quitarles el polvo y a contemplarlos durante horas. Conozco al detalle lo que hay bajo cada encuadernación… Fíjese en éste: De revolutionis celestium, Nicolás Copérnico. Segunda edición, Basilea,1566. Una bagatela, ¿verdad?… Como la Vulgata Clementina que tiene a su derecha, entre los seis volúmenes de la Políglota de su compatriota Cisneros y el Cronicarum de Nuremberg. En ese otro lado, observe aquel curioso infolio: Praxis criminis persequendi de Simon de Colines, 1541. O esa encuadernación monástica con cuatro nervios y bullones que está mirando. ¿Sabe lo que hay dentro?… La leyenda áurea de Jacobo de la Vorágine, Basilea 1493, impresa por Nicolás Kesler.

Corso hojeó el libro. Era un ejemplar magnífico, también con los márgenes muy amplios. Lo devolvió a su sitio con cuidado antes de incorporarse limpiando las gafas con el pañuelo. Aquello podía arrancarle sudores al más frío.