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– No caiga en lugares comunes -respondí, impaciente-. El folletín produjo mucho papel deleznable, pero Dumas estaba por encima de eso… En literatura, el tiempo es un naufragio en el que Dios reconoce a los suyos; lo desafío a que cite héroes de ficción que sobrevivan con la salud de d'Artagnan y sus compañeros, salvo, quizás, el Sherlock Holmes de Conan Doyle… El ciclo de Los mosqueteros constituye una novela de capa y espada indudablemente folletinesca; encontrará ahí todos los pecados propios de su clase. Pero es también un folletín ilustre, más allá de los niveles habituales del género. Una historia de amistad y aventuras que permanece fresca a pesar del cambio de gustos y del estúpido descrédito en que ha caído la acción. Parece que, desde Joyce, debamos resignarnos a Molly Bloom y renunciar a Nausicaa tras el naufragio, en una playa… ¿Nunca leyó mi opúsculo Viernes o la aguja de marear?… Si de un Ulises se trata, me quedo con el de Homero.

Alcé un punto el tono al llegar ahí, acechando la reacción de Corso. Sonreía a medias sin soltar prenda, pero yo recordaba la expresión de sus ojos cuando cité a Scaramouche, y me sentía en buen camino.

– Sé a qué se refiere -dijo por fin-. Sus opiniones son conocidas y polémicas, señor Balkan.

– Mis opiniones son conocidas porque he procurado que lo sean. Y en cuanto a despreciar al público, como aseguraba usted hace un momento, quizá no sepa que el autor de Los tres mosqueteros se batió en la calle durante las revoluciones de 1830 y 1848 y proporcionó armas, pagándolas de su bolsillo, a Garibaldi… No olvide que el padre de Dumas era un conocido general republicano… Aquel hombre rezumaba amor al pueblo y a la libertad.

– Aunque su respeto por el rigor de los hechos fuese relativo.

– Eso es lo de menos. ¿Sabe qué respondía a quienes le acusaban de violar la Historia?… «La violo, es cierto. Pero le hago bellas criaturas.»

Puse la estilográfica sobre la mesa y me levanté, acercándome a las vitrinas llenas de libros que cubren las paredes de mi despacho. Abrí una para elegir un tomo encuadernado en piel oscura.

– Como todos los grandes fabuladores -añadí-, Dumas era un embustero… La condesa Dash, que lo conoció bien, dice en sus memorias que le bastaba contar una anécdota apócrifa para que esa mentira se diese por histórica… Fíjese en el cardenal Richelieu: fue el hombre más grande de su tiempo; pero después de pasar por las tramposas manos de Dumas, su imagen llega hasta nosotros deformada y siniestra, con la catadura de un villano… -me volví hacia Corso, el libro en las manos-. ¿Conoce esto?… Lo escribió Gatien de Courtilz de Sandras, un mosquetero que vivió a finales del siglo xvii. Son las memorias de Artagnan, el auténtico: Carlos de Batz-Castelmore, conde de Artagnan. Un gascón nacido en 1615 que, en efecto, fue mosquetero; aunque no vivió en la época de Richelieu, sino en la de Mazarino. Murió en 1673 durante el sitio de Maestrich cuando, igual que su homónimo de ficción, iba a recibir el bastón de mariscal… Como ve, las violaciones de Alejandro Dumas engendraron hermosas criaturas… Al oscuro gascón de carne y hueso, cuyo nombre había olvidado la Historia, el genio del novelista lo convirtió en gigante de leyenda.

Corso permanecía en su asiento, escuchando. Le puse en las manos el libro y lo hojeó con interés y cuidado. Pasaba despacio las páginas, rozándolas apenas con las yemas de los dedos, sin tocar más que el reborde en cada hoja. De vez en cuando se detenía en un nombre, o un capítulo. Tras los cristales de sus gafas los ojos actuaban seguros y rápidos. En cierto momento se detuvo para anotar los datos en el bloc: «Memoires de M. d'Artagnan, G. de Courtilz, 1704, P. Rouge, 4 volúmenes in-12, 4ª. edición». Después cerró el libro para dedicarme una larga mirada.

– Usted lo ha dicho: era un tramposo.

– Sí -concedí mientras me sentaba de nuevo-. Pero genial. Donde otros se hubieran limitado a plagiar, él construyó un mundo novelesco que aún se sostiene hoy… «El hombre no roba, conquista», repetía a menudo… «Hace de cada provincia que toma un anexo de su imperio: le impone sus leyes, la puebla de temas y personal es, extiende su espectro sobre ella…» ¿Qué otra cosa es la creación literaria?… En su caso, la historia de Francia suministró el filón. El truco era extraordinario: respetar el marco y alterar el cuadro, saquear sin escrúpulos el tesoro que se le ofrecía… Dumas convierte a los personajes principales en secundarios, los que fueron humildes segundones se vuelven protagonistas, y llena páginas con incidentes que en la crónica real ocupan dos líneas… Jamás existió el pacto de amistad entre d'Artagnan y sus compañeros, entre otras cosas porque algunos ni se conocieron entre ellos… Tampoco hubo ningún conde de la Fére, o más bien hubo muchos, aunque ninguno se llamó Athos. Pero Athos existió; se llamaba Armando de Sillegue, señor de Athos, y murió de una estocada en un duelo antes de que d'Artagnan ingresara en los mosqueteros del rey… Aramis fue Henri de Aramitz, escudero, abate laico en la senescalía de Oloron, enrolado en 1640 en los mosqueteros que mandaba su tío. Terminó retirado en sus tierras, con mujer y cuatro hijos. En cuanto a Porthos…

– No me diga que también hubo un Porthos.

– Lo hubo. Se llamó Isaac de Portau y tuvo que conocer a Aramis, o Aramitz, porque ingresó en los mosqueteros tres años después que él, en 1643. Según la crónica murió prematuramente: enfermedad, la guerra, o un duelo como Athos.

Corso tamborileó con los dedos sobre las Memorias de d'Artagnan y movió un poco la cabeza. Sonreía.

– De un momento a otro va a decirme que también existió una Milady…

– Exacto. Mas no se llamaba Ana de Brieul, ni fue duquesa de Winter. Tampoco llevaba una flor de lis marcada en el hombro, aunque sí era agente de Richelieu. Se llamaba condesa de Carlille, y le robó, en efecto, dos herretes de diamantes en un baile al duque de Buckhingam… No me mire con esa cara. Lo cuenta La Rochefoucauld en sus memorias. Y La Rochefoucauld era un hombre muy serio.

Corso me observaba con fijeza. No parecía de los que se admiran con facilidad, y mucho menos en cuestión de libros; pero se mostraba impresionado. Después, cuando lo conocí mejor, llegué a preguntarme si la admiración era sincera, o una de sus retorcidas argucias profesionales. Ahora que todo ha terminado, creo estar seguro: yo era una fuente más de información, y Corso le daba hilo a la cometa.

– Todo esto es muy interesante-dijo.

– Si va a París, Replinger podrá contarle mucho más que yo… -miré el original sobre la mesa-… Aunque ignoro si compensa el gasto de un viaje… ¿Qué puede valer ese capítulo en el mercado?

Mordió de nuevo el extremo del lápiz, componiendo un gesto escéptico:

– No mucho. En realidad voy por otro asunto. Sonreí con tristeza cómplice. Entre mis escasas posesiones se cuentan un Quijote de Ibarra y un Volkswagen. Por supuesto, el automóvil me costó más que el libro.

– Sé a qué se refiere -dije, en tono solidario.

Corso hizo un gesto que podía interpretarse como de resignación. Sus incisivos de roedor asomaban en ácida mueca:

– Hasta que los japoneses se harten de Van Gogh y Picasso -sugirió- y lo inviertan todo en libros raros. Me eché hacia atrás en el asiento, escandalizado.

– Que Dios nos ampare cuando esto ocurra.

– Eso dígalo por usted -me miraba con sorna a través de sus lentes torcidas-. Yo pienso forrarme, señor Balkan.

Guardó el bloc en el bolsillo del gabán mientras se levantaba, colgándose al hombro la bolsa de lona. No pude menos que detenerme a considerar su aspecto equívocamente apacible, con aquellas gafas metálicas nunca estables sobre la nariz. Más tarde supe que vivía solo, entre libros propios y ajenos, y además de cazador a sueldo era experto en juegos de simulación napoleónicos, capaz de reproducir sobre un tablero, de memoria, el orden de batalla exacto en la víspera de Waterloo: una historia familiar, algo extraña, que hasta mucho después no llegué a conocer del todo. He de admitir que, evocado así, Corso parece desprovisto del menor atractivo. Y sin embargo, ateniéndonos al rigor con que narro esta historia, debo precisar que en su desmañada apariencia, justo en aquella torpeza que podía ser -ignoro cómo lo conseguía- cáustica y desamparada, ingenua y agresiva al mismo tiempo, acechaba eso que las mujeres llaman gancho y los hombres simpatía. Positivo sentimiento que se esfuma cuando nos palpamos el bolsillo para comprobar que acaban de quitarnos la cartera.

Corso recuperó el manuscrito y lo acompañé hasta la puerta. Se detuvo a estrecharme la mano en el vestíbulo, donde los retratos de Stendhal, Conrad y Valle-Inclán otean adustos la atroz litografía que la comunidad de vecinos, con mi voto en contra, decidió colgar hace unos meses en el rellano de la escalera.

Sólo entonces me animé a formular la pregunta:

– Le confieso que siento curiosidad por saber dónde encontraron eso.

Se detuvo, indeciso, antes de responder. Sin duda analizaba los pros y los contras. Pero yo lo había recibido amablemente y estaba en deuda conmigo. También podía volver a necesitarme, así que no le quedaba opción.