Recurrió a un viejo sistema de colación: las tablas comparativas usadas por Umberto Eco en el estudio sobre la Hanau. Ordenadas sobre el papel las láminas que contenían diferencias, resultaba el siguiente esquema:
En cuanto a las marcas de grabador, las variaciones en las firmas A. T. (el impresor Torchia) y L. F. (¿desconocido?, ¿Lucifer?) correspondientes al sculptor y al inventor se establecían así:
Extraña cábala. Mas Corso tenía por fin algo concreto: la existencia de cierta clave encerrando un sentido. Se levantó despacio, como si temiese que todas aquellas correspondencias fueran a esfumarse ante sus ojos, pero también con la calma del cazador seguro de que al final de un rastro, por confuso que sea, siempre hay una pieza por cobrar.
Mano. Salida. Arena. Tablero. Aura.
Echó un vistazo por la ventana. Al otro lado de los cristales sucios, recortando la rama de un árbol, un resto de claridad rojiza se resistía a desaparecer en la noche.
Ejemplares Uno y Dos. Diferencias en los números 2,4,5,7 y 8.
Tenía que ir a París. Allí estaba el número Tres, y quizá la respuesta al enigma. Pero otro asunto le preocupaba; algo a resolver con urgencia. Varo Borja había sido tajante: descartada la posibilidad de conseguir el número Dos por métodos convencionales, era tiempo de ir meditando un plan heterodoxo de adquisición. Con el menor daño y riesgo posible para Fargas o el propio Corso, naturalmente. Algo suave y discreto. Sacó su agenda del bolsillo del gabán, en busca del número de teléfono apropiado. Era un trabajo perfecto para Amílcar Pinto.
Una de las velas, consumida, se apagó en corta espiral de humo. En algún lugar de la casa sonaba un violín, y Corso rió otra vez entre dientes, breve y seco, mientras la llama del candelabro hacía bailar luces y sombras en su cara al inclinarse para encender un cigarrillo. Después se irguió, escuchando. La música sonaba igual que un lamento que se deslizara por las estancias vacías, oscuras, sobre los restos de muebles carcomidos y polvorientos, bajo los techos pintados sobre telarañas y sombras que sólo cobijaban huellas en las paredes, ecos de pasos, voces muertas tiempo atrás. Y afuera, sobre la verja oxidada, los dos rostros de mujer, abiertos en la noche los ojos de uno, cubierto el otro por la máscara de hiedra, escuchaban inmóviles, con la quietud del tiempo detenido en el vacío, la música que Victor Fargas arrancaba al violín para conjurar los espectros de sus libros perdidos.
Regresó andando al pueblo, las manos en los bolsillos del gabán y el cuello subido hasta las orejas; veinte minutos por el lado izquierdo de la carretera desierta. No había salido la luna, y Corso se adentraba en extensas manchas de sombra al pasar bajo los árboles que cubrían el camino como una bóveda negra. El silencio era casi absoluto, roto únicamente por el crujir de sus zapatos sobre la gravilla de la cuneta, o el goteo de los canalillos de agua ladera abajo, entre la jara y la hiedra, invisibles en la oscuridad.
Un coche se acercó por detrás, rebasándolo, y Corso vio su propia silueta, de contornos agigantados y fantasmales, deslizarse ondulante sobre los troncos de los árboles cercanos y la espesura del bosque. Sólo al estar arropado otra vez entre las sombras expulsó el aliento y sintió que se relajaban sus músculos en tensión. No pertenecía a la clase de individuos que ven fantasmas por las esquinas. Más bien veía todas las cosas, incluso las extraordinarias, con fatalismo meridional estilo viejo soldado, sin duda herencia genética del tatarabuelo Corso: por mucho que uno espolee el caballo en dirección contraria, lo inevitable aguarda siempre en la puerta de la Samarcanda más próxima, limpiándose las uñas con una daga veneciana, o con una bayoneta escocesa. Pero aun así, desde el incidente en la callejuela de Toledo, el cazador de libros experimentaba una justificable aprensión cada vez que oía un motor acercársele por la espalda.
Quizá por eso, cuando los faros de otro automóvil se detuvieron a su lado, Corso giró alerta mientras cambiaba la bolsa de lona del hombro derecho al izquierdo y requería, dentro del bolsillo del gabán, su juego de llaves, arma de fortuna capaz de vaciarle un ojo a cualquiera que se acercara demasiado. Sin embargo, el cuadro parecía apacible: una silueta metálica grande y oscura, tipo berlina, y dentro, apenas iluminado por la luz del salpicadero, un perfil masculino anunciando una voz amable, educada.
– Buenas noches… -el acento era impreciso, ni portugués ni español-. ¿Tiene fuego?
Podía ser muy cierto o sólo un mal pretexto; eso no había forma de averiguarlo. Tampoco era cosa de salir corriendo o esgrimir la más puntiaguda de sus llaves porque le pidieran lumbre para un cigarro; así que Corso soltó el llavero, extrajo una caja de fósforos y encendió uno, protegiendo la llama en el hueco de la mano.
– Gracias.
Allí estaba la cicatriz, naturalmente. Era antigua, grande y vertical, desde la sien hasta la mitad de la mejilla izquierda. Pudo observarla bien cuando el otro se inclinó para encender el puro Montecristo, y sostuvo la luz en alto el tiempo suficiente para distinguir el mostacho negro, espeso, y los ojos oscuros que lo miraban con fijeza en la penumbra. Luego, el fósforo se consumió entre los dedos de Corso y pareció que una máscara negra se abatiera sobre las facciones del desconocido. De nuevo fue una sombra, silueteada apenas por el resplandor tenue del cuadro de mandos.
– ¿Quién coño es usted?
No fue un comentario sereno, ni brillante. De todas formas, era demasiado tarde; la pregunta se perdió en el sonido del motor acelerando. El doble punto rojo de las luces del automóvil se alejaba ya carretera abajo, dejando un rastro fugaz sobre la cinta oscura del asfalto. Todavía brilló un momento con más intensidad al frenar en la primera curva, y después desapareció como si nunca hubiera estado allí.
El cazador de libros seguía inmóvil en la cuneta, intentando situar aquello en su escenario: Madrid, puerta de la viuda Taillefer. Toledo, visita a Varo Borja. Y Sintra, después de una tarde en casa de Victor Fargas. También folletines de Dumas, un editor ahorcado en su despacho, un impresor quemado con su extraño manual… Y entre unos y otros, pegado a los talones de Corso igual que si de su sombra se tratara, Rochefort: un espadachín de ficción del siglo xvii reencarnado en chófer de uniforme, conductor de automóviles de lujo. Responsable de un intento de atropello y un par de allanamientos de morada. Y fumador de cigarros Montecristo. Fumador sin mechero.
Blasfemó suavemente en voz baja. Habría dado un incunable raro, en buen estado, por romperle la cara al responsable de aquel guión absurdo.
Apenas llegó al hotel hizo varias llamadas telefónicas. La primera fue al número de Lisboa que tenía en la agenda; y tuvo suerte, porque Amílcar Pinto estaba en casa: lo averiguó tras conversar con su malhumorada mujer, con sonido de fondo de un televisor a todo volumen, llanto agudo de críos y violenta discusión entre voces adultas que llegaban a través del auricular de baquelita negra. Por fin tuvo a Pinto al aparato. Quedaron en verse hora y media más tarde, el tiempo que el portugués tardara en recorrer los cincuenta kilómetros que lo separaban de Sintra. Solucionado eso, Corso miró el reloj mientras marcaba línea internacional para hablar con Varo Borja; pero el librero no estaba en su casa de Toledo. Le dejó un mensaje en el contestador automático y compuso un número de Madrid, el de Flavio La Ponte. Tampoco hubo respuesta, así que escondió la bolsa de lona sobre el armario y fue a tomar algo.
Lo primero que vio al empujar la puerta del pequeño saloncito del hotel fue a la chica. No había error posible: el pelo cortísimo, el aire de muchacho, la piel bronceada como si estuvieran en pleno mes de agosto. Leía sentada en un sillón junto al cono de luz de una lámpara, con las piernas estiradas y cruzadas sobre el asiento de enfrente, los pies descalzos, tejanos y camiseta blanca de algodón, el jersey de lana gris sobre los hombros. Y Corso se quedó inmóvil, la mano en el picaporte y una absurda sensación martilleándole el pensamiento. Coincidencia o hecho deliberado, aquello era excesivo.
Por fin, todavía incrédulo, se acercó a la muchacha. Casi estaba a su lado cuando levantó la vista del libro fijando en él los ojos verdes, claridad líquida y profunda que tan bien recordaba de cuando su encuentro en el tren. Se detuvo sin saber lo que iba a decir; con la extraña sensación de que podía caer dentro de esos ojos.
– No me contó que viniera a Sintra -dijo. Tampoco usted.
Acompañaba su respuesta con una sonrisa tranquila, sin incomodidad ni sorpresa. Parecía sinceramente contenta de encontrarse con él.
– ¿Qué hace aquí? -preguntó Corso.
Ella retiró los pies del sillón, ofreciéndoselo con un gesto; pero el cazador de libros permaneció de pie.
– Viajo -dijo la chica, y le mostró el libro; no era el mismo del tren: Melmoth el errabundo, de Charles Maturin-. Leo. Y tengo encuentros inesperados.