Выбрать главу

Salió por la vidriera al jardín en busca de la chica, arrastrando los pies sobre las hojas del suelo. La encontró sentada en una pequeña escalinata que daba al estanque, entre el rumor del agua que el angelote mofletudo vertía en la superficie verdosa, cubierta de plantas flotantes. Miraba el estanque con aire absorto, y sólo el sonido de pasos la arrancó de su contemplación, haciéndole volver la cabeza.

Corso puso la bolsa de lona sobre el peldaño inferior de la escalera, sentándose a su lado. Después encendió el cigarrillo que llevaba colgado de la boca desde hacía rato. Aspiró el humo con la cabeza inclinada mientras arrojaba el fósforo. Entonces se volvió a la joven.

– Ahora cuéntamelo todo.

Sin dejar de mirar el estanque, ella hizo un suave gesto negativo con la cabeza. Nada brusco, ni desagradable. Por el contrario, el movimiento de la cabeza, el mentón y las comisuras de su boca, parecían dulces y pensativos como si la presencia de Corso, el triste y descuidado jardín, el rumor del agua, la conmovieran de un modo especial. Con su trenca y la mochila aún colgada a la espalda parecía increíblemente joven; casi indefensa. Y muy cansada.

– Tenemos que irnos -dijo, en voz tan baja que Corso apenas la oyó-. A París.

– Antes dime qué tienes que ver con Fargas. Con todo esto.

Movió de nuevo la cabeza, en silencio. Corso expulsaba el humo del cigarrillo. Había en el aire tanta humedad que se quedó flotando ante él, condensado, antes de irse desvaneciendo poco a poco. Miró a la chica.

– ¿Conoces a Rochefort?

– ¿Rochefort?

– O como se llame. Un tipo moreno, con una cicatriz. Estuvo anoche rondando por aquí -a medida que hablaba, Corso tenía conciencia de lo estúpido que era todo aquello. Terminó con una mueca incrédula, dudando de sus propios recuerdos-. Incluso hablé con él.

La joven volvió a negar con la cabeza, sin apartar los ojos del estanque.

– No lo conozco.

– ¿Qué haces aquí, entonces?

– Cuido de usted.

Corso miró las puntas de sus zapatos, frotándose las manos entumecidas. El canturreo del agua en el estanque empezaba a irritarlo. Se llevó los dedos a la boca para dar una última chupada al cigarrillo, cuya brasa estaba a punto de quemarle los labios. El sabor era amargo.

– Tú estás loca, chiquilla.

Arrojó el resto del cigarrillo, mirando el humo que se disipaba ante sus ojos.

– Como una cabra -añadió.

Ella seguía en silencio. Al cabo de un momento, Corso extrajo del bolsillo la petaca de ginebra y bebió un trago, sin ofrecerle. Después la miró de nuevo.

– ¿Dónde está Fargas?

Tardó un poco en responder; su mirada seguía absorta, perdida. Por fin hizo un gesto con el mentón.

– Ahí.

Corso siguió la dirección de su mirada. En el estanque, bajo el hilo de agua que salía por la boca del angelote mutilado de ojos vacíos, la silueta imprecisa de un cuerpo humano flotaba boca abajo entre las plantas acuáticas y las hojas muertas.

El librero de la Rue Bonaparte

– Amigo mío -dijo gravemente Athos-. Recordad que los muertos son los únicos con los que no se expone uno a tropezar de nuevo sobre la tierra.

(A. Dumas. Los tres mosqueteros)

Lucas Corso pidió una segunda ginebra recostándose, complacido, en el respaldo de la silla de mimbre. Se estaba bien al sol en la terraza, dentro del rectángulo de claridad que enmarcaba las mesas del café Atlas, en la Rue De Buci. Era una de esas mañanas luminosas y frías, cuando la orilla izquierda del Sena hormiguea de samurais desorientados, anglosajones con zapatillas deportivas y billetes de metro entre las páginas de un libro de Hemingway, damas con cestas llenas de baguettes y lechugas, y esbeltas galeristas de nariz quiroplástica rumbo al café de su pausa laboral. Una joven muy atractiva miraba el escaparate de una charcutería de lujo, del brazo de un caballero maduro y apuesto, con pinta de anticuario, o de rufián; o quizá se tratara de ambas cosas a la vez. Había también una Harley Davidson con los cromados relucientes, un foxterrier de mal humor atado en la puerta de una tienda de vinos caros, un joven con trenzas de húsar que tocaba la flauta dulce en la puerta de una boutique. Y en la mesa contigua a la de Corso, una pareja de africanos muy bien vestidos que se besaban en la boca sin prisas, como si tuvieran todo el tiempo del mundo y el descontrol nuclear, el sida, la capa de ozono, fuesen anécdotas sin importancia en aquella mañana de sol parisién.

La vio aparecer al extremo de la calle Mazarino, doblando la esquina hacia el café donde él aguardaba; con su aspecto de chico, la trenca abierta sobre los tejanos, los ojos como dos señales luminosas en el rostro atezado, visibles en la distancia, entre la gente, bajo el resplandor de sol que desbordaba la calle. Endiabladamente bonita, habría dicho sin duda Flavio La Ponte carraspeando mientras ofrecía su perfil bueno, aquel donde la barba era un poco más espesa y rizada. Pero Corso no era La Ponte, así que ni dijo ni pensó nada. Se limitó a mirar con hostilidad al camarero que en ese momento depositaba la copa de ginebra sobre su mesa -pas d'Bols, m'sieu- y a ponerle en la mano el precio exacto que marcaba el ticket -servicio compris, muchacho- antes de seguir viendo acercarse a la chica. En lo que a ese género de cosas se refería, Nikon le había dejado ya en el estómago un boquete del tamaño de un escopetazo de postas. Y era suficiente. Tampoco estaba muy seguro Corso de tener un perfil mejor que otro, o haberlo tenido nunca. Y maldito lo que le importaba.

Se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo. Su gesto convirtió la calle en una sucesión de contornos difuminados, de siluetas con rostro impreciso. Una de ellas seguía destacándose entre las otras, y a medida que se acercaba se perfiló cada vez más, aunque sin llegar nunca a la nitidez: cabello corto, piernas largas, zapatillas blancas de tenis adquirieron contornos propios en un costoso e imperfecto enfoque cuando llegó hasta él, sentándose en la silla libre.

– He visto la tienda. Está a un par de manzanas de aquí.

Se puso las gafas y la miró, sin responder. Habían viajado juntos desde Lisboa. El viejo Dumas habría escrito a uña de caballo para describir el modo en que abandonaron Sintra camino del aeropuerto. Desde allí, veinte minutos antes de la salida del avión, Corso telefoneó a Amílcar Pinto para contarle el punto final a los tormentos bibliográficos de Victor Fargas y la cancelación del plan previsto. En cuanto al dinero acordado, Pinto iba a cobrar igual, a cuenta de las molestias. Pese a la sorpresa -la llamada telefónica acababa de sacarlo de la cama-, el portugués reaccionó bastante bien, con términos de no sé a qué estás jugando, Corso, pero tú y yo no nos vimos anoche en Sintra; ni anoche ni nunca. A pesar de todo prometió hacer averiguaciones discretas sobre la muerte de Victor Fargas. Eso cuando se enterase de modo oficial; de momento no se daba por enterado absolutamente de nada, ni la menor gana que tenía. En cuanto a la autopsia del bibliófilo, ya podía Corso rezar para que los forenses dictaminasen suicidio. Por si acaso, y respecto al prójimo de la cicatriz, iba a deslizar su descripción como sospechoso en los servicios pertinentes. Seguirían en contacto por teléfono, y le recomendaba encarecidamente no visitar Portugal en una larga temporada. Ah, y una última cosa -añadió Pinto cuando ya los altavoces anunciaban la salida del vuelo a París-. La próxima vez, antes de complicar a un amigo en eventuales homicidios, Corso podía recurrir a la madre que lo parió. El teléfono se tragaba el último escudo, y el cazador de libros formuló una apresurada protesta de inocencia. Claro que sí, concedió el policía. Eso dicen todos.

La chica esperaba en la sala de embarque. Para sorpresa del aturdido Corso, cuya capacidad para atar cabos quedaba ese día muy por debajo del número de éstos que por todas partes aparecían sueltos, había desplegado una eficiente actividad que los instaló a ambos, sin contratiempos, a bordo del avión. «Acabo de heredar», fue su respuesta cuando, al verla pagar otro billete para el mismo vuelo, Corso hizo un par de rencorosas reflexiones sobre la escasez de recursos que hasta ese momento le había atribuido. Después, durante las dos horas que duró el trayecto Lisboa-París, ella se negó a responder cuantas preguntas fue capaz de formular. Cada cosa a su tiempo, se limitaba a decir, mirando a Corso fugazmente, casi a hurtadillas, antes de ensimismarse en las nubes que el avión dejaba atrás, bajo la estela de condensación del aire frío en las alas. Después se había dormido, o fingido hacerlo, con la cabeza sobre su hombro. Por el ritmo de la respiración, Corso comprendió que seguía despierta; el sueño aparente sólo era un recurso de circunstancias para eludir preguntas que no estaba dispuesta, o autorizada, a contestar.

Cualquier otro, en su lugar, habría roto la baraja con los zarandeos y la rudeza apropiadas. Pero él era un lobo paciente, bien adiestrado, con reflejos e instinto de cazador. Después de todo, en la chica estaba su única conexión real, moviéndose como lo hacía en un entorno novelesco, injustificable, irreal. Además, a semejantes alturas del guión había asumido por completo el carácter del lector cualificado y protagonista, que alguien, quien tejiese nudos al otro lado del tapiz, en el envés de la trama, parecía proponer con un guiño que -eso no estaba claro- podía ser despectivo, o cómplice.