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– Alguien me la está jugando -había dicho Corso en voz alta, a nueve mil metros de altura sobre el golfo de Vizcaya. Luego miró de soslayo a la chica, aguardando una reacción o una respuesta, pero ella permanecía inmóvil, con la respiración pausada, durmiendo de verdad o sin oír el comentario. Molesto por su silencio, retiró el hombro; la cabeza vaciló un instante en el vacío. Después la vio suspirar y acomodarse de nuevo, esta vez contra la ventanilla.

– Claro que te la están jugando -dijo por fin soñolienta y despectiva, aún con los ojos cerrados-. Cualquier tonto se daría cuenta.

– ¿Qué le ocurrió a Fargas?

No respondió en seguida. Por el rabillo del ojo comprobó que parpadeaba, absorta la mirada en el respaldo que tenía delante.

– Ya lo viste -dijo, al cabo de un momento-. Se ahogó. -¿Quién lo hizo?

Movió la cabeza despacio, a uno y otro lado, para quedarse mirando al exterior. Su mano izquierda, fina y morena, con las uñas cortas y sin barniz, se deslizaba despacio por el brazo del asiento. El gesto se detuvo al final, como si los dedos hubiesen tocado un objeto invisible.

– Eso no importa.

Corso torció la boca; parecía que fuera a reír, pero no lo hizo. Se limitó a enseñar un colmillo.

– A mí sí me importa. Y mucho.

La chica se encogió de hombros. No les importaban las mismas cosas, dijo aquel gesto. O no en el mismo orden.

Insistió Corso:

– ¿Cuál es tu papel en esta historia?

– Ya lo dije. Cuidar de ti.

Se había vuelto hacia él, mirándolo con tanta firmeza como evasiva se mostraba un momento atrás. Movía otra vez la mano sobre el brazo del asiento, cual si intentase salvar la distancia que la separaba de Corso. Toda ella estaba demasiado cerca, y el cazador de libros retrocedió por instinto, incómodo y un poco desconcertado. En el agujero de su estómago, sobre la huella de Nikon, oscuras sensaciones olvidadas se removían, inquietas. El dolor retornaba suavemente con la sensación de vacío mientras los ojos de la chica, mudos y sin memoria, reflejaban viejos fantasmas que el cazador de libros sentía aflorarle a la piel.

– ¿Quién te manda?

Las pestañas se abatieron sobre los iris líquidos, y fue como si hubieran pasado una página sobre ellos. Ya no había nada allí; sólo vacío. La chica arrugaba la nariz, irritada.

– Me aburres, Corso.

Se volvió hacia la ventanilla para mirar el paisaje. La gran mancha azul moteada de minúsculas hebras blancas parecía quebrarse a lo lejos, en una línea amarilla y ocre. Tierra a la vista. Francia. Próxima estación, París. O próximo capítulo, a continuar en el siguiente número. Final espada en alto, con misterio incluido; un recurso de folletín romántico. Pensó en la Quinta da Soledade: el agua manando de la fuente, el estanque, el cuerpo de Fargas entre las plantas acuáticas y las hojas caídas. Aquello le produjo tanto calor que se removió en el asiento, molesto. Se sentía, con toda razón, un hombre en fuga. Absurdo, de todos modos; más que huir por propia voluntad, estaba siendo obligado a ello.

Miró a la chica antes de intentar observarse a sí mismo con la necesaria frialdad. Tal vez no huía de, sino hacia. O escapaba de un misterio escondido en su propio equipaje. El vino de Anjou. Las Nueve Puertas. Irene Adler. La azafata dijo algo al pasar a su lado con sonrisa estúpida y profesional, y Corso la miró sin verla, abstraído en sus cavilaciones. Ojalá supiera si el final de la historia venía escrito en alguna parte, o si era él mismo quien redactaba sobre la marcha, capítulo a capítulo.

Aquel día no volvió a cruzar una palabra con la chica. Al llegar a Orly se había desentendido de su presencia, aunque la sintió caminar detrás por los pasillos del aeropuerto. En el control de inmigración, después de mostrar su carnet de identidad, tuvo la idea de volverse a medias para ver qué documento utilizaba; mas no logró verlo. Sólo pudo distinguir un pasaporte forrado de piel negra, sin marcas exteriores; europeo sin duda, pues había franqueado el mismo punto de paso reservado a los ciudadanos de la Comunidad. Al salir a la calle, cuando Corso subió a un taxi y mientras daba la dirección acostumbrada del Louvre Concorde, la chica se había deslizado en el asiento, a su lado. Fueron en silencio hasta el hotel, y ella se adelantó bajando del coche mientras le dejaba pagar el trayecto. El taxista no tenía cambio, y eso demoró un poco a Corso. Cuando por fin pudo cruzar el vestíbulo, ella se había inscrito ya, y se alejaba precedida por un botones con su mochila. Todavía lo saludó con la mano antes de meterse en el ascensor.

– Es una tienda muy bonita. Librería Replinger, dice. Autógrafos y documentos históricos. Y está abierta.

Le había hecho un gesto negativo al empleado del café y se inclinaba un poco hacia Corso, sobre la mesa, en la terraza de la Rue De Buci. La transparencia líquida de sus ojos reproducía, a modo de espejo, las escenas de la calle que, a su vez, se reflejaban en el escaparate del local.

– Podríamos ir ahora.

Se habían encontrado de nuevo durante el desayuno, cuando Corso leía los periódicos junto a una de las ventanas que daban a la plaza del Palais Royal. Ella dijo buenos días, sentándose a la mesa para devorar con apetito las tostadas y los croissants. Después, con un cerco de café con leche sobre el labio superior, como una niña satisfecha, miró a Corso:

– ¿Por dónde empezamos?

Y allí estaban, a dos manzanas de la librería de Achille Replinger, que la chica se había ofrecido a localizar en descubierta mientras Corso tomaba la primera ginebra del día, presintiendo que no iba a ser la última.

– Podríamos ir ahora-repitió ella.

Corso aún se demoró un instante. Había soñado con su piel morena en las sombras de un atardecer, llevándola de la mano a través de un páramo desolado en cuyo horizonte emergían columnas de humo, volcanes a punto de hacer erupción. A veces se cruzaban con un rostro grave, soldado con armadura cubierta de polvo que los miraba en silencio, distante y frío como los hoscos troyanos del Hades. El páramo oscurecía en el horizonte, las columnas de humo se espesaban, y había una advertencia en la expresión imperturbable, fantasmal, de los guerreros muertos. Corso quiso escapar de allí. Tiraba de la mano de la joven para no dejarla atrás, pero el aire se volvía espeso y caliente, irrespirable, oscuro. La carrera concluyó en una caída interminable hacia el suelo, semejante a una agonía proyectada a cámara lenta. La oscuridad quemaba como un horno. El único vínculo con el exterior era la mano de Corso, unida a la de ella en el esfuerzo por seguir adelante. Lo último que sintió fue la presión de esa mano aflojándose mientras se convertía en cenizas. Y ante él, en las tinieblas cerradas sobre el páramo ardiente y sobre su conciencia, unas manchas blancas, trazos fugaces igual que relámpagos, dibujaban la silueta fantasmal de un cráneo desnudo. No era agradable recordarlo. Para limpiar de su garganta las cenizas y de sus retinas el horror, Corso apuró la copa de ginebra y miró a la chica. Estaba pendiente de él, esperando tranquila, colaboradora disciplinada en demanda de instrucciones. Increíblemente serena, asumido con naturalidad su extraño papel en el relato. Incluso había en su expresión una lealtad desconcertante, inexplicable.

Cuando Corso se puso en pie, colgándose al hombro la bolsa de lona, ella lo imitó. Bajaron sin prisas hacia el Sena. La chica iba por el lado interior de la acera, y de vez en cuando se detenía ante los escaparates de las tiendas, llamando su atención sobre un cuadro, un grabado, un libro. Lo miraba todo con ojos muy abiertos, intensa curiosidad y un punto de nostalgia en las comisuras de la boca que sonreía reflexiva. Parecía buscar huellas de sí misma en los objetos antiguos; como si, en algún lugar de su memoria, el pasado convergiese con el de aquellos pocos supervivientes traídos hasta allí por la deriva, tras cada naufragio inexorable de la Historia.

Había dos librerías una frente a otra, a cada lado de la calle. La de Achille Replinger era muy antigua, con el exterior de madera barnizada y un elegante escaparate bajo el rótulo: Livres anciens, autographes et documents historiques. Corso le dijo a la chica que aguardase afuera, y ésta obedeció sin protestar. Cuando caminaba hacia la puerta miró el cristal del escaparate y la vio reflejada en él, sobre su hombro, de pie en la otra acera, observándolo.

Sonó una campanilla al empujar la puerta. Había una mesa de roble, libros antiguos en las estanterías, bastidores con carpetas de grabados y una docena de viejos archivadores de madera. Cada uno tenía letras en orden alfabético, cuidadosamente caligrafiadas en sus casillas de latón. Sobre la pared, en un marco, un texto autógrafo y una leyenda: Fragmento de Tartufo. Moliére. También tres buenos grabados: Dumas entre Víctor Hugo y Flaubert.

Achille Replinger estaba de pie junto a la mesa. Era corpulento, de tez rojiza; una especie de Porthos con espeso mostacho gris y gruesa papada sobre el cuello de una camisa con corbata de punto. Vestía ropa cara, con descuido: chaqueta inglesa deformada en torno a la excesiva cintura y pantalones de franela un poco caídos, llenos de arrugas.

– Corso… Lucas Corso -sostenía la tarjeta de presentación de Boris Balkan entre los dedos gruesos y fuertes, fruncido el ceño-. Sí, recuerdo su llamada telefónica del otro día. Algo sobre Dumas.

Corso puso la bolsa sobre la mesa y sacó la carpeta con las quince hojas manuscritas de El vino de Anjou. El librero las extendió ante sí, enarcando una ceja.