Volvía a meter los papeles en sus carpetas, para reintegrarlos al archivador de la letra D. Tuvo tiempo Corso de echar un último vistazo a la nota en que Dumas reclamaba páginas a su colaborador. Aparte de la letra, que se correspondía trazo a trazo, el papel era idéntico -azul y con fina cuadrícula- al utilizado en el manuscrito de El vino de Anjou. Un folio cortado en dos; la parte inferior aún se veía más irregular que las otras tres. Quizá todas aquellas hojas estuviesen juntas sobre la mesa del novelista, en la misma resma.
– ¿Quién escribió realmente Los tres mosqueteros?
Replinger, ocupado en cerrar el archivador, tardó en responder:
– No puedo aclararle eso; la pregunta es demasiado tajante. Maquet era hombre de recursos, conocía la Historia, leyó mucho… Pero le faltaba el genio del maestro.
– Creo que terminaron mal.
– Sí. Una lástima. ¿Sabe que viajaron juntos a España cuando la boda de Isabel II?… Dumas publicó incluso un folletín, De Madrid a Cádiz, en forma de cartas… En cuanto a Maquet, con el tiempo exigió ante los tribunales que se le declarase autor de dieciocho de las novelas de Dumas, pero los jueces dictaminaron que su trabajo fue sólo preparatorio… Hoy se le considera un escritor mediocre, que aprovechó la fama del otro para ganar dinero. Aunque no falta quien lo ve como una víctima explotada: el negro del gigante…
– ¿Y usted?
Replinger miró, furtivo, el retrato de Dumas que había sobre la puerta.
– Ya le he dicho que no soy un especialista como mi amigo el señor Balkan… Sólo un comerciante; un librero -pareció meditar, calibrando el grado de compromiso entre su profesión y sus gustos personales-. Pero llamaré su atención sobre un hecho: entre 1870 Y 1894 se vendieron en Francia tres millones de volúmenes y ocho millones de folletines por entregas, todos con el nombre Alejandro Dumas en la portada. Novelas escritas antes, durante y después de Maquet. Imagino que eso significa algo.
– Al menos, la fama en vida-sugirió Corso.
– Sin discusión. Durante medio siglo Europa no juró sino por su boca. Las dos Américas enviaban barcos con el exclusivo fin de transportar sus novelas, que se leían lo mismo en El Cairo, Moscú, Estambul y Chandernagor… Dumas apuró la existencia, el placer y la popularidad, hasta el límite. Vivió y disfrutó, estuvo en las barricadas, se batió en duelos, tuvo procesos, fletó navíos, repartió pensiones de su bolsillo, amó, comió, bailó, ganó diez millones y derrochó veinte, y murió dulcemente, como un niño dormido… -Replinger señalaba las correcciones a las hojas blancas de Maquet-. A todo eso se le puede llamar de muchas formas: talento, genio… Pero, sea lo que sea, no se improvisa, ni se roba a otros -golpeó su pecho al modo de Porthos-. Se tiene aquí. Ningún otro escritor vivo conoció tanta gloria. De la nada, Dumas lo obtuvo todo; como si hubiera pactado con Dios.
– Sí -dijo Corso-. O con el diablo.
Cruzó la calle hasta la librería de enfrente. En la puerta, protegidos por un toldo, montones de volúmenes se apilaban sobre tablas apoyadas en caballetes. La chica seguía allí, curioseando entre los libros y los mazos de estampas y tarjetas postales antiguas. Estaba a contraluz con el sol sobre los hombros, dorándole el cabello en la nuca y las sienes. No interrumpió su tarea al llegar él.
– ¿Cuál escogerías tú? -preguntó. Dudaba entre una postal sepia en la que se abrazaban Tristán e Isolda, y otra con El buscador de estampas de Daumier: las sostenía ante sí con aire indeciso.
– Llévate las dos -sugirió Corso, viendo por el rabillo del ojo que otro cliente se detenía ante el tenderete y alargaba la mano hacia un grueso fajo de postales sujetas con una goma. Disparó el brazo con reflejo de cazador para arrebatarle el paquete casi entre los dedos. Se puso a revisar el botín mientras oía la voz del otro alejarse mascullando, y encontró varias estampas de tema napoleónico; María Luisa emperatriz, la familia Bonaparte, la muerte del Emperador y la última victoria: un lancero polaco y dos húsares a caballo ante la catedral de Reims, durante la campaña de Francia de 1814, agitando banderas arrebatadas al enemigo. Tras dudar un instante añadió al mariscal Ney en gran uniforme y un Wellington anciano, posando para la Historia. Afortunado y viejo cabrón.
La chica eligió algunas postales más. Sus manos largas y morenas se movían con seguridad entre las cartulinas y el ajado papel impreso: retratos de Robespierre y Saint-Just, y una elegante efigie de Richelieu en hábito de cardenal, llevando al cuello el cordón con la Orden del Espíritu Santo.
– Muy oportuno -apuntó Corso, ácido.
Ella no respondió. Se movía hacia una pila de libros y el sol resbalaba sobre sus hombros, envolviendo a Corso en niebla dorada. Entornó los ojos, deslumbrado, y cuando; los abrió de nuevo la chica le mostraba un grueso volumen en cuarto que había puesto aparte.
– ¿Qué te parece?
Echó un vistazo: Los tres mosqueteros con las ilustraciones originales de Leloir, encuadernado en tela y piel, buen estado. Cuando la miró otra vez comprobó que sonreía con un extremo de la boca, fijos en él los ojos, a la espera.
– Bonita edición -se limitó a decir-. ¿Tienes el propósito de leer eso?
– Claro que sí. Procura no contarme el final.
Se rió Corso bajito, sin ganas.
– Eso quisiera yo -dijo mientras reordenaba los mazos de postales-. Poder contarte el final.
– Tengo un regalo para ti -dijo la chica.
Caminaban por la orilla izquierda junto a los tenderetes de los buquinistas, entre grabados colgando en sus fundas de plástico y celofán, y los libros de segunda mano alineados sobre el pretil del río. Un bateau-mouche navegaba despacio corriente arriba, a punto de hundirse bajo el peso de unos cinco mil japoneses, calculó Corso, y otras tantas videocámaras Sony. Al otro lado de la calle, tras el cristal de sus exclusivos escaparates con pegatinas Visa y American Express, engolados anticuarios oteaban con disimulo el horizonte a la espera de un kuwaití, un estraperlista ruso o un ministro ecuatoguineano a quien colocar el bidet -porcelana decorada, Sévres- de Eugenia Grandet. Pronunciando, por supuesto, todas las oes con riguroso acento circunflejo.
– No me gustan los regalos -murmuró Corso, hosco-. Una vez unos tipos aceptaron cierto caballo de madera. Artesanía aquea, ponía en la etiqueta. Los muy cretinos.
– ¿No hubo disidentes?
– Uno, con sus niños. Pero salieron varios bichos del mar, haciendo con ellos un estupendo grupo escultórico. Helenístico, creo recordar. Escuela de Rodas. En aquel tiempo los dioses eran demasiado parciales.
– Siempre lo fueron -la chica miraba el agua turbia del río como si arrastrase recuerdos. Corso la vio sonreír, reflexiva y ausente-. jamás conocí un dios imparcial. Ni un diablo -se volvió hacia él de forma inesperada; sus anteriores pensamientos parecían haberse ido corriente abajo-. ¿Crees en el diablo, Corso?
La miró con atención, mas el río había arrastrado también las imágenes que segundos antes poblaron aquellos ojos. Ya sólo había allí verde líquido, y luz.
– Creo en la estupidez y en la ignorancia -le sonrió a la chica con aire cansado-. Y creo que el mejor navajazo es el que se da aquí, ¿ves? -señaló su propia ingle-. En la femoral. Cuando lo están abrazando a uno.
– ¿Qué temes, Corso? ¿Que te abrace?… ¿Que el cielo te caiga sobre la cabeza?
– Temo a los caballos de madera, a la ginebra barata y a las chicas guapas. Sobre todo cuando traen regalos. Y cuando usan el nombre de la mujer que derrotó a Sherlock Holmes.
Habían seguido caminando, y se hallaban sobre las planchas de madera del Pont des Arts. La joven se detuvo, apoyándose en la barandilla metálica junto a un pintor callejero que exponía minúsculas acuarelas.
– Me gusta este puente -dijo-. No pasan coches. Sólo parejas de enamorados, viejecitas con sombrero, gente ociosa. Es un puente con absoluta ausencia de sentido práctico.
Corso no respondió. Miraba las gabarras que pasaban, mástiles abatidos, entre los pilares que sostenían la estructura de hierro. En otro tiempo los pasos de Nikon sonaron en aquel puente junto a los suyos. La recordaba deteniéndose también junto a un vendedor de acuarelas, quizás el mismo, arrugada la nariz porque el fotómetro no estaba a sus anchas con la luz diagonal, excesiva, que incidía sobre la aguja y las torres de Notre-Dame. Habían comprado foie-gras y una botella de Borgoña que más tarde fue su cena en la habitación del hotel, en la cama y a la luz de la pantalla del televisor donde se desarrollaba uno de esos debates con mucho público y muchas palabras a que tan aficionados son los franceses. Antes de eso, en el puente, Nikon le hizo una foto a escondidas; se lo confesó mientras masticaba una rebanada de pan con foie-gras, húmedos los labios de Borgoña y acariciándole el costado con un pie desnudo. Sé que no te gusta, Lucas Corso, te fastidias, tú de perfil en el puente mirando las gabarras que pasaban debajo, casi logré sacarte guapo esta vez, hijo de la gran puta. Nikon era judía de ojos grandes, askenazi, con padre número 77.843 de Treblinka, salvado por la campana en el último round; y cuando en la tele salían soldados israelíes invadiendo algo encima de tanques enormes, ella saltaba de la cama, desnuda, para darle besos a la pantalla con los ojos húmedos de lágrimas, susurrando «Shalom, Shalom» con el tono de una caricia, el mismo que usaba al pronunciar el nombre de pila de Corso hasta que, un día, dejó de hacerlo. Nikon. Él nunca llegó a ver aquella foto, apoyado en el Pont des Arts, mirando las gabarras navegar bajo los arcos, de perfil, casi guapo esta vez, hijo de la gran puta.