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– ¿Las Nueve Puertas?… No sé. Mucho tiempo… -movía la mano izquierda con seguridad y rapidez. Sin ningún esfuerzo extrajo el libro del estante, y sosteniendo el lomo contra la palma lo abrió con los dedos por la primera página ornada por varios ex-libris, algunos muy antiguos. El último era un arabesco con el apellido Von Ungern. La fecha estaba escrita encima, a tinta, y al verla movió la cabeza con gesto afirmativo, evocador-. Un regalo de mi marido. Me casé muy joven, y él doblaba mi edad… El libro lo compró en 1949.

Eso era lo malo de las brujas modernas, añadió mentalmente Corso: tampoco tenían secretos. Todo estaba a la vista, en cualquier Quién es quién o revista de sociedad. Por muy baronesas que fueran, se habían vuelto previsibles. Vulgares. Torquemada habría enloquecido de tedio con todo aquello.

– ¿Su marido compartió la afición por estos temas?

– En absoluto. jamás leyó un libro. Se limitaba a satisfacer mis deseos igual que el genio de la lámpara maravillosa -el brazo amputado pareció estremecerse un momento en la manga vacía de la rebeca-. Lo mismo le daba un libro caro que un collar de perlas perfectas… -se detuvo un instante para sonreír con suave melancolía-. Pero fue un hombre divertido, capaz de seducir a las esposas de sus mejores amigos. Y preparaba excelentes cócteles de champaña.

Se quedó callada un momento, mirando a su alrededor lo mismo que si el marido hubiese dejado una copa usada en alguna parte.

– Todo esto -añadió, abarcando la biblioteca con un gesto- lo reuní yo. Cada título, uno por uno. Hasta elegí Las Nueve Puertas, al descubrirlo en el catálogo de un viejo petainista arruinado. Mi marido se limitó a firmar el cheque.

– ¿Por qué el diablo?

– Un día lo vi. Tenía quince años y lo vi como lo veo a usted. Llevaba cuello duro, sombrero y bastón. Era muy guapo; se parecía a John Barrymore haciendo de barón Gaigern en Gran Hotel. Así que me enamoré igual que una idiota… -se quedó otra vez pensativa, su única mano en el bolsillo de la rebeca; la boca evocaba algo lejano y familiar-. Supongo que por eso nunca lamenté del todo las infidelidades de mi marido.

Corso miró a uno y otro lado como si no estuvieran solos en la habitación, antes de inclinarse, confidencial.

– Hace sólo tres siglos la hubieran quemado por contar eso.

Ella emitió un sonido gutural y complacido, sofocando una risa, y casi se puso de puntillas para susurrarle en el mismo tono:

– Hace tres siglos no se lo hubiera contado a nadie -confió-. Pero conozco a muchos que me llevarían gustosos a la hoguera… -los hoyuelos acompañaron otra sonrisa. Aquella mujer sonreía siempre, decidió Corso; mas sus ojos risueños y lúcidos permanecían alerta, estudiando a su interlocutor-. Ahora, en pleno siglo veinte.

Le pasó Las Nueve Puertas y se quedó mirándolo mientras él hojeaba el libro despacio, aunque contenía a duras penas la impaciencia por comprobar posibles alteraciones en las nueve láminas que, con íntimo suspiro de alivio, descubrió intactas. Por tanto, la Bibliografía de Mateu contenía un error: ningún ejemplar estaba falto del último grabado. El número Tres se veía más deteriorado que el de Varo Borja, y también que el de Victor Fargas antes de pasar por la chimenea. La parte inferior estuvo expuesta a la humedad y casi todas las páginas tenían manchas. También la encuadernación necesitaba una limpieza a fondo, pero el ejemplar parecía completo.

– ¿Tomará algo? -preguntó la baronesa-. Puedo ofrecerle café o té.

Nada de filtros o hierbas mágicas, se resignó Corso. Ni siquiera una tisana.

– Café.

El día era soleado y el cielo se mostraba azul sobre las cercanas torres de Notre Dame. Corso fue hasta una ventana y apartó los visillos para estudiar el libro con mejor luz. Dos pisos más abajo, entre los árboles sin hojas de la orilla del Sena, estaba la chica, sentada en un banco de piedra con la trenca puesta y leyendo un libro. Sabía que era Los tres mosqueteros porque lo vio sobre la mesa al encontrarse durante el desayuno. Después, el cazador de libros había caminado por la Rue Rivoli sabiendo que la joven lo seguía quince o veinte pasos detrás. Deliberadamente decidió ignorarla, y ella se mantuvo a distancia. Ahora la vio alzar los ojos. Tenía que distinguirlo bien desde abajo, en la ventana y con Las Nueve Puertas en las manos, pero no hizo gesto alguno de reconocimiento. Se limitó a seguir observándolo, inexpresiva e inmóvil, hasta que se retiró al interior. Cuando se asomó otra vez, ella leía de nuevo, inclinada la cabeza sobre su novela.

Había una secretaria, una mujer de edad mediana y gruesas gafas moviéndose entre las mesas y los libros, pero Frida Ungern trajo personalmente el café, dos tazas en una bandeja de plata que sostenía con soltura. Una mirada suya bastó para disuadirlo de ofrecer ayuda, y se sentaron en torno a la mesa de escritorio con la bandeja entre libros, macetas, papeles y fichas de notas.

– ¿Cómo se le ocurrió la idea de esta fundación?

– Desgrava en materia de impuestos. También acude gente, encuentro colaboradores… -moduló una sonrisa melancólica-. Soy la última bruja y me sentía sola. -No parece una bruja en absoluto -Corso esgrimió la mueca apropiada: conejo espontáneo y simpático-. Leí su Isis.

Ella sostenía la taza de café en una mano y alzó un poco el muñón del otro brazo, al tiempo que inclinaba la cabeza como si fuese a arreglarse el cabello de la nuca. Un gesto no consumado, antiguo como el mundo y sin edad; de inconsciente coquetería.

– ¿Y le gustó?

La miró a los ojos, por encima de la taza humeante que en ese momento se llevaba a los labios.

– Mucho.

– A otros no tanto. ¿Sabe lo que dijo L'Osservatore Romano…? Lamentaba la supresión del índice del Santo Oficio. Y tiene usted razón -señaló con el mentón Las Nueve Puertas que Corso había puesto a su lado, en la mesa-. En otro tiempo me habrían quemado viva, como al pobre que escribió ese evangelio según Satanás.

– ¿De veras cree en el diablo, baronesa?

– No me llame baronesa. Es ridículo.

– ¿Cómo prefiere que la llame?

– No sé. Señora Ungern. O Frida.

– ¿Cree en el diablo, señora Ungern?

– Al menos lo suficiente para dedicarle mi vida, mi biblioteca, esta fundación, muchos años de trabajo y las quinientas páginas del nuevo libro… -lo estudió con interés. Corso se había quitado las gafas para limpiarlas; la sonrisa desvalida completaba el efecto-. ¿Y usted?

– Todo el mundo me pregunta eso últimamente.

– Claro. Anda haciendo preguntas sobre un libro cuya lectura exige cierta clase de fe.

– Mi fe suele ser escasa -Corso arriesgó un punto de sinceridad; el tipo de franqueza que solía ser rentable-. En realidad trabajo por dinero.

Se acentuaron de nuevo los hoyuelos. Había sido muy bonita medio siglo antes, se dijo Corso. Cuando hacía conjuros, o lo que fuera, con los dos brazos intactos, menuda y pizpireta. Aún quedaba algo de eso en ella.

– Lástima -comentó Frida Ungern-. Otros, que trabajaban gratis, creyeron a pies juntillas en la existencia del protagonista de ese libro… Alberto Magno, Raimundo Lulio, Roger Bacon, no discutieron nunca la existencia del diablo sino la naturaleza de sus atributos.

Corso se ajustó las gafas, dosificando un ápice de sonrisa escéptica.

– Eran otros tiempos.

– Pero no hace falta remontarse tan lejos. «El demonio existe, no sólo como símbolo del mal, sino como realidad física…» ¿Le gusta? Pues lo escribió un papa, Pablo VI. En 1974.

– Era un profesional -concedió Corso, ecuánime-. Sus motivos tendría.

– En realidad no hizo sino confirmar un dogma: la existencia del diablo fue establecida por el cuarto Concilio de Letrán. Hablo de 1215… -se detuvo, mirándolo con duda-. ¿Le interesan los datos eruditos? Si me lo propongo puedo ser insoportablemente docta… -los hoyuelos se acentuaron-. Siempre quise ser primera de la clase. La ratita sabia.

– Seguro que lo era. ¿Le concedían la banda?

– Por supuesto. Y las otras chicas me odiaban.

Rieron ambos, y el cazador de libros supo que Frida Ungern estaba ahora de su parte. Así que extrajo dos cigarrillos del gabán y le ofreció uno que ella rechazó, no sin mirarlo antes con cierta aprensión. Ignorando el gesto, Corso encendió el suyo.

– Dos siglos más tarde -continuó la baronesa mientras Corso aún se inclinaba sobre el fósforo encendido- la bula papal de Inocencio VIII Summis Desiderantes Affectibus confirmó que Europa Occidental estaba plagada de demonios y brujas. Entonces dos frailes dominicos, Kramer y Sprenger, redactaron el Malleus Malleficarum: un manual para inquisidores… Corso alzó el dedo índice.

– Lyon, 1519. Octavo en gótico, sin nombre de autor. Al menos el ejemplar que conozco.

– No está nada mal… -lo miraba con sorpresa-. Yo tengo otro posterior -señaló un estante-: ahí puede verlo. También Lyon, publicado en 1669. Pero la primera edición es de 1486… hizo un gesto de desagrado, entornando los ojos-. Kramer y Sprenger eran fanáticos y estúpidos; su Malleus es un puro disparate. Hasta podría parecer divertido, si a millares de infelices no los hubieran torturado y quemado en su nombre.

– Como a Aristide Torchia.

– Por ejemplo. Aunque ése no tenía nada de inocente.