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Fue hasta el bar-tabac sin dar con ella; buscó inútilmente su rostro entre las personas acodadas en la barra o las estrechas mesas del fondo. Presentía en todo el rompecabezas una pieza mal dispuesta; algo que, desde la llamada de alerta sobre la nueva aparición de Rochefort, emitía en su cerebro intermitentes señales de alarma. Corso, cuyo instinto se afinaba mucho con los últimos acontecimientos, venteó el peligro en la calle desierta, en el vapor húmedo que subía del río arrastrándose hasta la puerta del local donde se hallaba. Sacudió los hombros en un intento por librarse de tan incómoda sensación, compró un paquete de Gauloises y se metió en el cuerpo dos ginebras sin pestañear, una tras otra, hasta que las fosas nasales se le dilataron y todo ocupó despacio, como el ajuste de una lente en busca de foco, su lugar exacto en el universo. La señal de alarma se convirtió en un lejano sonido apenas audible, y los ecos del mundo exterior llegaban ahora filtrados de modo conveniente. Con una tercera ginebra en la mano fue a sentarse a una mesa libre, junto al cristal un poco empañado de la ventana, para mirar la calle, la orilla del río y la neblina que rebasaba el parapeto antes de reptar sobre los adoquines, agitándose en remolinos cuando la hendían las ruedas de algún automóvil. Permaneció así un cuarto de hora al acecho de cualquier indicio extraño, con la bolsa de lona en el suelo, entre los pies. Contenía buena parte de las respuestas al misterio de Varo Borja; el bibliófilo no gastaba en balde su dinero.

Para empezar, Corso había resuelto el problema de las diferencias entre ocho de los nueve grabados. El ejemplar número Tres ocultaba alteraciones respecto a los otros dos en las láminas I, III y VI. En la primera, la ciudad amurallada hacia la que iba el caballero tenía tres torres en lugar de cuatro. En cuanto al tercer grabado, incluía una flecha en el carcaj del arquero, mientras que en los ejemplares de Toledo y Sintra el carcaj estaba vacío. Y en la sexta lámina, el ahorcado pendía del pie derecho, pero sus gemelos de los ejemplares Uno y Dos colgaban del pie izquierdo. De ese modo, el cuadro comparativo iniciado en Sintra podía completarse así:

A modo de conclusión, eso significaba que a pesar de las láminas en apariencia gemelas siempre había una distinta, salvo en el caso de la VIIII. Y esas diferencias estaban repartidas entre los tres ejemplares. Aquel capricho aparente cobraba sentido al estudiar, de modo paralelo, las diferencias entre las marcas de grabador que correspondían a las firmas del inventor, creador original de las láminas, y al sculptor, artista ejecutor de las xilografías: A. T. y L. F.:

Cruzando ambos cuadros se comprobaba una coincidencia: en cada una de las láminas que contenía alteraciones respecto a sus otras dos supuestas gemelas se daba también una alteración en las iniciales correspondientes al invenit. Eso significaba que Aristide Torchia, actuando como sculptor, había ejecutado en madera todas las xilografías con las que se tiraron los grabados del libro. Pero como inventor del dibujo o la composición original, sólo figuraba en diecinueve de las veintisiete láminas que contenía en total. Las otras ocho, repartidas entre los tres ejemplares en. número de dos en el Uno, tres en el Dos y otras tantas en el Tres, tenían distinto autor: aquel a quien correspondían las iniciales L. F. Fonéticamente muy próximas a un nombre: Lucifer.

Torres. Mano. Flecha. Salida del laberinto. Arena. Pié del ahorcado. Tablero. Aura: ésos eran los errores. Ocho diferencias, ocho láminas correctas, sin duda copiadas del oscuro Delomelanicon original, y diecinueve alteradas, inservibles, repartidas en las páginas de tres ejemplares sólo idénticos en el texto y la apariencia. Por eso ninguno de los tres libros era falso ni tampoco auténtico del todo. Aristide Torchia había confesado la verdad a sus verdugos; pero no completa. Quedaba un libro, en efecto. Oculto y tan a salvo de la hoguera como vedado a manos indignas. Y los grabados eran la clave. Quedaba un libro escondido en tres, siendo preciso reconstruirlo según las claves, las normas del Arte, si el discípulo superaba al maestro:

Mojó los labios en ginebra mientras miraba la oscuridad sobre el Sena, al otro lado de las farolas que iluminaban parte de los muelles dejando profundas sombras bajo los árboles sin hojas. Lo cierto es que no sentía euforia por el triunfo; ni siquiera la simple satisfacción de culminar un trabajo difícil. Conocía bien aquel estado de ánimo, la calma fría y lúcida cuando el libro largamente perseguido llegaba por fin a sus manos; cuando conseguía adelantarse a un competidor, clavar un ejemplar de complicada adquisición o desenterrar una pepita de oro entre un montón de papel viejo y escoria. En otro tiempo y lugar recordaba a Nikon mientras etiquetaba cintas de vídeo sobre la alfombra junto al televisor encendido, meciéndose suavemente al compás de la música -Audrey Hepburn enamorada de un periodista, en Roma- sin apartar de Corso sus ojos grandes y oscuros donde la vida imprimía un continuo asombro. Ya era la época en que tras aquella mirada despuntaba la dureza, el reproche; presagios de la soledad que se cernía sobre ellos a modo de ineludible deuda, a plazo fijo. El cazador junto a la pieza, había dicho Nikon en voz baja, casi asombrada de su descubrimiento, pues quizás aquella noche lo vio de ese modo por primera vez: Corso recobrando el aliento cual un lobo huraño que, tras el largo acoso, desdeña la pieza capturada. Depredador sin hambre ni pasión, sin estremecimiento ante la carne o la sangre. Sin otro objeto que la caza en sí. Muerto como tus presas, Lucas Corso. Como ese papel quebradizo y seco que has convertido en tu bandera. Cadáveres polvorientos que tampoco amas, ni siquiera te pertenecen, y maldito lo que te importan.

Se preguntó fugazmente qué diría Nikon de lo que él experimentaba en ese momento: el cosquilleo en las ingles y la boca seca a pesar de la ginebra, sentado ante la estrecha mesa del bar-tabac, vigilando la calle sin decidirse a salir a ella porque allí, en la luz y el calor, con el fondo de humo de cigarrillos y rumor de conversaciones a su espalda, estaba temporalmente a salvo del presagio oscuro, del peligro sin nombre ni forma que intuía abriéndose paso hacia él a través del colchón amortiguador de la ginebra diluida en su sangre, con la neblina baja, siniestra, que subía del Sena. Lo mismo que en aquel páramo inglés en blanco y negro; Nikon habría sabido apreciarlo. Basil Rathbone inmóvil, atento, oyendo aullar en la distancia al perro de los Baskerville.

Se decidió, por fin. Después de apurar la última copa puso unas monedas sobre la mesa, colgó la bolsa de su hombro y salió a la calle subiéndose el cuello del gabán. Al cruzar miraba en ambas direcciones, y tras llegar al banco de piedra donde la chica había estado leyendo caminó a lo largo del parapeto, sobre el muelle izquierdo. Las luces amarillentas de una gabarra que navegaba por el río lo iluminaron desde abajo al pasar junto a uno de los puentes, silueteándole un halo de bruma sucia.

La orilla y los muelles del Sena parecían desiertos, y apenas cruzaban automóviles. Cerca del estrecho pasaje de la calle Mazarino hizo señas a un taxi, que no se detuvo. Caminó un poco más, hasta la altura de la calle Guénégaud, dispuesto a cruzar hacia el Louvre por el Pont Neuf. La neblina y los edificios oscuros daban a aquel escenario un aspecto sombrío, sin época. Corso, inusitadamente inquieto, lobo que venteara el peligro, olfateaba el aire a derecha e izquierda. Cambió la bolsa de hombro para desembarazar la mano derecha y se detuvo, perplejo, mirando alrededor. justo en aquel sitio -capítulo XI: La intriga se anuda-, d'Artagnan había visto desembocar de la Rue Dauphine, también camino del Louvre y en dirección al mismo puente, a Constanza Bonacieux acompañada por un caballero que resultó ser el duque de Buckingham, y a quien su aventura nocturna pudo valerle un palmo de la espada de d'Artagnan dentro del cuerpo:

Yo la amaba, Milord, y estaba celoso…

Quizá la sensación de peligro fuese ficticia, una perversa trampa tramada por demasiadas lecturas y el extraño ambiente; pero la llamada telefónica de la chica y el BMW gris en la puerta no eran producto de su imaginación. Un reloj lejano se puso a dar campanadas y Corso soltó aire de los pulmones. Todo resultaba ridículo.

Fue entonces cuando Rochefort se le echó encima. Pareció materializarse de las sombras, surgiendo del río, aunque en realidad lo había seguido por el muelle, bajo el parapeto, a fin de subir después hasta él por una escalera de piedra. Lo de la escalera lo supo Corso al verse rodando por ella. Nunca había caído así antes, y creyó que aquello duraría más, peldaño a peldaño o algo por el estilo, como en el cine; pero todo ocurrió con rapidez. Después del primer golpe tras la oreja derecha con el puño cerrado, muy profesional, la noche se volvió turbia y las sensaciones exteriores se distanciaron igual que si mediara en ello una botella de ginebra. Gracias a eso no sintió demasiado dolor al rodar por la escalera golpeándose con las aristas de piedra, y llegó abajo contuso aunque consciente; quizás un poco sorprendido de no escuchar el splash -onomatopeya conradiana, fue la absurda asociación- de su cuerpo en las aguas del río. Desde el suelo, la cabeza sobre los adoquines mojados del muelle y las piernas en los últimos peldaños de la escalera, miró hacia arriba y vio confusamente que la silueta negra de Rochefort bajaba los escalones de tres en tres, abalanzándose sobre él.