Estás jodido, Corso. Ése fue el único pensamiento que pudo articular a medias. Después hizo dos cosas: primero intentó pegarle una patada al otro justo cuando le pasaba por encima; pero el movimiento, débil, se perdió en el vacío. En vista de ello sólo quedaba el antiguo reflejo familiar: formar el cuadro y que el fuego de fusilería se fuera apagando en el crepúsculo. Entre la humedad del río y sus tinieblas particulares -había perdido, además, las gafas en la refriega- hizo una mueca. La Guardia muere pero además se cae por las escaleras. Así que formó en cuadro, haciéndose un ovillo para defender la bolsa que aún llevaba colgada, o enredada, en el hombro. Quizás el tatarabuelo Corso apreciara el gesto desde la otra orilla del Leteo. Resultaba más difícil establecer si Rochefort lo apreció también; el caso es que, semejante a Wellington, supo estar a la altura de la tradicional eficiencia británica: Corso escuchó un lejano grito de dolor -que sospechó procedía de su propia garganta- cuando el otro le asestó una limpia y precisa patada en los riñones.
Había poco futuro en todo aquello, y el cazador de libros cerró los ojos resignado mientras aguardaba a que alguien pasara la página. Sentía muy próxima la respiración de Rochefort inclinado sobre él, hurgando primero en la bolsa y dándole después un violento tirón a la correa del hombro. Eso le hizo abrir otra vez los ojos, justo para distinguir de nuevo la escalera en su campo de visión. Pero como tenía la cara contra los adoquines del muelle, la veía horizontal, en plano torcido y con ligero desenfoque. Por eso no comprendió bien, al principio, si la chica subía o bajaba; sólo la vio llegar con increíble rapidez, sus piernas largas enfundadas en tejanos saltando los peldaños de derecha a izquierda, y la trenca azul que se acababa de quitar desplegada en el aire, o más bien moviéndose hacia un ángulo de la pantalla entre remolinos de niebla, como la capa del fantasma de la Ópera.
Parpadeó interesado, en su intento por enfocar mejor, y movió un poco la cabeza a fin de mantener la escena en cuadro. Pudo ver así por el rabillo del ojo que Rochefort, invertido en la imagen, daba un respingo mientras la chica franqueaba los últimos peldaños de un salto para caer sobre él con un grito breve, seco, más duro y cortante que la arista de un cristal roto. Se escuchó un ruido espeso -paf, o tal vez tump- y Rochefort desapareció del campo de visión de Corso igual que si lo hubieran sacado de allí con un resorte. Ahora sólo podía ver la escalera torcida y desierta, por lo que giró con esfuerzo la cabeza en dirección al río, apoyando la mejilla izquierda en los adoquines. La imagen seguía torcida: el suelo a un lado, el cielo oscuro al otro, el puente abajo y el río arriba; pero al menos Rochefort y la chica estaban allí. Por una décima de segundo Corso pudo verla todavía inmóvil, recortada en el resplandor de las luces brumosas del puente, separadas las piernas y las manos ante sí, como exigiendo un momento de calma para escuchar una melodía lejana cuyas notas le interesaran de modo especial. Frente a ella, con una rodilla y una mano en el suelo, parecido a esos boxeadores que no se deciden a ponerse en pie mientras el árbitro cuenta ocho, nueve, diez, estaba Rochefort. La luz que venía del puente le iluminaba la cicatriz, y Corso tuvo tiempo de ver su gesto de estupor antes de que la chica emitiese de nuevo aquel grito seco, cortante como un cuchillo, oscilara sobre una de las piernas, y alzando la otra, con un movimiento semicircular que no pareció costarle el menor esfuerzo, le pegase a Rochefort una patada increíble en mitad de la cara.
Buckingham y Milady
Aquel crimen se había llevado a cabo con la complicidad de una mujer.
(E. de Queiroz. El misterio de la carretera de Sintra)
Sentado en el último peldaño de la escalera, Corso intentaba encender un pitillo. Aún demasiado aturdido para recobrar la percepción espacial, no conseguía hacer coincidir en el mismo plano fósforo y punta del cigarrillo. Además, uno de los cristales de las gafas estaba roto y le era preciso guiñar un ojo para ver por el otro. Cuando la llama chisporroteó entre sus dedos, dejó caer el fósforo entre los pies y mantuvo el cigarrillo en la boca mientras la chica, que había estado recogiendo el contenido de la bolsa esparcido por el suelo del muelle, se acercaba con ella en la mano.
– ¿Te sientes bien?
Era una pregunta objetiva, desprovista de solicitud o ansiedad. Sin duda estaba molesta por la forma tan estúpida en que, a pesar de su advertencia telefónica, Corso fue sorprendido como un incauto. Asintió éste con la cabeza, humillado y confuso. Lo consolaba, sin embargo, la expresión de Rochefort antes de recibir lo suyo. La chica había golpeado con precisión y crueldad, aunque sin ensañarse después, cuando quedó boca arriba y a continuación se giró dolorido, sin decir esta boca es mía ni volver a la carga, alejándose a rastras mientras ella se desinteresaba de él y recuperaba la bolsa. Si de Corso hubiera dependido el asunto, habría ido detrás a retorcerle el cuello sin el menor reparo hasta que contase cuanto sabía de aquel enredo; pero estaba demasiado débil para ponerse en pie, y tampoco era muy seguro que la chica lo hubiese permitido. Desembarazada de Rochefort, sólo se ocupaba de la bolsa y de Corso.
– ¿Por qué lo dejaste ir?
Podían ver la silueta lejana, vacilante, a punto de perderse en la oscuridad tras un recodo del muelle, entre barcazas atracadas a lo lejos que parecían buques fantasmas sobre la niebla baja. Corso imaginó al tipo de la cicatriz en retirada, con el rabo entre las piernas y la boca hecha un sonajero, preguntándose cómo diablos la chica había sido capaz de hacerle aquello, y sintió una vengativa sensación de júbilo interior.
– Podíamos haber interrogado a ese hijoputa -se lamentó.
Ella había ido en busca de la trenca. Vino a sentarse a su lado, en el mismo peldaño, sin responder en seguida. Parecía cansada.
– Volverá a nosotros -dijo, y observó a Corso antes de apartar los ojos en dirección al río-. Procura estar más atento la próxima vez.
Él se quitó de la boca el cigarrillo húmedo y se puso a darle vueltas, deshaciéndolo entre los dedos.
– Creí que…
– Todos los hombres creen que. Hasta que les rompen la cara.
Entonces comprobó que la chica estaba herida. No gran cosa: un hilo de sangre le corría de la nariz al labio superior, y después por la comisura de la boca hasta la barbilla.
– Tu nariz está sangrando-dijo estúpidamente.
– Ya lo sé -repuso ella sin alterarse; sólo se tocó un momento con dos dedos, que miró al retirarlos manchados de sangre.
– ¿Cómo te lo hizo?
– Casi fui yo misma -se limpiaba los dedos en el pantalón-. Al principio caí sobre él. Chocamos.
– ¿Quién te enseñó ese tipo de cosas?
– ¿Qué tipo de cosas?
– Te vi ahí, en la orilla -Corso imitó torpemente el gesto con las manos-. Dándole lo suyo.
La vio sonreír un poco mientras se ponía en pie, sacudiéndose la trasera de los tejanos:
– Una vez peleé con un arcángel. Ganó él, pero pude cogerle el truco.
Ahora parecía jovencísima con aquel hilo de sangre en la cara. Se había colgado la bolsa al hombro y alargaba una mano, ayudándolo a incorporarse. Le sorprendió la firmeza del contacto. Cuando pudo ponerse en pie le dolían todos los huesos.
– Siempre creí que los arcángeles usaban lanzas y espadas.
Ella sorbía sangre por la nariz, inclinada hacia atrás la cabeza para contener la hemorragia. Lo miró de soslayo, con aire de fastidio.
– Tú has visto demasiados grabados de Durero, Corso. Así te van las cosas.
Fueron hasta el hotel por el Pont Neuf y el corredor del Louvre, sin más incidentes. En un tramo iluminado observó que la chica todavía sangraba. Extrajo el pañuelo del bolsillo, mas cuando hizo ademán de ayudarla se lo quitó de la mano, para aplicarlo ella misma a la nariz. Caminaba absorta en pensamientos que Corso era incapaz de imaginar, vigilándola a hurtadillas: el cuello largo y desnudo, el perfil perfecto, la piel mate en la brumosa claridad de las farolas del Louvre. Iba bolsa al hombro, ligeramente inclinada la cabeza, gesto que le daba una expresión decidida y testaruda a un tiempo. A veces, al doblar una esquina en lugares oscuros, sus ojos se movían alerta a uno y otro lado, y la mano que sostenía el pañuelo contra la nariz bajaba a un costado, tensa y alerta. Después, entre las arcadas con más luz de la Rue Rivoli, pareció relajarse un poco. La nariz ya no sangraba, y le devolvió el pañuelo manchado de sangre seca. Incluso mejoraba su humor; ya no le parecía tan censurable que Corso se hubiese dejado atrapar como un bobo. También puso un par de veces la mano en su hombro mientras caminaban, con gesto espontáneo, igual que si fuesen dos viejos camaradas regresando de un paseo. Lo hizo de un modo muy natural; quizá también, fatigada, necesitaba apoyo. Al principio aquello gustó a Corso, a quien la caminata devolvía lucidez. Después le fastidió un poco. El contacto en su hombro despertaba una sensación insólita, no del todo desagradable pero inesperada. Era sentirse tierno por dentro, igual que los caramelos blandos.