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– Celebro que captaras el fondo del asunto. Makarova enjugó el mostrador con un paño. Desde el otro extremo de la barra, Zizi la vigilaba mientras hacía sonar la caja registradora. Era el polo opuesto de Makarova: mucho más joven, menuda y muy celosa. A veces, a punto de cerrar, se peleaban a golpes, borrachas, ante los últimos parroquianos de confianza. En cierta ocasión, tras una de esas broncas y con un ojo morado, Zizi había puesto tierra de por medio, vengativa y furiosa. Hasta que volvió, tres días más tarde, las lágrimas de Makarova estuvieron haciendo clup-chip al caer dentro de los vasos de cerveza. Aquella noche cerraron pronto y las vieron irse cogidas de la cintura, besándose en los portales como dos jovencitas enamoradas.

– Se va a París – La Ponte señaló a Corso con un movimiento de cabeza-. A sacarse ases de la manga. Recogió Makarova los vasos vacíos mientras miraba a Corso a través del humo de su cigarrillo.

– Siempre tiene algo escondido -dijo, gutural y desapasionadamente-. En alguna parte.

Luego puso los vasos en el fregadero y se fue a atender a otros clientes, balanceando los hombros cuadrados. Corso era el único ejemplar masculino que escapaba a su desdén por el sexo opuesto, y solía pregonarlo cuando se negaba a cobrarle una copa. Incluso Zizi lo miraba con cierta neutralidad. En una ocasión en que Makarova fue detenida por romperle la cara a un guardia en una manifestación de gays y lesbianas, Zizi había esperado toda la noche sentada en un banco de la comisaría. Corso la acompañó con bocadillos y una botella de ginebra, tras recurrir a sus contactos en la policía para suavizar las cosas. Todo aquello ponía a La Ponte absurdamente celoso.

– ¿Por qué París? -preguntó, aunque tenía la atención puesta en otra parte. Su codo izquierdo acababa de hundirse en algo deliciosamente blando. Parecía encantado de descubrir que su vecina de barra era una joven rubia, con unas tetas enormes.

Corso bebió otro sorbo de cerveza.

– También voy a Sintra, en Portugal -seguía mirando a la gorda de la tragaperras. Desplumada por la máquina, le daba un billete a Zizi para que se lo cambiara en monedas-. Es cosa de Varo Borja.

Oyó a su amigo silbar entre dientes: Varo Borja, el más importante librero del país. Su catálogo era escueto y selecto, y además poseía una sólida reputación como bibliófilo que no reparaba en gastos. Impresionado, La Ponte pidió más cerveza y más datos, con aquel aire suyo de cernícalo rapaz que se le disparaba de modo automático al oír la palabra libro. Su carácter, aunque tacaño y cobarde confeso, no incluía la envidia salvo en lo tocante a la propiedad de mujeres guapas y arponeables. En lo profesional, aparte la satisfacción de hacerse con buenas piezas cobradas con poco riesgo, sentía un sincero respeto por el trabajo y la clientela de su amigo.

– ¿Has oído hablar de Las Nueve Puertas?

El librero, que se hurgaba sin prisa en los bolsillos para que Corso pagara también aquella ronda, y estaba a punto de volverse a estudiar con más detenimiento a su opulenta vecina, pareció olvidarlo todo en el acto. Tenía la boca abierta

– No me digas que Varo Borja quiere ese libro…

Corso puso sus últimas monedas sobre el mostrador. Makarova traía otras dos cañas.

– Lo tiene hace tiempo. Y pagó por él una fortuna.

– Seguro que la pagó. Sólo hay tres o cuatro ejemplares conocidos.

– Tres -precisó Corso. Uno estaba en Sintra, en la colección Fargas. Otro en la fundación Ungern, de París. Y el tercero, procedente de la subasta de la biblioteca Terral-Coy, de Madrid, era el adquirido por Varo Borja. Interesadísimo, La Ponte se acariciaba los rizos de la barba. Por supuesto que había oído hablar de Fargas, el bibliófilo portugués. En cuanto a la baronesa Ungern, aquella vieja loca se había hecho millonaria escribiendo libros sobre ocultismo y demonología. Su último éxito, Isis desnuda, pulverizaba las cifras de ventas en los grandes almacenes.

– Lo que no entiendo -concluyó La Ponte – es qué tienes tú que ver en eso.

– ¿Conoces la historia del libro?

– Muy por encima -admitió el otro. Corso mojó un dedo en espuma de cerveza y se puso a hacer dibujos sobre el mármol del mostrador:

– Época, mediados del xvii. Escenario, Venecia. Protagonista, un impresor llamado Aristide Torchia, a quien se le ocurre editar el llamado Libro de las Nueve Puertas del Reino de las Sombras, una especie de manual para invocar al diablo… Los tiempos no están para esa literatura: el Santo Oficio consigue, sin mucho esfuerzo, que le entreguen a Torchia. Cargos: artes diabólicas y los anexos correspondientes, agravados por el hecho, dicen, de haber reproducido nueve grabados del famoso Delomelanicon, el clásico de los libros negros, que la tradición atribuye a la mano del mismísimo Lucifer…

Makarova se había acercado por el otro lado de la barra y escuchaba, interesada, secándose las manos en la camisa. La Ponte, a medio levantar el vaso, detuvo el gesto mientras hacía una mueca instintiva de avidez profesional.

– ¿Qué fue de la edición?

– Te lo puedes figurar: hicieron con ella una hermosa hoguera -Corso compuso una mueca esquinada y cruel; parecía lamentar de veras no haber visto el asunto-. También cuentan que al arder se oyó gritar al diablo.

De codos sobre los garabatos húmedos, junto a las palancas de la cerveza a presión, Makarova emitió un gruñido escéptico. Su aplomo rubio, nórdico y viril, era incompatible con supersticiones y nieblas meridionales. La Ponte, más sugestionable, hundió la nariz en su cerveza, acometido por repentina sed:

– A quien tuvo que oírse gritar fue al impresor. Supongo.

– Imagínate.

La Ponte se estremeció imaginándolo.

– Torturado -proseguía Corso- con ese pundonor profesional que la Inquisición desplegaba frente a las artes del Maligno, el impresor terminó por confesar, entre alarido y alarido, que todavía quedaba un libro, uno solo, a salvo. En cierto lugar escondido. Después cerró la boca y no volvió a abrirla hasta que lo quemaron vivo. Incluso entonces fue sólo para decir ay.

Makarova dedicó una sonrisa despectiva a la memoria del impresor Torchia, o tal vez a los verdugos incapaces de arrancarle el último secreto. La Ponte fruncía el entrecejo.

– Dices que sólo se salvó un libro -objetó-. Pero antes hablaste de tres ejemplares conocidos.

Corso se había quitado las gafas, y las miraba al trasluz para comprobar la limpieza de los cristales.

– Ahí está el problema -dijo-. Los libros han ido apareciendo y desapareciendo entre guerras, robos e incendios. Se ignora cuál es el auténtico.

– Quizá todos sean falsos -sugirió el sentido común de Makarova.

– Quizá. Y yo tengo que despejar la incógnita, averiguando si Varo Borja tiene el original o le dieron gato por liebre. Por eso voy a Sintra y a París -se ajustó las gafas para mirar a La Ponte -. De paso me ocuparé de tu manuscrito.

El librero asentía, pensativo, vigilando por el rabillo del ojo a la chica de las tetas grandes reflejada en el espejo del bar.

– Comparado con eso, parece ridículo hacerte perder el tiempo con Los tres mosqueteros

– ¿Ridículo? -Makarova abandonaba su papel neutral para mostrarse ahora realmente ofendida-. ¡Es la mejor novela que leí nunca!

Subrayó aquello con una palmada sobre el mostrador de la barra, moldeándose con rudeza los músculos en sus antebrazos desnudos. «A Boris Balkan le habría gustado oír eso», pensó Corso. En la particular lista de best-sellers de Makarova, de la que él mismo oficiaba como asesor literario, la novela de Dumas compartía honores estelares con Guerra y Paz, La Colina de Watership, o Carol, de la Highsmith. Por ejemplo.

– Tranquilo -dijo a La Ponte -. Pienso cargar los gastos a Varo Borja. Aunque yo diría que tu Vino de Anjou es auténtico… ¿Quién iba a falsificar una cosa así?

– Hay gente para todo -apuntó Makarova, con sabiduría infinita.

La Ponte compartía la opinión de Corso; en aquel caso, una manipulación resultaba absurda. El difunto Taillefer le había garantizado la autenticidad: puño y letra de don Alejandro. Y Taillefer era de confianza.

– Solía llevarle antiguos folletines; los compraba todos -bebió un trago, dejando escapar una risita por el borde del vaso-. Buen pretexto para verle las piernas a su mujer. Una rubia tremenda. Espectacular. El caso es que un día lo veo abrir un cajón. Pone El vino de Anjou sobre la mesa. «Es suyo», me dice a bocajarro, «si se encarga usted de un peritaje formal y lo saca en el acto a la venta…».

Un cliente reclamó la atención de Makarova en demanda de un bitter sin alcohol y ésta lo mandó a paseo. Seguía inmóvil en la barra, el pitillo consumiéndose en su boca y los ojos entornados por el humo; pendiente de la historia.

– ¿Eso es todo?-preguntó Corso. La Ponte hizo un gesto vago.

– Prácticamente todo. Intenté disuadirlo, pues conocía su afición. Era de esos fulanos capaces de dar el alma a cambio de una rareza. Pero estaba resuelto. «Si no es usted, será otro», dijo. Ahí, por supuesto, me tocó la fibra. Me refiero a la fibra comercial.

– Aclaración ociosa -precisó Corso-. Es la única fibra que te conozco.

En demanda de calor humano, La Ponte se volvió hacia los ojos color de plomo de Makarova; mas desistió al primer vistazo. Allí había la misma calidez que en un fiordo noruego a las tres de la madrugada.