Despertó cuando empezaba a amanecer. La chica dormía apretada contra él, y Corso estuvo un rato inmóvil para no despertarla, negándose a reflexionar sobre lo ocurrido y sobre lo que podía ocurrir. Entornó los ojos mientras se dejaba ir con placidez, disfrutando la grata indolencia del momento. La respiración de la joven alentaba en su piel. Irene Adler, 221 b de Baker Street. El diablo enamorado. La silueta entre la bruma, frente a Rochefort. La trenca azul cayendo despacio, desplegada, sobre el muelle del Sena. Y la sombra de Corso dentro de sus ojos. Dormía relajada y tranquila, ajena a todo, y a él le resultaba imposible establecer lazos lógicos que ordenasen las imágenes en su memoria. Pero tampoco en ese momento la lógica le apetecía lo más mínimo; se sentía perezoso y satisfecho. Puso una mano entre el calor de los muslos de la chica y la dejó allí, muy quieta. Al menos aquel cuerpo desnudo sí era real.
Más tarde se levantó con cuidado para ir al cuarto de baño. Ante el espejo comprobó que tenía restos de sangre seca en la cara, y también -gajes de la escaramuza con Rochefort y su escalera- una contusión azulada en el hombro izquierdo y otra sobre un par de costillas que le dolieron cuando presionó con los dedos. Después de lavarse un poco fue en busca de un cigarrillo. Y al hurgar en el gabán encontró el mensaje de Grüber.
Maldijo entre dientes por haberlo olvidado, mas ya no había remedio. Así que abrió el sobre y regresó a la luz del cuarto de baño para leer la nota que estaba dentro. No era muy extensa, y su contenido -dos nombres, un número y una dirección- le arrancó una sonrisa cruel. Fue a mirarse otra vez al espejo, el pelo revuelto y la barba que le oscurecía la cara, poniéndose las gafas con el cristal roto como quien se cala una celada de guerra; tenía la mueca de un lobo malo que ventea la caza. Recogió su ropa y la bolsa de lona sin hacer ruido, y le dirigió una última mirada a la chica dormida. Quizá, después de todo, aquél fuese un magnífico día. A Buckingham y Milady se les iba a indigestar el desayuno.
El hotel Crillon era demasiado caro para que Flavio La Ponte corriese con los gastos; tenía que ser la viuda Taillefer quien pagaba las facturas. Corso reflexionó sobre ese punto mientras despedía el taxi en la plaza Concorde y cruzaba en línea recta el vestíbulo de mármol de Siena, camino de las escaleras y la habitación ao6. Había un cartelito de «no molestar» y mucho silencio al otro lado de la puerta cuando llamó fuerte con los nudillos, tres veces.
Tres cortes se dieron en la carne pagana, y el filo para la ballena blanca quedó templado…
La Hermandad de Arponeros de Nantucket parecía a punto de disolverse, y Corso no estaba seguro de lamentarlo o no. En cierta ocasión, La Ponte y él habían imaginado juntos una segunda versión de Moby Dick: Ismael escribe la historia, introduce el manuscrito en el ataúd calafateado y se ahoga con el resto de la dotación del Pequod. Quien sobrevive es Queequeg, el arponero salvaje y sin pretensiones intelectuales. Con el tiempo aprende a leer y un día se enfrasca en la novela de su compañero, para descubrir que la versión de éste y sus propios recuerdos de lo ocurrido no tienen nada que ver. Entonces escribe su versión de la historia. «Llamadme Queequeg», empieza, y la titula: Una ballena. Desde el profesional punto de vista del arponero, Ismael fue un erudito pedante que sacó las cosas de quicio: Moby Dick no es culpable, sino un cetáceo como cualquier otro, y todo se reduce a un capitán incompetente que antepone un ajuste de cuentas particular «-Qué importa quién le arrancara la pierna», escribe Queequeg- a su obligación de llenar barriles de aceite. Corso recordaba la escena en torno a la mesa del bar: Makarova escuchando atenta con su aire masculino, formal y báltico, a La Ponte que explicaba la utilidad del calafate sobre el ataúd del carpintero mientras, al otro lado del mostrador, Zizi les dirigía celosas miradas asesinas. Eran los tiempos en que, si Corso marcaba su propio número, la voz de Nikon -siempre la veía saliendo del cuarto oscuro con las manos húmedas de líquido fijador- sonaba al descolgar el teléfono. Así lo hicieron aquella vez, la noche que se reescribió Moby Dick, y terminaron todos en casa, vaciando más botellas ante el televisor con la película de John Huston en el vídeo. Brindando por el viejo Melville cuando el Raquel, que navega buscando a sus hijos perdidos, encuentra por fin otro huérfano.
Así había sido. Sin embargo, ahora, frente a la puerta de la habitación 206, Corso no lograba sentir la cólera de quien está a punto de echarle a otro en cara una traición; quizá porque, en el fondo, compartía la creencía de que en política, negocios y sexo, traicionar es sólo cuestión de fechas. Descartada la política, ignoraba si la presencia de su amigo en París era explicable mediante los negocios o el sexo; tal vez se diese una combinación de factores, pues ni siquiera el resabiado Corso podía imaginarlo metiéndose en líos sólo por dinero. Mentalmente pasó revista, en la memoria, a Liana Taillefer cuando la breve escaramuza en su casa, sensual y hermosa, las amplias caderas, la carne blanca, mórbida, su aspecto saludable de Kim Novak en plan mujer fatal, y enarcó una ceja -la amistad consistía en ese tipo de detalles- en comprensivo homenaje a los móviles del librero. Quizá por eso La Ponte no encontró animadversión en su gesto al aparecer en la puerta; lo hizo en pijama y descalzo, con cara de sueño. Y tuvo tiempo de abrir la boca, sorprendido, antes de que Corso se la cerrara con un puñetazo que lo envió, dando traspiés, al otro extremo de la habitación.
Puede que, en otras circunstancias, Corso hubiera disfrutado con la escena: suite de lujo, ventana al obelisco de la Concorde, suelo con gruesa moqueta y un enorme cuarto de baño. La Ponte en el suelo, frotándose el mentón dolorido mientras intentaba fijar la mirada extraviada por el golpe. Una cama grande, con dos desayunos en una bandeja. Y Liana Taillefer sentada en ella, rubia y estupefacta, con una tostada a medio morder en la mano, un voluminoso y blanco pecho fuera y otro dentro del escotado camisón de seda. Pezones de cinco centímetros de diámetro, observó desapasionadamente Corso cuando cerraba la puerta a su espalda. Más vale tarde que nunca.
– Buenos días -dijo.
Después se acercó a la cama. Liana Taillefer, inmóvil, aún con la tostada en la mano, lo miró mientras él se sentaba a su lado y, tras dejar la bolsa de lona en el suelo y echarle un vistazo a la bandeja, se servía una taza de café. Durante más de medio minuto nadie dijo una palabra. Por fin Corso bebió un sorbo, sonriéndole a la mujer.
– Creo recordar -la mandíbula sin afeitar le afilaba las facciones; sonreía como puede hacerlo una hoja de cuchillo- que la última vez que nos vimos estuve algo brusco…
Ella no respondió. Había dejado la tostada a medio morder en la bandeja y acomodado su desbordante anatomía dentro del camisón. Miraba a Corso de un modo indefinible, sin miedo, altanería ni rencor; casi con indiferencia. Después de la escena en casa del cazador de libros, éste esperaba odio en aquellos ojos. Lo matarán por esto, etc. Y habían estado a punto de conseguirlo. Pero el azul acero de Liana Taillefer tenía idéntica expresión que un par de charcos de agua helada, y eso preocupó más a Corso que una explosión de ira. Podía imaginarla muy bien mirando impasible el cadáver de su marido colgado en la lámpara del salón. Recordó la foto del pobre diablo con su mandil y el plato en alto, a punto de trocear el cochinillo a la segoviana. Menudo folletín le habían escrito entre todos.
– Condenado cabrón -masculló La Ponte desde el suelo. Parecía haber logrado fijar por fin la vista en él. Después empezó a incorporarse aturdido, en busca del apoyo de los muebles. Corso lo observó, interesado.
– No pareces contento de verme, Flavio.
– ¿Contento? -el librero se frotaba la barba mirándose de vez en cuando la palma de la mano, como si temiese encontrar en ella un trozo de muela-. Tú te has vuelto loco. De remate.
– Todavía no, pero estáis a punto de conseguirlo. Tú y tus secuaces -señaló a Liana Taillefer con el pulgar-. Incluyendo a la desconsolada viuda.
La Ponte se acercó un poco, deteniéndose a distancia prudencial.
– ¿Te molestaría explicarme de qué estás hablando?
Corso alzó una mano ante la cara del librero y se puso a contar con los dedos.
– Estoy hablando del manuscrito Dumas y de Las Nueve Puertas. De Victor Fargas ahogado en Sintra. De Rochefort, que parece mi sombra, atacándome hace una semana en Toledo y anoche aquí, en París -volvió a señalar a Liana Taillefer-. De Milady. Y de ti, sea cual sea el papel que juegues en esto.
La Ponte había estado atento a los dedos de Corso mientras contaba, parpadeando cinco veces seguidas, una por dedo. Al terminar se acarició de nuevo la cara, pero su gesto ya no era dolorido sino perplejo. Parecía a punto de responder algo, mas lo pensó mejor. Cuando por fin se decidió, lo hizo dirigiéndose a Liana Taillefer.
– ¿Qué tenemos que ver con todo eso?
Ella se encogió de hombros con desdén. No estaba interesada en eventuales explicaciones, ni tampoco dispuesta a cooperar. Seguía recostada en los almohadones con la bandeja del desayuno al lado; sus uñas lacadas en rojo sangre desmenuzaban una de las tostadas, y el otro único movimiento que podía apreciarse en ella era la respiración, que le hacía subir y bajar el pecho en el generoso y bien colmado escote. Por lo demás se limitaba a mirar a Corso igual que quien espera que otro descubra las cartas; tan afectada por todo aquello como podía estarlo un trozo de solomillo crudo.