En el espejo, a su lado, La Ponte le ofrecía una toalla y sus gafas.
– Por cierto -dijo-. Se llevaron tu bolsa.
– Hijo de puta.
– Oye, no sé por qué la tomas conmigo. En toda esta película, lo único que he hecho yo es echar un polvo.
Corso estaba inquieto. Recorría el vestíbulo del hotel intentando pensar a toda prisa, pero a cada minuto eran menores las posibilidades de alcanzar a los fugitivos. Todo estaba perdido salvo un eslabón de la cadena: el número Tres. Aún era necesario que se hicieran con él, y eso ofrecía, al menos, una posibilidad de salirles al encuentro si lograba moverse con rapidez. Fue hasta la cabina y telefoneó a Frida Ungern mientras La Ponte liquidaba la habitación; pero el auricular dio la señal intermitente de comunicar. Tras un momento de duda llamó al Louvre Concorde, pidiendo la habitación de Irene Adler. Tampoco estaba seguro del estado de la cuestión en ese flanco, y se tranquilizó un poco al oír la voz de la chica. En pocas palabras la puso al tanto, pidiéndole que se reuniera con él en la fundación Ungern. Después colgó el teléfono mientras llegaba La Ponte, muy deprimido, guardándose en la cartera su tarjeta de crédito.
– La muy zorra. Largarse sin liquidar la cuenta.
– Te está bien empleado, por listo.
– La mataré con mis propias manos. Lo juro.
El hotel era carísimo, y la traición empezaba a parecerle monstruosa al librero; ya no se veía tan al margen como media hora antes, sino sombrío igual que un Achab vengativo. Subieron a un taxi, y Corso le dio al conductor las señas de la baronesa Ungern. Por el camino le contó al otro el resto de la historia: el tren, la chica, Sintra, París, los tres ejemplares de Las Nueve Puertas, la muerte de Fargas, el incidente en los muelles del Sena… La Ponte escuchaba asintiendo, incrédulo al principio y abrumado después.
– He cohabitado con una víbora -se lamentó, estremeciéndose.
Corso estaba de mal humor, y apuntó que muy rara vez las víboras mordían a los cretinos. La Ponte consideró el asunto. No parecía ofendido.
– Y sin embargo -dijo- es una mujer de rompe y rasga. Con un cuerpazo impresionante.
A pesar del rencor recién adquirido tras la dentellada a su tarjeta de crédito, los ojos le brillaron, lúbricos, mientras se acariciaba la barba.
– Impresionante -repitió, con sonrisita boba.
Corso miraba por la ventanilla, hacia el tráfico.
– Eso mismo dijo el duque de Buckingham.
– ¿Buckingham?
– Sí. En Los tres mosqueteros. Después del episodio de los herretes de diamantes, Richelieu encomienda a Milady el asesinato del duque; pero éste la encarcela cuando regresa a Londres. Allí seduce a su carcelero Felton, un idiota como tú en versión puritana y fanática, y lo convence para que la ayude a escapar y, de paso, asesine a Buckingham.
– No recordaba el episodio. ¿Y qué tal le fue a ese Felton?
– Le dio de puñaladas al duque. Después lo ejecutaron; ignoro si por asesino o por estúpido.
– Al menos no le hicieron pagar la factura del hotel.
El taxi circulaba por el Quai de Conti, cerca de donde Corso había tenido la penúltima escaramuza con Rochefort. En ese momento La Ponte recordó algo:
– Oye, ¿no tenía Milady una marca en un hombro?
Asintió Corso. En ese momento pasaban ante la escalera por donde había rodado la noche anterior.
– Sí -respondió-. Impresa por el verdugo con hierro candente; la marca de los criminales. Ya la llevaba cuando estuvo casada con Athos… d'Artagnan lo descubrió al irse a la cama con ella, y el asunto por poco le cuesta el cuello.
– Es curioso. ¿Sabes que Liana también lleva una marca?
– ¿En el hombro?
– No. En una cadera.
Un tatuaje pequeño, muy bonito, en forma de flor de lis.
– No me digas.
– Te lo juro.
Corso no recordaba el tatuaje, pues cuando el fugaz escarceo en su casa con Liana Taillefer -parecían haber transcurrido años desde aquello- apenas tuvo tiempo de fijarse en esa clase de detalles. De un modo u otro, todo empezaba a quedar fuera de control. Y no se trataba ya de coincidencias folklóricas, sino de un plan establecido; demasiado complejo y peligroso para considerar una simple parodia la actuación de la mujer y su esbirro de la cicatriz. Aquello era un complot con todos los ingredientes del género, y tenía que haber alguien moviendo los hilos. Nunca mejor dicho, una Eminencia Gris. Tocó el bolsillo donde llevaba la carta de Richelieu. Era demasiado excesivo. Y sin embargo, precisamente en lo insólito, en lo novelesco de todo aquello, tenía que estar la solución. Recordaba algo leído una vez, en Allan Poe o en Conan Doyle: «Este misterio parece insoluble por las mismas razones que lo hacen solucionable: lo excesivo, lo outré de sus circunstancias».
– Aún no sé si todo esto es una monumental tomadura de pelo, o auténtico encaje de bolillos -dijo en voz alta, a modo de conclusión.
La Ponte había encontrado un agujero en la piel sintética del asiento, y lo agrandaba hurgando con el dedo, nervioso.
– Sea lo que sea, da muy mala espina -hablaba en voz baja a pesar del cristal antirrobo que los separaba del conductor del taxi-. Espero que sepas lo que haces.
– Eso es lo malo. Que no estoy seguro de lo que hago.
– ¿Por qué no vamos a la policía?
– ¿Y qué les digo?… ¿Que Milady y Rochefort, agentes del cardenal Richelieu, nos han robado un capítulo de Los tres mosqueteros y un libro para convocar a Lucifer? ¿Que el diablo se ha enamorado de mí, encarnándose en una veinteañera para convertirse en mi guardaespaldas?… Dime qué harías tú si fueses el comisario Maigret y yo viniera con ese argumento.
– Te haría soplar en un alcoholímetro, supongo.
– Pues fíjate.
– ¿Y Varo Borja?
– Ésa es otra -Corso soltó un gemido de agobio-. No quiero ni pensarlo, cuando sepa que perdí el libro.
El taxi se abría paso con dificultad entre el tráfico de la mañana y Corso miraba el reloj, impaciente. Por fin llegaron junto al bar-tabac donde estuvo la noche anterior, para encontrar grupos de gente curioseando en las aceras y señales de prohibido el paso en la esquina. Mientras bajaba del taxi, Corso vio también una furgoneta de la policía y un camión de bomberos. Entonces apretó los dientes, soltando una sonora blasfemia que hizo sobresaltarse a La Ponte. También el número Tres había volado.
La chica se les acercó entre la gente, con su pequeña mochila a la espalda y las manos en los bolsillos de la trenca. Aún se veía un rastro de humo en los tejados.
– El piso ardió a las tres de la madrugada -informó sin mirar a La Ponte, como si éste no existiera-. Los bomberos todavía están dentro.
– ¿Y la baronesa Ungern? -preguntó Corso.
– También dentro -la vio hacer un gesto ambiguo; no exactamente de indiferencia sino resignado, fatalista. Como si aquello hubiera estado previsto en alguna parte-. El cadáver apareció carbonizado en su despacho. El fuego empezó allí. Incendio fortuito, dicen los vecinos; una colilla mal apagada.
– La baronesa no fumaba-dijo Corso.
– Anoche fumó.
El cazador de libros echó un vistazo por encima de las cabezas que se agolpaban ante la valla policial. Apenas pudo ver nada: el extremo superior de una escala de socorro apoyada en el edificio, los destellos intermitentes de una ambulancia en la puerta. Había quepis de guardias y cascos de bomberos, y el aire olía a madera y plástico quemados. Entre los curiosos, un par de turistas norteamericanos se fotografiaba el uno al otro, posando junto al gendarme que vigilaba la barrera. Una sirena se puso en marcha en alguna parte y después se interrumpió bruscamente. Alguien entre los curiosos dijo que estaban sacando el cadáver, pero era imposible ver nada. Tampoco, se dijo Corso, habría mucho que ver.
Encontró los ojos de la chica fijos en él, sin rastro de la noche pasada. Era la de ahora una mirada atenta, práctica; un soldado moviéndose cerca del campo de batalla.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó ella.
– Esperaba que tú me lo dijeras.
– No hablo de esto -por primera vez pareció fijarse en La Ponte -. ¿Quién es?
Corso se lo dijo. Después dudó un segundo, preguntándose si el otro captaría el matiz:
– La chica de que te hablé. Se llama Irene Adler.
La Ponte no captaba nada. Se limitó a mirarlos un poco desconcertado, primero a la joven y luego a su amigo, y alargó por fin, a modo de saludo, una mano que ella no vio, o hizo gesto de no ver. Estaba pendiente de Corso.
– No llevas tu bolsa -le dijo.
– No. Rochefort la consiguió por fin. Se fue con Liana Taillefer.
– ¿Quién es Liana Taillefer?
Corso la miró con dureza, pero sólo encontró serenidad en los ojos de la chica.
– ¿No conoces a la desconsolada viuda?
– No.
Sostenía el gesto sin inquietud ni sorpresa, imperturbable. Muy a su pesar, Corso estuvo a punto de creerla.
– Da igual -dijo por fin-. El caso es que se han largado.
– ¿Adónde?
– No tengo la menor idea -descubrió el colmillo en una mueca desesperada, suspicaz-. Creí que tú sabrías algo.
– No sé nada de Rochefort. Ni de esa mujer -lo dijo con indiferencia; dando a entender que en realidad aquél no era asunto suyo. Corso se sintió más confuso. Esperaba alguna emoción por su parte; entre otras cosas, ella misma se había erigido en paladín de sus intereses. O al menos que formulara un reproche, algo del tipo te está bien empleado por pasarte de listo. Pero la joven no hizo reproches. Miraba a su alrededor cual si buscara algún rostro conocido entre la gente, y él fue incapaz de adivinar si meditaba sobre lo ocurrido o tenía la cabeza en otro sitio, lejos del drama.