– Joder. Espero que no sea contagioso.
Corso le dirigió una mirada escasamente compasiva.
– Demasiadas coincidencias, ¿verdad?… Pues hay más -le había echado el aliento a los lentes y limpiaba el cristal intacto con una servilleta de papel-. En Los tres mosqueteros, resulta que Milady ha sido mujer de Athos, el amigo de d'Artagnan. Cuando Athos descubre que su esposa está marcada por el verdugo, decide ejecutar él mismo la sentencia. La ahorca y la deja por muerta, pero ella sobrevive, etc. -se ajustó las gafas sobre la nariz-. Alguien tiene que estar disfrutando mucho con todo esto.
– Comprendo a Athos -dijo La Ponte, fruncido el ceño, sin duda con la cuenta impagada del hotel Crillon en la memoria-. También me gustaría echarle el guante. Ahorcarla. Como ese mosquetero a su mujer.
– O como Liana Taillefer a su marido. Lamento herir tu vanidad, Flavio, pero nunca le interesaste lo más mínimo. Sólo quería recuperar el manuscrito que te vendió el muerto.
– La muy zorra -murmuró La Ponte, rencoroso-. Seguro que se lo cargó ella. Ayudada por el fulano del bigote y el tajo en la cara.
– Lo que sigo sin comprender -proseguía Corso- es la relación entre Los tres mosqueteros y Las Nueve Puertas… Sólo se me ocurre que Alejandro Dumas también se sienta en la cima del mundo. Conoce el éxito y el poder que él desea: la fama, el dinero y las mujeres. Todo le sale redondo en la vida, como si gozara de un privilegio, de un pacto especial. Y cuando fallece, su hijo, el otro Dumas, le dedica un epitafio curioso: «Ha muerto como ha vivido; sin darse cuenta».
La Ponte le dirigió una mirada incrédula:
– ¿Insinúas que Alejandro Dumas había vendido su alma al diablo?
– No insinúo nada. Intento descifrar el folletín que alguien está escribiendo a mi costa… Lo evidente es que todo empieza cuando Enrique Taillefer decide vender el manuscrito Dumas. El misterio arranca de ahí. Su presunto suicidio, mi visita a su viuda, el primer encuentro con Rochefort… Y el encargo de Varo Borja.
– ¿Qué tiene de especial ese manuscrito?… ¿Por qué y para quién es importante?
– Ni idea -Corso miró a la chica-. A menos que ella pueda aclararlo.
La vieron encogerse de hombros con aire aburrido, sin levantar los ojos del libro.
– Es tu historia, Corso -dijo-. Tengo entendido que cobras por esto.
– También tú estás implicada.
– Hasta cierto punto -hizo un gesto ambiguo, de esos que no comprometen a nada, y pasó una página-. Sólo hasta cierto punto.
La Ponte se inclinó hacia Corso, picado.
– ¿Has probado a darle un par de hostias?
– Cállate, Flavio.
– Eso, cállate -repitió la chica.
– Todo es ridículo -se lamentaba el librero-. Habla como si fuera la reina del mambo. Y en vez de aplicarle el tercer grado, tú la dejas. Estás desconocido, Corso. Por muy estupenda que sea la niña, no creo que… -titubeó, buscando las palabras-. ¿De dónde saca esa chulería?
– Una vez peleó con un arcángel -aclaró el cazador de libros-. Y anoche vi cómo le partía la cara a Rochefort… ¿Recuerdas? El mismo que me sacudió esta mañana mientras tú te quedabas al margen, sentado en el bidet.
– En el inodoro.
– Da igual -se ensañó zumbón, de mala fe-. Con tu pijama de príncipe Danilo en Violetas imperiales… Ignoraba que te pusieras pijama para dormir con tus conquistas.
– A ti qué te importa – La Ponte lanzaba miradas confusas a la chica mientras se batía en retirada, amostazado-. Suelo enfriarme por las noches, para que lo sepas. Además, estábamos hablando de El vino de Anjou… -se lanzó en pos del manuscrito, con evidentes ganas de cambiar de tema-. ¿Qué hay de tu peritaje?
– Sabemos que es auténtico, con dos tipos de escritura: Dumas y su colaborador Augusto Maquet.
– ¿Qué has averiguado de ese tipo?
– ¿Maquet? No hay mucho que averiguar. Terminó mal con Dumas, con juicios y reclamaciones de dinero. Aunque hay un detalle curioso: Dumas se lo gastó todo en vida, muriendo sin un céntimo; pero Maquet envejeció rico, propietario, incluso, de un castillo. Cada uno a su manera, a ambos les fueron bien las cosas.
– ¿Y ese capítulo que escribieron a medias?
– Maquet hizo la redacción original, una primera versión más simple, y Dumas le dio calidad y estilo, desarrollándola con notas sobre el mismo original de su colaborador. El tema lo conoces: Milady intenta envenenar a d'Artagnan.
La Ponte miraba su taza de café vacía, con inquietud.
– En conclusión…
– Pues yo diría que alguien, que se considera una especie de reencarnación de Richelieu, ha conseguido reunir todos los grabados originales del Delomelanicon y el capítulo de Dumas, donde, por alguna razón que desconozco, hay una clave de lo que está pasando. Y quizás en este momento se dispone a invocar a Lucifer. Mientras tanto tú te has quedado sin manuscrito, Varo Borja sin libro, y yo me he caído con todo el equipo.
Sacó del bolsillo la carta de Richelieu para echarle otro vistazo. La Ponte parecía de acuerdo.
– La pérdida del manuscrito no es grave -puntualizó-. Le pagué a Taillefer, pero no demasiado -emitía una risita ladina-. Por lo menos, con Liana cobré en especies. Pero tú sí estás en un buen lío.
Corso miró a la chica, que continuaba leyendo en silencio.
– Tal vez ella podría decirnos en qué clase de lío estoy.
Hizo una mueca antes de golpear la mesa con los nudillos como un jugador que ya no tiene cartas a mano, resignado. Pero tampoco esta vez hubo respuesta. Fue La Ponte quien soltó un gruñido de censura.
– Sigo sin comprender por qué te fías de ella.
– Te lo he dicho antes -respondió al fin la chica, con desgana. Había puesto la pajita del zumo entre las páginas, a modo de señal-. Cuido de él.
Corso asintió con aire divertido, aunque maldito lo divertido que estaba.
– Ya la oyes. Es mi ángel de la guarda.
– ¿De veras? Pues podría cuidarte mejor. ¿Dónde estaba cuando Rochefort te robó la bolsa?
– Quien sí estaba eras tú.
– Eso es distinto. Yo soy un librero pusilánime. Pacífico. Todo lo contrario de un hombre de acción. Si me presentase a un concurso de cobardes, seguro que los jueces me descalificaban. Por cobarde.
Corso no lo seguía con demasiada atención, pues acababa de hacer un descubrimiento. La sombra del campanario de la iglesia venía a proyectarse en el suelo, cerca de ellos. La silueta ancha y oscura se había ido moviendo poco a poco en sentido opuesto al sol. Observó que la cruz del remate quedaba a los pies de la chica, muy cerca de ella, pero sin que en ningún momento llegase a tocarla. Prudente, la sombra de la cruz se mantenía a distancia.
Telefoneó a Lisboa desde una oficina de PTT, para averiguar cómo iban las cosas respecto a Victor Fargas. Las noticias no eran alentadoras. Pinto había tenido acceso al informe del forense: muerte por inmersión forzosa en el estanque. La policía de Sintra había establecido el robo como presunto móvil. Persona o personas desconocidas. La parte positiva consistía en que, de momento, nadie relacionaba a Corso con el asunto. Añadió el portugués que había hecho correr la descripción del tipo de la cicatriz, por si acaso. Corso le dijo que olvidase a Rochefort. El pájaro había volado.
En apariencia las cosas no podían ir peor; pero se complicaron más al mediodía. Apenas entró en el vestíbulo de su hotel con La Ponte y la chica, el cazador de libros supo que algo no iba bien. Grüber estaba en el mostrador de recepción, y tras el habitual gesto imperturbable sus ojos transmitían un mensaje de alerta. Mientras se acercaban a él, Corso vio que el conserje se volvía a mirar con aire casual el casillero de su habitación, y luego, llevándose una mano hasta la solapa de la chaqueta, la alzaba ligeramente, en un remedo cuya elocuencia era internacional.
– No os paréis -le dijo Corso a los otros.
Casi tuvo que tirar del desconcertado La Ponte mientras la chica se les adelantaba, decidida y tranquila, por el estrecho pasillo que iba hasta el café-restaurante abierto a la plaza del Palais Royal. Con un último vistazo al pasar frente a recepción, Corso vio a Grüber apoyar una mano en el teléfono que había en el mostrador.
Estaban de nuevo en la calle, y La Ponte dirigía nerviosas miradas a su espalda.
– ¿Qué pasa?
– Policías -le explicó Corso-. En mi habitación.
– ¿Cómo lo sabes?
La chica no hizo preguntas. Se limitaba a mirar a Corso, aguardando instrucciones. Éste sacó del bolsillo el sobre con membrete del hotel remitido por el conserje la noche anterior, extrajo el mensaje que informaba del paradero de La Ponte y Liana Taillefer, y puso en su lugar un billete de quinientós francos. Lo hizo despacio, esforzándose por mantener la calma y que los otros no percibieran el temblor que le agitaba los dedos. Cerró el sobre antes de tachar su nombre y escribir el de Grüber, y se lo entregó a la chica.
– Dáselo a uno de los camareros del café -tenía las palmas de las manos húmedas. Se las secó en el forro interior de los bolsillos, señalando después una cabina telefónica al otro lado de la plaza-. Y reúnete conmigo allí.
– ¿Y yo? -preguntó La Ponte.
A pesar de lo apurado de la situación, Corso estuvo cerca de echarse a reír en la cara de su amigo. Pero se limitó a dirigirle una mirada burlona.
– Puedes hacer lo que quieras. Aunque mucho me temo, Flavio, que acabas de pasar a la clandestinidad.