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Dejó de gritar cuando Corso saltó el alféizar y, con el dorso de la mano, le dio una bofetada que la hizo caer sobre la cama, revoloteando por el aire los folios manuscritos de El vino de Anjou. El cambio de temperatura le empañaba a Corso las gafas húmedas, así que se las quitó rápidamente, echándolas sobre la mesilla de noche antes de arrojarse sobre Liana Taillefer, que intentaba ganar la puerta y salir al pasillo. La sujetó primero por una pierna y luego por la cintura, en la cama, mientras se revolvía y pataleaba. Era una mujer fuerte, y se preguntó qué diablos estaban haciendo La Ponte y la chica. En espera de ayuda quiso inmovilizarla por las muñecas, retirando la cara donde ella pretendía clavar las uñas. Giraron enredados en la colcha y Corso quedó con un muslo entre los suyos, la nariz hundida en la turgente plenitud de dos tetas enormes que, en la distancia corta y a través del fino suéter de lana, volvieron a parecerle increíblemente mullidas. Sintió el inequívoco estímulo de una erección y maldijo entre dientes, exasperado, mientras forcejeaba con aquella Milady que tenía espaldas de plusmarquista olímpica en modalidad braza. Dónde estarás cuando te necesito, se dijo con amargura. Entonces llegó La Ponte sacudiéndose el agua como un perro mojado, dispuesto a desquitarse de su vanidad maltrecha y, sobre todo, de la factura del Crillon que le escocía en la cartera. Aquello empezaba a parecer un linchamiento.

– Supongo que no iréis a violarla -dijo la chica.

Estaba sentada en el alféizar, todavía con la capucha de la trenca puesta, observando la escena. Liana Taillefer había dejado de forcejear, inmóvil con Corso encima y La Ponte sujetándole un brazo y una pierna.

– Cerdos -dijo en voz alta y clara.

– Golfa -gruñó La Ponte, sin aliento por la escaramuza.

Tras el breve intercambio todos se tranquilizaron un poco. Seguros de que no tenía escapatoria, la dejaron sentarse en la cama, aún aturdida de ira, frotándose las muñecas mientras repartía venenosas miradas de La Ponte a Corso. Éste se interpuso entre ella y la puerta. En cuanto a la chica, continuaba en la ventana, ya cerrada a su espalda; tenía echada hacia atrás la capucha y miraba a la viuda Taillefer con curioso descaro. La Ponte, tras secarse cabello y barba con un extremo de la colcha, se puso a recoger las hojas del manuscrito dispersas por el cuarto.

– Vamos a conversar un rato -dijo Corso-. Igual que personas razonables.

Liana Taillefer lo fulminó con la mirada.

– No tenemos nada de que hablar.

– Se equivoca, guapa señora. Ahora que le hemos echado el guante, ya no me importa acudir a la policía. O habla con nosotros o se explica con un gendarme. Elija.

La vieron fruncir el ceño, mirando alrededor con aspecto acosado. Parecía un animal que acechara el menor resquicio para huir de la trampa.

– Cuidado -advirtió La Ponte -. Seguro que maquina algo.

Los ojos de la mujer eran mortales como agujas de acero. Corso torció la boca, un poco teatral.

– Liana Taillefer-dijo-. O deberíamos llamarla, quizás, Ana de Brieul, condesa de la Fére. Que también usó los nombres de Carlota Backson, baronesa Sheffield y señora de Winter. Que traicionó a sus maridos y a sus amantes. Que fue asesina y envenenadora, además de agente de Richelieu… Y más conocida por su alias -hizo la pausa conveniente-: Milady.

Se interrumpió, pues acababa de tropezar con la correa de su bolsa asomando bajo la cama. Tiró de ella, sin perder de vista ni a Liana Taillefer ni la salida hacia la que tenía visible intención de abalanzarse apenas le dieran oportunidad. Introdujo una mano dentro para comprobar lo que contenía, y un suspiro de alivio hizo que todos, incluso la mujer, lo mirasen sorprendidos. Las Nueve Puertas, el ejemplar de Varo Borja, estaba allí, intacto.

– Bingo -dijo, mostrándolo a los otros. La Ponte hizo un gesto de triunfo, igual que si Queequeg acabara de asestarle un arponazo a la ballena; pero la chica permaneció inmóvil sin mostrar emoción alguna, en apariencia espectadora indiferente de todo el episodio.

Devolvió Corso el libro a la bolsa. El viento silbaba en el marco de la ventana, donde la chica seguía inmóvil. A intervalos, un nuevo relámpago recortaba su silueta. El trueno llegaba luego, amortiguado y sordo, haciendo vibrar los cristales salpicados de lluvia.

– Una noche apropiada -dijo Corso, y miró a la mujer-. Como ve, Milady, no hemos querido faltar a la cita… Venimos dispuestos a hacer justicia.

– En grupo y de noche, como cobardes -repuso ella, escupiendo con desprecio sus palabras-. Igual que con la otra. Sólo falta el verdugo de Lille.

– Cada cosa a su tiempo -puntualizó La Ponte.

La mujer se había rehecho y por momentos cobraba seguridad. Su propia alusión al verdugo no parecía impresionarla, pues aguantaba sus miradas, desafiante.

– Veo -añadió- que tienen bien asumido el papel de cada cual.

– Eso no debe extrañarle -respondió Corso-. Usted y sus cómplices han puesto mucho esfuerzo e interés en que así sea… -torcía la boca en una sonrisa de lobo cruel, sin humor ni piedad-. Y todos nos hemos divertido mucho.

La mujer apretó los labios. Una de sus uñas lacadas en rojo sangre se deslizaba sobre la colcha. Corso siguió el movimiento, fascinado, igual que si aquella uña fuese un aguijón mortal, y se estremeció al pensar que, durante la refriega, había pasado varias veces cerca de su rostro.

– No tienen ningún derecho dijo ella al fin-. Son intrusos.

– Se equivoca. Somos parte del juego, como usted. -Un juego cuyas reglas ignoran.

– Se equivoca de nuevo, Milady. La prueba es que estamos aquí -Corso miró a su alrededor en busca de las gafas, hasta que las descubrió sobre la mesilla de noche. Se las puso, ajustándolas con el índice-. Lo complicado era precisamente eso: aceptar el carácter del juego; asumir la ficción entrando en el relato y pensar con la misma lógica que el texto exige, en vez de recurrir a la lógica del mundo exterior… Después resulta fácil continuar, porque si en la realidad hay muchas cosas que suceden por azar, en la ficción casi todo discurre según reglas lógicas.

La uña roja de Liana Taillefer estaba ahora inmóvil.

– ¿También en las novelas?

– Sobre todo en las novelas. En ellas, si el protagonista razona según esa lógica interna que es la del criminal, acaba llegando forzosamente al mismo punto. Por eso al final siempre terminan encontrándose el héroe y el traidor, el detective y el asesino -sonrió, satisfecho de su razonamiento-. ¿Qué le parece?

– Espléndido -dijo Liana Taillefer, con ironía. También La Ponte miraba a Corso con la boca abierta, aunque en su caso la admiración era sincera-. Fray Guillermo de Baskerville, supongo.

– No sea superficial, Milady. Olvida a Conan Doyle y Allan Poe, por ejemplo. Y al propio Dumas… Por un momento la creí dama de más amplias lecturas.

La mujer miró al cazador de libros con fijeza.

– Ya ve que malgasta su talento conmigo -concluyó, desdeñosa-. No soy el público adecuado.

– Lo sé. Precisamente he venido hasta aquí para que nos lleve hasta él -miró el reloj en su muñeca-. Falta poco más de una hora para el primer lunes de abril.

– También me gustaría saber cómo adivinó eso.

– No lo adiviné -se volvió hacia la joven, que seguía junto a la ventana-. Ella me puso el libro ante los ojos… Y en materia de investigación, un libro es mejor que el mundo exterior: cerrado, sin perturbaciones molestas. Como el laboratorio de Sherlock Holmes.

– Deja de pavonearte, Corso -sugirió la chica con aire de fastidio-. Ya la has impresionado bastante.

La mujer enarcó una ceja, mirándola igual que si la viese por primera vez.

– ¿Quién es?

– No me diga que no lo sabe… ¿No la había visto antes?

– Nunca. Me hablaron de una jovencita, pero no de dónde salió.

– ¿Quién le habló de ella?

– Un amigo.

– ¿Alto, moreno, con bigote y una cicatriz en la cara? ¿Con un labio partido?… ¡El buen Rochefort! Por cierto, me gustaría conocer su paradero. No muy lejos, supongo… Escogieron ustedes dos dignos personajes.

Por alguna razón, eso alteró la impasibilidad de Liana Taillefer. La uña lacada en rojo se hundió en la colcha del mismo modo que si buscara la carne de Corso, y los ojos parecieron deshelarse con destellos de furia.

– ¿Acaso son mejores los otros comparsas de la novela?… -había desprecio, arrogancia insultante en el modo con que Milady irguió la cabeza para mirarlos uno tras otro-. Athos, un borracho; Porthos, un idiota; Aramis, un hipócrita conspirador…

– Es un punto de vista -concedió Corso.

– Cállese. ¿Qué sabe de mis puntos de vista?… -Liana Taillefer hizo una pausa, alto el mentón, los ojos clavados en Corso como si ahora le tocase el turno a él-. En cuanto a d'Artagnan -prosiguió-, ése es el peor de todos… ¿Espadachín? Sólo tiene cuatro duelos en Los tres mosqueteros, y vence cuando Jussac se está levantando o cuando Bernajoux, en un ataque ciego, se ensarta con su espada. En el asalto con los ingleses se limita a desarmar al barón. Y necesita tres estocadas para derribar al conde de Wardes… En cuanto a generosidad -le dedicó a La Ponte un despectivo gesto del mentón- d'Artagnan es todavía más tacaño que este amigo suyo. La primera vez que paga una ronda general a sus amigos es en Inglaterra, después del asunto Monk. Treinta y cinco años después.