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– Qué bonito es sentirse querido -dijo por fin, despechado y mordaz.

Sin duda el individuo aficionado al bitter tenía sed, observó Corso, porque volvía a insistir. Makarova, mirándolo de soslayo y sin cambiar de postura, sugirió que buscase otro bar antes de que le partiera una ceja. Tras meditarlo un poco, el otro pareció comprender la esencia del mensaje y se quitó de en medio.

– Enrique Taillefer era un tipo raro – La Ponte se alisaba una vez más el pelo sobre la calva incipiente de su coronilla, sin perder nunca de vista a la rubia opulenta en el espejo-. Quería que yo vendiese el manuscrito dándole publicidad al asunto… -bajó el tono para ahorrarle inquietudes a la rubia-. «Alguien se llevará una sorpresa», me dijo, muy misterioso. Guiñándome un ojo igual que quien se dispone a correr una juerga. Y cuatro días después estaba muerto.

– Muerto -repitió gutural Makarova, paladeando el término y cada vez más interesada.

– Suicidio -aclaró Corso; pero ella encogió los hombros como si entre el suicidio y el asesinato no mediaran grandes diferencias. Había un manuscrito dudoso y un muerto seguro: suficiente para justificar la trama.

Al oír lo del suicidio, La Ponte hizo un lúgubre gesto afirmativo:

– Eso dicen.

– No pareces muy seguro.

– Es que no lo estoy. Todo es muy raro -arrugó otra vez la frente, ensombrecido, olvidando el espejo-. Me huele mal.

– ¿Nunca te contó Taillefer cómo obtuvo el manuscrito?

– Al principio no le pregunté. Después era tarde.

– ¿Hablaste con la viuda?

La alusión despejó el ceño del librero. Ahora sonreía de oreja a oreja.

– Te reservo ese episodio -su tono era el de quien recuerda un truco estupendo olvidado en la chistera-. Así cobras en especies. Yo no puedo ofrecer ni la décima parte de lo que sacarás de Varo Borja por su Libro de los Nueve Camelos.

– Lo mismo haré contigo, cuando descubras un Audubon y te conviertas en librero millonario. Me limito a aplazar los cobros.

La Ponte volvió a mostrarse dolido. Para un cínico de su envergadura, observó Corso, parecía muy sensible a la hora del aperitivo.

– Creí que me ayudabas por amistad -protestó el librero-. Ya sabes. El Club de los Arponeros de Nantucket. Por allí resopla y todo eso.

– Amistad -Corso miró alrededor, esperando que alguien le explicara la palabra-. Los bares y los cementerios están llenos de amigos imprescindibles.

– ¿De qué parte estás, maldito?

– De la suya -suspiró Makarova-. está de la suya.

Desolado, La Ponte comprobó que la chica de las tetas grandes se iba del brazo de un tipo elegante, con andares de figurín. Corso seguía mirando a la gorda de la tragaperras. Desaparecida su última moneda, permanecía junto a la máquina, desconcertada y vacía, caídas las manos a lo largo del cuerpo. La relevaba ante las palancas y los botones un individuo alto y moreno; tenía un bigote negro, poblado, y una cicatriz en la cara. Su aspecto avivó en Corso un recuerdo familiar, fugaz, esfumado sin concretarse. Para desesperación de la mujer gorda, la máquina escupía ahora una ruidosa sucesión de monedas.

Makarova invitó a Corso a una última cerveza. Esta vez La Ponte tuvo que pagar la suya.

La mano del muerto

Milady sonreía, y d'Artagnan sentía que se condenaría por aquella sonrisa.

(A.Dumas. Los tres mosqueteros)

Hay viudas inconsolables, y viudas a las que cualquier varón adulto brindaría con gusto el consuelo oportuno. Liana Taillefer figuraba, sin duda, en la segunda categoría. Era alta y rubia, de piel blanca y movimientos lánguidos. El tipo de mujer que emplea una eternidad entre extraer un cigarrillo y expulsar la primera bocanada de humo, y lo hace mirando a los ojos del interlocutor masculino con el tranquilo aplomo que proporcionan cierto parecido con Kim Novak, unas medidas anatómicas generosas, casi excesivas, y una cuenta bancaria -heredera universal del finado Taillefer Editor S.A.- respecto a la que el término solvente resulta un tímido eufemismo. Es asombrosa la cantidad de dinero que se puede amasar, valga el estúpido juego de palabras, publicando libros de cocina. Los mil mejores postres manchegos, por ejemplo. O las quince ediciones, agotadas, de un clásico; Los secretos de la barbacoa.

La casa estaba en un antiguo palacio, el del marqués de los Alumbres, reconvertido en apartamentos de gran lujo. En cuanto a la decoración, el gusto de sus propietarios parecía de los que se fraguan a base de poco tiempo y mucho dinero. Sólo así se justificaba la coexistencia de una porcelana de Lladró -una niña con un pato, pudo apreciar desapasionadamente Lucas Corso- en la misma vitrina que unos pastorcillos de Sajonia por los que, sin duda, algún avispado anticuario había sangrado en debida forma al finado Enrique Taillefer o a la señora de. Había un secreter Biedermeier, por supuesto, y un piano Steinwood cerca de una alfombra oriental y carísima. También un inmenso sofá tapizado en piel blanca y de aspecto confortable sobre el que Liana Taillefer cruzaba, en aquel momento, dos piernas extraordinariamente bien torneadas que la falda negra, adecuada para el luto, justo un palmo por encima de la rodilla en posición sedente, pero dejando adivinar voluptuosas líneas camino arriba, hacia la sombra y el misterio -diría Lucas Corso más tarde, al recordar la escena-, situaba y enmarcaba de modo apropiado. Conviene precisar que el comentario de Corso no debe ser pasado por alto, porque, en apariencia, era uno de esos tipos equívocos que uno imagina fácilmente viviendo con una madre anciana que teje calceta y los domingos le lleva al hijo la taza de chocolate caliente a la cama; hijo al que en las películas se ve a veces caminando solo tras un féretro, bajo la lluvia, con los ojos enrojecidos y musitando mamá con desconsuelo de huérfano desvalido. Pero Corso no había estado desvalido en su vida. Tampoco tenía madre. Y cuando uno llegaba a conocerlo un poco, terminaba preguntándose si la había tenido alguna vez.

– Lamento molestarla en estas circunstancias -dijo Corso. Estaba sentado frente a la viuda, con el gabán puesto y la bolsa de lona sobre las rodillas. Se mantenía rígido en el borde del asiento mientras los ojos de Liana Taillefer -azul acero, grandes y fríos- lo estudiaban de arriba abajo, empeñados en catalogarlo dentro de alguna especie conocida de ejemplar masculino. Consciente de las dificultades que entrañaba aquello, se sometió al examen sin esforzarse en causar una impresión determinada. Conocía el procedimiento, y en ese instante sus acciones se cotizaban a la baja en la bolsa de valores de Taillefer S.A. viuda de. Eso limitaba la cuestión a una especie de desdeñosa curiosidad, tras hacerle esperar diez minutos en el salón previa escaramuza con una doncella que, tomándolo por un vendedor, estuvo a punto de darle con la puerta en las narices. Pero ahora la viuda observaba de vez en cuando la carpeta que Corso había sacado de la bolsa, y las cosas comenzaban a cambiar. En cuanto a él, procuró sostener a través de sus gafas torcidas la mirada de Liana Taillefer, evitando los rugientes escollos -Scylla y Caribdis: Corso era de Letras- constituidos por las piernas, a meridión, y el busto -exuberante era la palabra, se dijo; llevaba un rato dándole vueltas- que el suéter de angora negra moldeaba de forma devastadora, a septentrión.

– Sería de mucha ayuda -precisó por fin- saber si usted conocía la existencia de este documento.

Puso la carpeta en sus manos, y al hacerlo rozó de modo involuntario los dedos de uñas largas, lacadas en rojo sangre. O quizá los dedos lo rozaron a él. De un modo u otro, el levísimo contacto indicó que las acciones Corso estaban en alza; así que aparentó el apropiado embarazo rascándose el pelo sobre la frente, con la torpeza justa para que ella comprobara que incomodar a viudas hermosas no era su especialidad. Ahora los ojos azul acero no miraban la carpeta, sino a él, y lo hacían con un destello de interés.

– ¿Por qué había de conocerlo? -preguntó la viuda. Tenía la voz grave, un poco ronca. El eco de una mala noche. Aún no había separado las tapas de plástico y continuaba atenta a Corso, como si aguardase algo más antes de satisfacer su curiosidad abriendo la carpeta. Éste se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y compuso un gesto grave, de circunstancias. Estaban en la fase protocolaria, así que reservó la eficaz sonrisa de conejo honesto para el momento oportuno.

– Hasta hace poco, era de su marido -dudó un segundo antes de redondear la frase-. Que en paz descanse.

Ella asintió lentamente, cual si eso lo explicara todo, y abrió la carpeta. Corso miraba sobre su hombro, hacia la pared. Allí, entre un Tapies correcto y otro óleo de firma ilegible, había enmarcada una labor infantil con florecitas de colores, nombre y fecha; Liana Lasauca. Curso 1970-1971. Corso habría calificado aquello de enternecedor si las flores, los pajaritos bordados y las niñas con calcetines y trenzas rubias le produjesen humedades sensibles, del género que fueran. Pero no era su caso. Así que desplazó la mirada hacia otro marcó, más pequeño y de plata, donde el extinto Enrique Taillefer Editor S.A., con catavinos de oro al cuello y mandil que le daba un aire vagamente masónico, sonreía a la cámara en el momento de disponerse, con uno de sus éxitos editoriales abierto en la mano diestra, a cortar un cochinillo al estilo segoviano con un plato alzado en la siniestra. Tenía un aspecto plácido, rechoncho y tripón, feliz ante la perspectiva del animalito espatarrado en la fuente; y Corso se dijo que, al menos, su prematuro mutis le habría ahorrado innumerables problemas de colesterol y ácido único. También se preguntó, con fría curiosidad técnica, cómo se las arreglaba Liana Taillefer en vida de su esposo cuando necesitaba un orgasmo. Sólo con ese pensamiento dirigió otra breve ojeada al busto y las piernas de la viuda, antes de concluir de acuerdo consigo mismo. Parecía demasiada mujer para resignarse al cochinillo.