– Repite ahora lo de golfa -estaba tan cerca de él y lo miraba con tal desprecio que casi le escupió en la cara-. Si tienes agallas.
La Ponte no las tenía. Era un superviviente nato, y sus modales de arponero intrépido los reservaba para momentos de euforia etílica. Así que se guardó muy bien de repetir nada.
– Yo sólo pasaba por aquí -declaró, conciliador, buscando con los ojos una jofaina para lavarse las manos de todo aquello.
– Qué haría yo, Flavio -dijo Corso, resignado-, sin ti.
El librero se excusaba con cara de circunstancias:
– Creo que eres injusto -arrugando la frente con aire ofendido fue a situarse más cerca de la chica; aquél debía de parecerle el lugar más seguro de la habitación-. Bien mirado, se trata de tu aventura, Corso… ¿Y qué es la muerte para un tipo como tú? Nada. Un trámite. Además, te pagan una pasta. Y la vida es básicamente desagradable -se quedó mirando el cañón del revólver de Rochefort. Después pasó un brazo en torno a los hombros de la joven para suspirar, melancólico-. Espero que no te pase nada. Pero si te ocurre, a nosotros nos tocará lo más duro: seguir vivos.
– Eres un cerdo. Un traidor.
La Ponte lo miró, apenado.
– No tomaré eso en cuenta, amigo. Estás muy tenso.
– Claro que estoy tenso, rata de cloaca.
– Eso tampoco lo tomaré en cuenta.
– Hijoputa.
– Como si no te oyese, viejo compañero. La amistad reside en estos pequeños detalles.
– Celebro -apuntó Milady, cáustica- que conserven el espíritu de equipo.
Corso reflexionaba a toda prisa, aunque reflexionar era inútil en aquel momento. No había ningún ejercicio de la mente capaz de arrancar el arma de la mano al hombre que la empuñaba; aunque Rochefort lo hiciera sin apuntar a nadie en particular, con cierta desgana, creyendo suficiente mostrarla para situar las cosas en su sitio. Por otra parte, si el deseo de zanjar con el hombre de la cicatriz su par de cuentas pendientes era muy intenso, tampoco Corso gozaba de la violenta destreza técnica requerida para ello. Descartado La Ponte, la única esperanza de alterar la relación de fuerzas residía en la chica. Pero, a menos que fuese una consumadísima actriz, poco era de esperar por ese flanco; la esperanza se extinguió al primer vistazo. La supuesta Irene Adler se había sacudido de los hombros el brazo de La Ponte para recostarse otra vez en la ventana, desde donde ahora los observaba inexplicablemente distante. Resuelta, en absurda apariencia, a mantenerse fuera del espectáculo.
Liana Taillefer se acercó a Rochefort con el manuscrito Dumas en las manos, muy satisfecha de su rápida recuperación. A Corso le extrañó que no mostrara idéntico interés por Las Nueve Puertas, que seguían dentro de la bolsa de lona, a los pies de la cama.
– ¿Y ahora? -oyó que la mujer le preguntaba al otro en voz baja.
Para sorpresa de Corso, Rochefort se mostró poco seguro. Movía el revólver de un lado a otro, sin saber dónde apuntar. Después, cambiando con Milady una mirada larga y llena de significados ocultos, sacó la mano derecha del bolsillo y se la pasó por la cara, indeciso.
– No podemos dejarlos aquí-dijo, al cabo.
– Ni llevárnoslos -añadió ella.
El otro asintió muy despacio mientras el revólver parecía descartar la anterior duda. Corso comprobó que se afirmaba en su mano, el cañón apuntándole al estómago. Sintió que se le crispaban los músculos abdominales al tiempo que intentaba, sujeto, verbo y predicado, formular una protesta con sintaxis coherente. Sólo emitió un ruido gutural e informe.
– No irán a matarlo -apuntó La Ponte, probando suerte una vez más para quedarse al margen del asunto.
– Flavio -logró articular Corso a pesar de su boca seca-. Si salgo de ésta, juro que te romperé la cara. En pedazos.
– Sólo quería ayudar.
– Mejor ayudas a tu madre a dejar la calle. -Bueno, pues vale, pues cierro la boca.
– Eso, ciérrela -intervino Rochefort, amenazador. Había cambiado una última mirada con la Taillefer, y acababa, en apariencia, de adoptar una decisión. Cerró la puerta a su espalda sin dejar de seguir a Corso con el revólver, y se guardó la llave en el bolsillo del impermeable. De perdidos al río, se dijo el cazador de libros con el pulso batiéndole en las sienes y las muñecas. El tambor de Waterloo redoblaba en algún lugar de su conciencia cuando, con la última lucidez previa a la desesperación, se vio calculando la distancia que lo separaba de la pistola y el tiempo necesario para franquearla, en qué momento sonaría el primer tiro y en qué posición iba a recibirlo. Las posibilidades de salir con la piel intacta eran mínimas, pero tal vez cinco segundos después se convirtieran en inexistentes; así que la corneta tocó llamada. Última carga con Ney al frente, el bravo entre los bravos, ante los ojos cansados del Emperador. Con Rochefort en vez de escoceses grises, pero, eso sí, una bala era una bala. Todo absurdo, se dijo en el penúltimo segundo antes de pasar a la acción. Y se preguntó si, en ese contexto, la muerte que iba a golpearle el pecho una pequeña partícula de tiempo más tarde sería real o irreal, y si iba a encontrarse flotando en la nada o en el Walhalla de los héroes de papel. Ojalá aquellos ojos claros que sentía fijos en su espalda -¿el Emperador? ¿el diablo enamorado?- estuviesen esperando en el crepúsculo, para guiarlo al otro lado del río de las sombras.
Entonces Rochefort hizo algo extraño. Alzó la mano libre pidiendo tiempo -gesto absurdo a tales alturas de la cuestión- mientras movía el revólver del mismo modo que si fuera a guardarlo en el bolsillo. El ademán sólo duró un momento y el arma volvió a orientarse de nuevo, pero el agujero negro del cañón apuntaba sin demasiada convicción. Y Corso, con el pulso como un torrente, tensos los músculos y a punto de saltar a ciegas, se contuvo, aturdido, al comprender que no era ésa la hora en que debía morir.
Todavía incrédulo vio a Rochefort cruzar la habitación, acercarse al teléfono y marcar el número de la línea exterior antes de componer otro de varias cifras. Desde su posición estuvo oyendo el ruido lejano de la llamada a través de la línea hasta que un clic lo interrumpió.
– Corso está aquí -dijo Rochefort, y se quedó callado, esperando, como si hubiera un silencio idéntico al extremo de la línea. El revólver seguía perezosamente orientado hacia un lugar impreciso del espacio. Después el hombre de la cicatriz asintió dos veces, estuvo otro rato escuchando inmóvil y murmuró «de acuerdo» antes de devolver el auricular a su horquilla.
– Quiere verlo -dijo a Milady. Ambos se volvieron a mirar a Corso; con irritación la mujer, preocupado Rochefort.
– Es absurdo -protestó ella.
– Quiere verlo -repitió el otro.
Milady encogió los hombros. Dio unos pasos por la habitación, hojeando airada las páginas de El vino de Anjou.
– En cuanto a nosotros… -empezó a decir La Ponte.
– Usted se queda aquí -dijo Rochefort, señalándolo con el cañón del arma. Después se tocó la herida de la boca-. Y la muchacha también.
A pesar del labio partido, no parecía guardar demasiado rencor a la chica. Corso creyó advertir, incluso, una chispa de curiosidad en su forma de mirarla antes de volverse a Liana Taillefer para confiarle el revólver.
– No deben salir de aquí.
– ¿Por qué no te quedas tú?
– Quiere que lo lleve yo. Es más seguro.
Milady asintió, hosca. Saltaba a la vista que no era ése el papel que tenía previsto desempeñar aquella noche; pero igual que su trasunto novelesco, era una sicaria disciplinada. A cambio del arma entregó a Rochefort el manuscrito Dumas. Después estudió a Corso, inquieta.
– Espero que no te cause problemas.
Rochefort sonrió tranquilo, con seguridad, y sacó del bolsillo una navaja automática de grandes dimensiones para mirarla reflexivo; parecía que hasta ese momento no hubiera recordado bien si la llevaba consigo. La blancura de sus dientes contrastaba sobre la piel del rostro surcado por la cicatriz.
– No creo -repuso, guardando la navaja que ni siquiera había abierto, mientras dirigía a Corso un ademán al tiempo amistoso y siniestro. Después cogió su sombrero de encima de la cama, hizo girar la llave en la cerradura e indicó el pasillo con una reverencia exagerada, del mismo modo que si agitara en la mano un chambergo emplumado.
– Su Eminencia aguarda, caballero -dijo. Y soltó una carcajada perfecta, breve y seca, de esbirro cualificado.
Antes de abandonar la habitación, Corso observó a la chica. Había vuelto la espalda a Milady, que los encañonaba a ella y a La Ponte, desinteresándose de cuanto allí ocurría. Apoyada en la ventana miraba hacia afuera, absorta en el viento y la lluvia, recortada a contraluz en los relámpagos que iluminaban la noche.
Salieron a la calle, en la tormenta. Rochefort había puesto la carpeta con el manuscrito Dumas bajo el impermeable para protegerla de la lluvia, y guiaba a Corso por las callejuelas que conducían a la parte vieja del pueblo. Ráfagas de agua agitaban las ramas de los árboles, repiqueteando ruidosamente en los charcos y sobre los adoquines; gruesas gotas le caían a Corso por el pelo y la cara. Se levantó el cuello del gabán. El pueblo estaba a oscuras y no se veía un alma; sólo el resplandor de la tempestad iluminaba las calles a intervalos, recortando tejados de edificios medievales, el perfil sombrío de Rochefort bajo el ala goteante del sombrero, las siluetas de los dos hombres en el suelo mojado, quebradas en violentos zigzags con las descargas eléctricas que sonaban igual que truenos del diablo al golpear, semejantes a latigazos, la agitada corriente del Loira.